Francisco Morales Lomas
Wadi-as, del 11 al 17 de enero de 2014
Durante dos semanas contaremos con un estudio pormenorizado de la última obra del maestro Antonio Hernández realizado por el Presidente de la Asociación de Escritores y Críticos Literarios de Andalucía, Francisco Morales Lomas
La querencia de Antonio Hernández
hacia la poesía de Luis Rosales viene de muy antiguo. Los unió una buena amistad
y Antonio se consideró heredero del sentimiento y la técnica literaria del
granadino. Pero en este nuevo poemario Antonio Hernández ha querido unir a esa querencia
la de otro granadino universal, Federico García Lorca, y la no menos
cosmopolita Nueva York.
Un triángulo mágico que determina
la esencia de un poemario que formalmente aspira al mestizaje de géneros tanto
como al mestizaje de individuos, símbolos y valores que convergen en un Aleph
para crear un poemario nuevo, original y rupturista. Se ha producido en él una
convergencia, una interacción sincrónica entre forma y contenido desde un
consciente claramente predeterminado que muestra un impulso poético generoso en
la creación, con continuas referencias intertextuales que posibilitan los
reajustes conceptuales, las gradaciones y los inestimables recursos expresivos
de toda laya. Antonio Hernández aspira a esa unidad consciente desde la
multiplicidad de sensaciones, espacios, técnicas, mixturas textuales y aciertos
expresivos en una obra que se hace extensa, sinuosa y fuerte en su
macroestructura y en su intenso ritmo.
Hay una acierto evidente en sus selecciones
léxicas, en la fusión de simbologías diversas y en la yuxtaposición de mundos
que se van cruzando al crear una malla semántica de afirmaciones, elisiones y
sustituciones en aras de conducir el poemario por la vertiente totalizadora,
poesía total que como en su momento Dos Passos en narrativa, aspira a la
complementariedad como elementos que configuran el todo en la información
reveladora, las acotaciones, los diálogos o los montajes.
En la Justificación inicial
explicita el origen de este título: “Luis Rosales, mi maestro (…) quería terminar
su obra con una trilogía titulada Nueva York después de muerto”. No lo pudo
hacer y este es el mejor homenaje que en su centenario durante 2010 (y desde la
desembocadura del Río San Pedro, en Puerto Real, Cádiz) Antonio Hernández quiso
dedicar al maestro granadino, donde temáticas como Nueva York, el exilio, la
mecanización, el automatismo, la desigualdad de razas… están presentes, como lo
estuvieron en Poeta en Nueva York,
del genial escritor de Fuente Vaqueros. Los tres libros del conjunto no son
sino la macroestructura textual que organiza este mundo desorganizado en el que
se mueven las vías comunicativas formales y semánticas en un intento de
dotarlo, desde ese triángulo mágico, de una perfecta armonía. Hay una forma
interior que va a ir progresivamente elevándose desde esa pluralidad exterior,
desde ese depósito de substancias temáticas e intelectuales resultantes y desde
esa estructura tripartita en libros que se le presenta al lector. El Libro
Primero, que ocupa casi la mitad de la obra en su totalidad, lleva tres citas:
una de Edith Wharton que alude a la mediocridad de los norteamericanos; otra de
Enric González en la que define la idiosincrasia de Nueva York como ciudad que
nació del comercio, apenas rozó la esclavitud y nunca brilló por su respeto a
la autoridad; y, finalmente, unos versos de José Hierro sobre el desangramiento
del poeta en su escritura. En definitiva, la esencia y la forma de descubrir
esa esencia desde el artificio del poeta y su sangre en ebullición.
Esta primera imagen nos advierte
de su voluntad de incidir en la ciudad de los rascacielos como Aleph del
espíritu norteamericano y para ello opta por la retórica del discurso narrativo
desde el inicial contacto con Luis Rosales, en los primeros versos y Federico García
Lorca hasta sus críticas aseveraciones sobre la realidad norteamericana actual
y el Tea Party. Tras exculpar a Rosales de todos los ataques a que fue sometido
por su intento de mancillarlo y acusarlo como corresponsable en la muerte de
Lorca, crea el contexto de esa España (“Un país lleno de ratas y telarañas”),
pero también de resentimiento y de odio. Antonio Hernández emplea el lenguaje
en esos momentos con la aspereza del estilete y la templanza de los afectos
hacia las personas amadas. Pero siempre surge con fervor la traslación de la palabra,
su valor como axioma y como reverente presencia y el homenaje a la casa
encendida y la memoria de odios y cárceles.
Hay un discurso ensayístico con valor
de proyección lírica tensa, cerrada y fuerte en donde la abstracción del léxico
(cuadrícula, reglamentación, simbiosis) conviven con ese enmarque de la ciudad
de Nueva York en los destinos de ambos poetas: Luis Rosales y Lorca. En este
primer envite hay una voluntad de amparo y salvaguarda clara del maestro. Para
después, recurrir simbólicamente a esta Nueva York, este símbolo de la
modernidad, con los emblemas y mestizajes de la palabra de Dos Passos y su Manhattan Transferal decir que fue este
quien hizo protagonista también a la ciudad. Antonio Hernández acuerda ese
despliegue de medios formales para conformar una imagen en la mente del lector
que sintetice las contradicciones, las paradojas, el gran oxímoron de la ciudad
de ciudades, de la Babilonia de la era poscontemporánea.
Busca la fortaleza de la
representación semántica y crear una especie de cosmogonía mítica de la gran ciudad
a través de una progresión selectiva de elementos. Pero antes de llegar a ello
Lorca vibra en el poema como estandarte de una época de terror: el nazismo, el
miedo al anarquismo… y el americano que ama el dinero tanto como a su bandera. En
esta simbiosis de símbolos diletantes, Antonio Hernández se revuelve crítico y
adusto pero conmovedor y tierno en una singladura de distancias y
contradicciones que convergen en la gran ciudad, que mixtura a la vez con sus
experiencias personales (como aquella novia americana que tuvo) para después
advertirnos de la génesis genealógica de razas y pueblos que convergieron en la
gran ciudad: judíos, italianos, chinos… para componer esa detención a caballo
entre el ensayo y la lírica de corte neoclásico en su afán patriótico y
desmitifi- cador de una realidad que nos presenta bajo múltiples aristas. En
ese deambular del monólogo interior que toma como estructura surge la alegorización
de su asesinato y la intertextualidad definitoria sobre la idiosincrasia
española vía Antonio Machado (“Mala gente que camina”) y ese fascismo asesino, ese
otro yo de la sociedad española.
En este errar por la ciudad, los
negros ocupan un espacio querido, a través de esa figura, de ese mito efusivo y
delirante, que sirve de reclamo axiomático: Baltasar: “Baltasar, el músico, el
poeta, el que no lleva oro,/ ni incienso, ese alimento de la soberbia,/ sino
mirra aromática”.
En su deambular por la metafísica
de los impulsos del espíritu, la música ocupa un espacio solemne pero también
la fina ironía y el sarcasmo agraz contra los sajones en la figura de Pound,
ese fascista, nazi “carteleado por sus obsesiones/ de zarandeador dispuesto a devorar”.
Existe en sus impulsos de realismo deformador un íntimo deseo de construir la mecánica
de las imágenes y realizar un cálculo casi naturalista de las insuficiencias,
tanto como un ensalzamiento de los grandes escritores de la generación perdida.
Pero su actitud crítica lo redime. Los escritores que forman el síndrome de su
persistencia surgen con fortaleza por boca de Huxley o Poe, a los que con el bisturí
de un Quevedo sondea y descuartiza con un lirismo a ratos deformador y a ratos
sentimental. Y mientras los poetas son la cuna del verso, el pretexto es
América y su definición de territorio en formación, “es un país
sietemesinamente/ inmenso y autorrecetado/ (…) una ira de Biblia contra Europa,/
su vieja madre corrompida,/ su puta made indolente,/ la filosofía estéril del
pasado/ contemplando las nubes, perezosa./ Las maravillosas nubes que pasan”.
El objeto poético es América, su forma
de pensamiento, sus grandes escritores y su voluntad de ser un país que crece y
se multiplica como una especie de conmovedora alegoría deshumanizadora. La
poesía de Antonio Hernández transfigura la normalidad activa de las cosas, crea
la densidad poética del mito. Y en ese deambular por los grandes escritores
tiene un lugar especial para Walt Whitman y sus Hojas de hierba. Whitman y su don de la transparencia, ese visionario
extravagante y tosco, vocinglero que cultiva la espiritualidad de Asia en la
América arrogante. La metáfora se apodera entonces del verso como una especie
de arúspice que advierte del personaje y su rico mundo.
Hernández hace un recorrido de
estancias y paseos, describe un mundo físico y mental, un espacio que sueña
pero también un ámbito demoledor. A través de él pueden aparecer todos los emblemas
de ese mundo como Central Park o los irlandeses y la presencia de Garrido
Moraga mientras se habla de Eliot en la Hispanic Society. En esa suculenta
peregrinación el universo se amplía y se metaforiza, se construye un mito
cósmico, un mito universal en el que el poeta en su apasionada ebriedad se
embriaga de ese mundo y nos ofrece la imagen de un sentimiento: “La vida es un sueño
del que no podemos despertar”.
Y finalmente, en este recorrido casi
canónico, casi laico de la ciudad de Nueva York, no pueden faltar los
desarrapados de la manzana podrida, y tampoco esa ideología que los conduce
hacia las tinieblas del Tea Party. Es curioso que Nueva York, en última
instancia, confíe toda su esperanza al destino.
Antonio Hernández ha querido en este
primer libro desenmascarar un espacio y unos personajes como si se tratara de
una historia que contar o recontar o difundir con toda la fuerza de la que la
hace posible la literatura. Invariablemente oportuna y profundamente narrativa
y enmarcada en su evolución de fascinante objeto poético.
No hay comentarios:
Publicar un comentario