lunes, 26 de mayo de 2014

Reseña: La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre, en Revista Ínsula

Juan Carlos Mestre ante sí
Por Marta Agudo
Revista Ínsula, n. 809, mayo de 2014


Como un envite consigo mismo, con su poética y con la realidad, se nos revela La bicicleta del panadero, sin duda uno de los mejores libros de poesía de los últimos años, cuyo principal problema sospecho que puede ser la afluencia de imitadores que genere. En este sentido, se trata de un título llamado a convertirse en una referencia imprescindible en la lírica española contemporánea. Enmarcado entre el “Poema uno” y los “finales” como único principio de ordenación se despliegan casi trescientos poemas, número que ya de por sí supone un hito.

De acuerdo con el texto leído por Jordi Doce durante la presentación del libro, estamos ante lo que podría entenderse como un implacable Juicio Final o profecía inversa, que nace del deseo de interpelar o escrutar la realidad completa por parte del que escribe. “Te parezca bien o te parezca mal, es la hora de los dioses huidos”, se lee en un poema demoledor, por lo que sólo nos queda la posibilidad de ir reconociendo “la muerte y sus nombres”. “La muerte y sus nombres”, “alud de sustantivos”, afán de totalidad, de no dejar un solo palmo de lo real por atender. De esta forma Juan Carlos Mestre halla la manera idónea para poner en práctica la teoría de la negatividad de Keats que siempre ha profesado y que aclaraba en una entrevista publicada en la revista Ámbito…: “Carezco de personalidad. […] Las apariciones […] están convocadas desde una antigua alianza, la del fervor de mis lecturas, la compañía de algunos cómplices en la asamblea de la amistad y los vínculos”, pues, como escribe en “Los amigos del pueblo”: “Que levanten la mano los que no abriguen en su corazón una masa de personas traicionadas bajo la caperuza de lana”. El “yo es otro” rimbaldiano se lleva así a su máxima expresión, en la medida en que “Yo mismo soy una sombra carente de cuerpo”.

¿Identidad problemática? Quizá sea éste uno de los hilos que atraviesan la poesía de Juan Carlos Mestre y que, se me ocurre, pretende salvar en su obra gráfica a través del frecuente dibujo de rostros que bien podrían ser el suyo. De este modo, y a lo largo de su literatura: “El adepto”, “el Giotto”, “El niño John”, “El hombre de gris”, “El huésped”, “El visitante” o, de forma algo más extensa, “el que imaginó el mundo bajo la fidelidad a un juramento por la igualdad de los hombres, […] el que se despide de todo lo que nunca volverá a ver, entra en la muerte, abraza a su madre, el sugestionado por los antílopes, […] el digno de ser llorado” (en su libro La tumba de Keats) son sólo algunos de los perfiles desde los que se va desprendiendo una visión compleja del yo. Y como denominador común de todos ellos: la naturaleza idealista e inadaptada. …“El escurridizo”, el “zurdo”, el “judío” o el encargado de desordenar todas las categorías hasta ahora conocidas en aras de reescribirse a sí mismo y fruto de su singular empatía con todo lo viviente. De este modo, en “La esquela” el autor, en una muestra más de su juego con las formas y los géneros literarios, habla de aquél que “ha sentido inquietud por todo, desde la frontera polaca hasta la curva de las isobaras”.

En este punto debemos hablar de otro de los principales ingredientes de la dicción de La bicicleta del panadero: un personal, disolvente y decidido sentido del humor que ya se apuntaba en algunas páginas de La casa roja. Algo por completo ajeno a la poesía española actual, que acostumbra a confundirlo con el estilo “torrente” o la fórmula chocarrera. Y esto bien desde la desmitificación (“La filosofía siempre llega demasiado tarde decía el carracuca de Hegel” en el mítico “El búho de Minerva”, donde se menciona también el “Atleti Club de Kant” o se nos habla del singular aristotelismo que se practica en Villafranca del Bierzo) hasta la directa reescritura de los mitos, como en el caso del “Manifiesto Noé”, donde puede leerse, y cito por extenso: 


Querida boa constrictor, no hay ninguna posibilidad
de que a los huevos de avestruz les crezca el pelo.
Incrédulas mantis, maternales lobas
no es prudente dejar el carricoche del bebé junto a la charca
donde a la chita callando dormitan los cocodrilos.
Fuera por lo que fuese el último dinosaurio ha estirado la pata. 
Sea por lo que sea las avispas tienen arranques de mala hostia. 
Prefiero que me muerda un tigre a que me lama una monja. 
Preferible morir devorado a que te endiñe la extremaunción un cura.

Versos que son sólo un ejemplo de uno de los tonos que Mestre maneja con destreza a lo largo de estas cuatrocientas sesenta y ocho páginas, entre las que encontramos, como digo, desde el exabrupto hasta la inteligente ironía o hasta una dicción casi infantil (“Y todas las primaveras la banda municipal dale que requetedale hinchándoles la cabeza”).

Nada resiste la mirada deconstructora del poeta, capaz de arruinar las más bellas metáforas al analizarlas con calma (en “La colina de la iluminación”), de emplear todos los registros literarios (hay que destacar la potente presencia de lo narrativo a través de la presentación de sus múltiples personajes y situaciones), de jugar con la tradición (léase su singular versión de Manrique) y de seguir inaugurando esos momentos de álgida poesía a los que el autor nos tiene acostumbrados por su contundencia (“Tengo entendido que no hay mayor conjetura que un padre”) o por ese ejercicio imaginativo que se ha convertido ya en divisa de su decir (“Los árboles marchan sin dirección a tomar el desvío hacia los paisajes del arrepentimiento” o “Entre plantas carnívoras y corrientes de aire la noche extiende sus rosadas antenas de langosta y los manicomios sin techo se llenan de monos vivos que corren por la playa”).

Es así como el poeta convoca también en este Juicio Final a toda la poesía, incluida la suya propia. De hecho, se recogen literalmente dos poemas de La visita de Safo, su primer libro; la Roma que de nuevo visitamos aquí será la que leímos en La tumba de Keats: la distante y distinta a la belleza impuesta por las agencias de viajes, la sumida en la podredumbre de un pasado político de ética más que dudosa; las alusiones explícitas al Bierzo remiten a su Antífona de otoño, y así sucesivamente. Mestre se pasa revista a sí mismo, deconstruye con rigor e ironía su trayectoria y busca redimir esta revisitación mediante una escritura nueva. No resulta absurdo, por ejemplo, contrastar los poemas “Árbol genealógico” y “Geografía incompleta” con “Antepasados” y “Lección de geografía”, estos últimos de Antífona… Del primer caso se desprende de nuevo cómo la mitología humorística sustituye al memorable canto épico fijándose ahora, no en los antecedentes humanos reales, sino en un “don Adán y ella la señora Eva” de los que nadie “iba a pensar que terminarían como terminaron, aquello de la perdiz, la tentación, la ciruela”. Acento épico el que Mestre ha venido entonando desde hace años tras el que ya se anunciaba, por mucho que les extrañe a algunos, su potente vocación de poeta “social”, gracias a su citada capacidad para reconocerse en los otros y dada su convicción de que el poeta es el voceador de aquello que a los poderosos no les interesa oír. Persuadido de que estamos en “la hora del excremento y del relámpago”, del recelo hacia esta democracia pequeña como la “urna” de un cementerio, sólo nos queda la perspectiva de un mero sobrevivir en nuestra distopía capitalista en la que palabras como “libertad, igualdad, fraternidad” han sido sustituidas por las de “competencia” o “mercado”. La propaganda es ahora el estandarte que ha vaciado de significado el lema dieciochesco, lo que ha supuesto la miseria física y moral, un modus vivendi en el que, entre otros muchos destrozos, el relativismo ha derruido cualquier dictado ético para ventaja de aquellos “que trafican con el dolor, […] los que obtienen beneficio con el sufrimiento humano”. Se nos enfrenta entonces con la constante cainita del animal “hombre” que iguala a los que en la “Edad Media tiraban piedras a los leprosos”, a los que asesinaron a “treinta y cinco millones de seres humanos” durante la “dinastía Tang” o a los que reniegan interesadamente de la “memoria histórica”. El influjo del poema lorquiano “Oficina y denuncia” se adivina igualmente con claridad en esos “trenes de mercancías” abarrotados por liebres mientras ­–podríamos decir siguiendo con este paralelismo– el poeta se ofrece “a ser comido por las vacas estrujadas / cuando sus gritos llenan el valle / donde el Hudson se emborracha con [un] aceite” que las mujeres raídas por la anorexia nunca probarán.

De la mano de esta alusión al río neoyorquino llegamos a uno de los poemas más incisivos de La bicicleta del panadero. Me refiero a “El criadero de tejones” en el que, a colación de la Feria Literaria de Guadalajara, se arremete sin reparo contra el mercado editorial (“por aquí lo que se vende es mierda y reliquias de artista, máquinas cosechadoras con las que rasurar los cipreses de la aldea vendida al protestantismo”), se lee la burla de esos cinco minutos de gloria, de ese fragmento de medalla que cada poeta cree merecer y –estamos de nuevo ante otro de los filones temáticos de La bicicleta…– del mundo académico y su jerga esterilizadora, de esa “guardia civil” que puede ser la crítica dedicada en cuerpo y alma –y vuelvo a Lorca– a “quemar la imaginación” por su afán de escrutar lo que no puede entenderse. Esos “conferenciantes del excepto y las partículas de lo inseparable”, los que dictan qué es poesía y qué no desde sus poltronas sabetodolodistas, en tanto que representantes de un orden de pensamiento contrario al pálpito creador: “Qué preceptiva ni qué gaitas. Las brigadas de gramáticos y recaudadores de significados no impondrán de nuevo cartillas militares a los párvulos insumisos”.

Frente a dicho ejército alienante se hallan los nombres que se deslizan a lo largo del libro y que constituyen la asamblea de amigos y de autores con los que dialoga estrechamente el libro: Ullán y Pereira (en el poema que acabo de citar), Lautréamont, Mallarmé, Whitman, Rimbaud, Milton, Rojas, Lezama Lima, Larrea o, de manera más velada o explícita, Gamoneda, entre otros muchos. Es gracias a ellos cómo Mestre fue afilando su verbo, buscando nuevas gramáticas o, en suma, pedaleando por el camino de la literatura. Y digo esto porque, como si no quisiera perder pie el poeta por el alud de su propio libro, en ocasiones desliza alguna nota metaliteraria que le mantiene en ruta. Véase cuando, ya hacia el final de esta carrera en la que ha habido momentos en que “la bicicleta se ha salido en la curva”, reconoce que “es más que probable que te confisquen la bicicleta por presunto demente” o habla sin más “del último día de esta escritura”. Un día final que sólo se alcanzará cuando la revolución poética que supone este volumen tenga su correlato en la vida real, cuando de una vez por todas la palabra se encarne en justicia para los desamparados.

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