Por Carlos Alcorta
Literatura y Arte, 4/05/2014
Las apuestas radicales en poesía gozan en estos momentos de mayor visibilidad y reconocimiento público que hace tan sólo unos años. Son varios los aspectos que han contribuido a esta especie de resurrección de la poesía comprometida. Unos están relacionados con atributos de índole estrictamente literaria, de endogamia poética, podríamos decir, y otros tienen más que ver con la dramática actualidad política, económica y social que sufrimos y que enturbia todo lo que cae bajo su influjo, incluso los territorios más, podríamos decir, espirituales porque estos tampoco puede permanecer ajenos a las agresiones del liberalismo conservador. Como digo, hace sólo un lustro, cuando disfrutábamos de un espejismo económico que nos cegó a todos con su resplandor, las reivindicaciones eran igual de pertinentes que ahora (aunque no encontraban eco y, cuando lo hacían, éste era minoritario). La mayoría del público lector y de la crítica hacía oídos sordos a esta corriente, tachándola de algo marginal, fruto del impulso inmoderado de algunos inconformistas irredentos o de izquierdistas ultramontanos. Hoy, sin embargo, las circunstancias han dado un vuelco de 180º. Los acontecimientos que tanta sensación de náusea y vergüenza provocan en muchos de nosotros, la creciente indignación, el cabreo generalizado pero también la consternación ante la impotencia para cambiar las cosas encuentran un espejo en aquellos libros que denuncian esta alarmante situación. Esa causa común en la desgracia, para un nutrido grupo de lectores que antes desoía la llamada de la poesía, de la cultura en general como medio para explicar —y explorar— la existencia, les ha brindado la oportunidad de compartir esa irritación, antes subterránea, con el poeta y acaso borrar esos prejuicios que algunos tenían sobre la función del poeta en la sociedad actual. No se trata, claro es, de pensar en un libro de poemas como un recetario de fórmulas mágicas para salir de la crisis o encontrar empleo, ni como un sustituto de los libros de autoayuda, plagados de palabras vacías, de consejos casi siempre inútiles —salvo para los chamanes que los escriben—, de recomendaciones seudocientíficas para alcanzar la felicidad o el éxito. La complicidad que suscitan las experiencias del autor influye de manera inequívoca a la hora de compartir una visión análoga de la realidad, de considerar lo que realmente importa en la vida son asuntos relativos a la conciencia, más que al bolsillo. El conocimiento de los mecanismos que mueven el mundo se reafirma en los poemas y nos involucra en lo que está sucediendo alrededor, nos hace preguntarnos si es convincente y/o acertada nuestra actitud silenciosa o reivindicativa, según se tercie, ante las atrocidades de las que somos testigos. No resulta fácil, en esta falacia de sociedad del bienestar en la que vivimos, adoptar una postura comprometida socialmente. Se necesita enarbolar la bandera de la solidaridad y de la justicia, tener una gran fortaleza de espíritu y, sobre todo, pasar de las palabras a los hechos, cada cual con las herramientas de su propia condición. La herramienta del poeta, y esto no supone paradoja alguna, es la palabra, y con ella debe encauzar su descontento, su rabia, sus denuncias. La lengua es una, pero las formas de utilizarla son innumerables. La propia voz del poeta, desde el precisión y la autoexigencia, será entonces la que determine el procedimiento para llevar a cabo sus propósitos.
Víktor Gómez ha escogido en su libro Pobreza tal vez uno de los caminos que conllevan mayor dificultad, el sendero de la poesía hermética, de la «libertad para no hablar por hablar», cuya clave de bóveda es la sublevación contra la indigencia tanto física como intelectual. Esa es la línea argumental que sustenta las dos partes —heterogéneas en lo que se refiere a extensión, no al estilo—, «Aún sin nombre» y «Jana», del libro, aunque los itinerarios sentimentales no carezcan de recovecos tales como la compasión, la caridad o la ternura. Creo que conviene leer Pobreza, al menos, de dos formas cruzadas. En primer lugar, interesa hacer una lectura siguiendo el orden de las páginas, dejándonos envolver por las redes de un lenguaje que no condesciende con el significado rutinario. Así seremos testigos del primer gesto de insubordinación del poeta, la oposición a un lenguaje preconcebido, insuficiente para cifrar su desconcierto, por eso lo tensa, lo exprime, lo esencializa como si fuera un código cifrado, lo moldea a fuego lento como si fuera un sudoroso herrero en su fragua: «El poema baja sucio de luz lávalo contra tu pecho no finjas otra vez lee despacio que el bicho abra las alas que se lleve lejos tu niña la pupila hasta el abanico castaño oscuro sobre la vista tartamudeando». Otra forma deleer el libro es alternar los poemas con las notas aclaratorias colocadas al final. Se produce así una lectura digamos guiada que puede resultar más atrayente, gracias a que el poeta nos desvela alguna de las claves que subyacen enPobreza. No estoy sugiriendo que se realice un tipo de lectura menoscabando la otra. Ambas son complementarias, aunque personalmente prefiera guiarme por mi instinto más que por las orientaciones, siempre intencionadas, del autor, por más que ese discurso hermético dificulte la complicidad del lector y la ausencia de referencias lo conduzca a un lugar inhóspito. La «conciencia del lenguaje» de Víktor Gómez es muy exigente —así como su responsabilidad histórica como miembro de una sociedad maltratada—, por eso sus poemas presentan una encarnadura cerrada, elíptica, laberíntica en ocasiones («culpa anotado en el antebrazo soga y proscrito tú balanceante al empujar la silla —niega perdón los restos no son sino tendones y venas sin»), connotativa, alejada del mero utilitarismo, que no cesa de perforar, como un berbiquí mental, la superficie de las palabras, en busca del significado deseado, porque «El lenguaje, como escribe Charles Simic, es tanto un contrato (nombra lo que existe) como una opción (inventa lo que existe)». La incorporación, por ejemplo, de palabras en caló contribuye a hacer patente su adhesión a las reivindicaciones de la vituperada raza gitana; un nombre propio, Tais, simboliza la esclavitud infantil; las frecuentes enumeraciones nominales constatan más que esclarecen una determinada circunstancia, comprensible, a veces, gracias a un sutil entramado de pistas secretas que, como hemos dicho más arriba, pueden conducir, si no se camina con cuidado, a un lugar imprevisto. Un libro como Pobreza, tan denso, con un discurso tan fragmentado, no se puede reducir a un comentario unidireccional (algo semejante ocurre con los libros de poetas como Eduardo Milán, Antonio Méndez Rubio o Rafael Saravia, con los que encuentro significativas relaciones), conviene indagar dentro de esa casi total ausencia de narratividad, en la cual los silencios poseen tanta importancia como los signos, porque un tesoro oculto nos está esperando. Una escritura como esta requiere una claridad de ideas muy consolidada, una claridad que va tomando forma a medida que las incertidumbres existenciales se van agravando, porque, a veces, vemos mejor en la oscuridad que bajo un sol inclemente.
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