Nueva York después de muerto
Por José Antonio Santano
Diario de Almería, 9/02/2014
La ciudad de Nueva York es, una vez más, ciudad de los
encuentros, lugar mítico, pero sobre todo, espacio poético. Nueva York después de muerto es el
poemario que nunca llegó a escribir Luis Rosales, y que su autor, el poeta
gaditano Antonio Hernández justifica así en sus primeras páginas: «Luis
Rosales, mi maestro, me dijo un día, antes de dejarlo escrito, que quería
terminar su obra con una trilogía titulada Nueva York después de muerto;
también le diría Luis Rosales lo que significaba para él la ciudad de Nueva
York: «la mecanización, el automatismo de la vida, la desigualdad entre
distintas razas, el imparable avance del mestizaje… y, obviamente, Federico». Y,
ciertamente, todo esto lo hallamos en este singular y extraordinario poemario
de Antonio Hernández, en su voz, que no es una sino tres, unidas todas en el
dolor y la nostalgia de un pasado doloroso, en el que la sangre, el fuego y la
lluvia trepan por el aire de la ciudad de Nueva York, y otean ese universo
extraño y apasionado a la vez, en el que habitan las paradojas, las
contradicciones, luces y sombras, vida y muerte, el todo y la nada, más allá,
incluso, de la agónica y ruidosa soledad. Estructurado en tres partes (libro primero,
segundo y tercero), el poeta bucea en la condición del hombre, de los poetas
que hablan a través de su voz, y es Luis Rosales, y Federico, y también él
mismo, Antonio Hernández, que vive y se desvive en cada uno de ellos, y es luz
y dolorosa espina que se clava en la carne de los nombres y la palabra, y es
luto y sequedad, y plegaria:
«Oremos pues porque el hombre no pueda
prescindir de ser amado, ya que
solo el amado ama, roguemos
por su copa llena, por su frutero colmado,
por ese abrazo que no llega a ahogar
y porque la ojerosa envidia no tenga alojamiento
en nuestra casa».
Rosales y Federico están vivos, nunca murieron, porque laten
aún sus corazones en cada verso de Antonio: «LUIS ROSALES CAMACHO, DE GRANADA,
/ ya en Nueva York, después de muerto. / ¿Después de muerto quién, él,
Federico, / Nueva York muerta? / Nunca llegó a decírmelo. Lorca está vivo y él
está vivo…».
Pero el poeta es también hombre, y sabe que la vida es un
segundo, que no bastan las manos, que es alma el ser entero. Por eso recorre la
historia del mundo y de la literatura y de quienes ejercieron de poetas y
filósofos. A través de sus ojos veremos «En Central Park llorar a un niño
seguramente pobre / lágrimas de mocos como casi todos los niños españoles / en
la posguerra.»; nos hablará de que «Los yankis más rupestres / creen aún que el
comunismo acecha, / que lo ha importado un negro, / un error democrático…»,
insistirá en «hablar seriamente, muy seriamente», nombrará en los nombres la
poesía total, la misma que persiguió hasta la extenuación su maestro Rosales,
«por eso ahora vamos a hablar / como siempre de poesía / -la poesía es la
máscara / que nos descubre-», y en esa búsqueda de la poesía total se hallará
así mismo, al poeta que canta y llora en los atardeceres, junto al Darro y
Sierra Nevada o la Alambra, y se le irá un suspiro ¡Ay, Granada!, la del
Rosales calumniado y la del Federico fusilado, Granada con sabor a odio y
sangre. En los ojos del poeta otros ojos se miran en el lecho de muerte: «Abrió
un ojo sonriente, como / quien no quiere tratos con el luto. / Y al volver a
cerrarlo presentimos, / unificados por la voz del alma, / que algo acababa de
estrenarse / arriba, en las estrellas». Nueva York al fondo, trascendida,
encumbra al hombre cabal y al gran poeta que es Antonio Hernández.
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