Nueva York después de muerto
Por Manuel Francisco Reina
El blog de las Artes y las Letras, 26/06/2013
Pocas ciudades tan evocadoras, tan sugestivas literariamente como Nueva York. Su capacidad de evocación está clara en el cine, que es, no nos engañemos, otro género literario con soporte visual, como el teatro, y hay pruebas de esta capacidad de imán en la narrativa y, sin duda en la poesía. La fundamental obra de Federico García Lorca, Poeta en Nueva York lo evidencia, así como el libro del santanderino José Hierro, Cuaderno de Nueva York, dos libros esenciales a los que ahora se suma un tercero, como en toda tríada que se precie con este Nueva York después de muerto del poeta andaluz Antonio Hernández. Alrededor de esta sirena urbana con nombre de ciudad, gira la meditación vital, biográfica y poética de este nuevo libro ya fundamental en el panorama de la poesía española contemporánea.
Observo de un tiempo a esta parte que, las propuestas más rompedoras en poesía, no vienen, como debieran, de la mano de los poetas jóvenes, sino de los mayores. Sin citar a nadie, para no levantar suspicacias, he de decir que, este libro de Antonio Hernández es un ejemplo claro de propuesta radical, en sentido etimológico, tanto de raíz literaria, como de propuesta extrema. Un disparo a bocajarro de la conciencia, de la sensibilidad y del oficio de escribir. Los bríos de sus versos y contenido en este poemario serían más propios de un enfant terrible que cante sin prevenciones las verdades del barquero, pero su quehacer es el de un autor ya hecho, con la maestría y el poso de lo vivido y escrito. Nueva York después de muerto, nace del difícil compromiso del poeta con su amigo Luis Rosales, como explica en la justificación de la obra: “mi maestro, me dijo un día, antes de dejarlo escrito, que quería terminar su obra con un trilogía titulada Nueva York después de muerto; que en ese texto quería hablar del exilio, del problema de la gran ciudad, de la lucha de clases y de razas así como de otros conflictos que agobian al hombre. Y que lo que representaba para él Nueva York era, grosso modo, la mecanización, el automatismo de la vida, la desigualdad entre distintas razas, el imparable avance del mestizaje… y, obviamente, Federico.” La enfermedad y poco después la muerte impidió a Rosales el cumplimiento de esta obra pero comprometió a su discípulo entonces, Antonio Hernández, la realización de la misma, con confidencias e información que se ven reflejados ahora en este libro silente muchos años con el sueño de la prudencia.
Es éste un libro importante. Tanto por su revolucionaria concepción, como por la madurez poética y talento de su autor. Un libro insertado en eso que Octavio Paz o Ernesto Cardenal llamaron “la poesía total”, y que tanto interesó a Rosales, que suponía la asunción en lo poético de los recursos y técnicas de otros géneros como la narrativa, el teatro o el cine. Poesía que sin perder la cadencia musical de la rima, aportase nuevas fuerzas y técnicas de géneros ajenos. Antonio Hernández va incluso un poco más lejos, incorporando recursos propios del periodismo, con la aportación de datos, fechas, noticias…Dividido en tres partes, de forma aristotélica y su preceptiva, pero sobretodo como homenaje a esta trilogía comprometida por Luis Rosales, el poemario como la santísima Trinidad es trígono y uno; a saber: en él están entre otras las voces de Luis Rosales, de Lorca y de Nueva York, con su silbo de sirena simbólica, pero quien las unifica en su misterio, es la voz reconocible y única en nuestra poesía de hoy, de Antonio Hernández. Una poesía más relacionada con los americanos citados con anterioridad, de la llamada “poesía total”, si no fuese porque en este poema cántico, a la forma del coro griego en el que muchas voces se convierten en una sola voz, asoma la tradición andaluza más universal de la que Hernández es claro ejemplo. En la metafísica paseante de estos versos sobrecogedores, aparece la reflexión filosófica de un senequismo contemporáneo como cuando dice: “Recordar, recordar, cangrejo de las lágrimas.” Otro apunte de los tantos de esta poética pulsión meditadora sería: “Pero así es la vida, así: la paradoja./Como dicen que el Caos se ordena en la Felicidad,/en donde hay desdicha, hay materia sagrada./¿No hay que sacar las cosas de quicio, no, señor?/Hasta el ombligo en el gozo, hasta lo hondo,/hasta lo más hondo del corazón en la tristeza./Incluso Dios. En Luzbel, en lo que más quería.” Lorca y su tragedia están presentes, como buena parte de nuestra más negra y luminosa historia, que marcó a Rosales y también a nosotros como pueblo, como una nueva épica emocional en el fragmento que se inicia “El azar tiene la sangre fría” y continúa: “Únicamente necesita/tener a un tonto cerca, a un/asesino cerca, a un infeliz/para hacerlo feliz por un día,/o a un ser angelical, o a un genio/para que nunca más utilice sus alas.” En estos versos, y en su reflexión, se retrata la culpabilidad de toda una sociedad ante la muerte del poeta de Granada: “Nada más duro que una tentación/que es libertad en otro. El tiro más letal/lo da la cobardía.” Pero también aparece el Lorca riente, vivo e ilusionado por un joven, Juan Ramírez “enamorado triste/y que acusó con las manos alzadas,/como dimensionando su estupor,/a una homofobia crucificadora / en capuletos y montescos / y que al desheredado por amor/de blasón y de hacienda,/ fue él, Luis Rosales,/quien lo llevó de crítico/de arte a un diario de Madrid/porque no le faltara/el pan, la dignidad,/y a Federico/un corazón latiendo todavía/cuando ya estaba muerto.”
Queda Rosales ensalzado en la voz de Hernández, en sus versos, memorialísticos casi, como en el fragmento que se inicia “Me acusaron de todo,/ (…)Me han insultado en todos los idiomas”. Y sin embargo, en la resonancia de la ciudad totémica, Nueva York se funden todas las voces, y la propia absolución del sufrimiento del poeta Rosales cuando pregunta Hernández con su propia voz: “¿Y no has visto, maestro, a Federico,/no estará entre las nubes su tumba?”. Un libro ya esencial, rompedor y heridor, como suele ser la belleza, que decía Platón era “el esplendor de la verdad”. Una poesía insólita y brillante, totalizadora de géneros y emociones en la que se demuestra que no todo está dicho ni escrito. Aquí la poesía de Antonio Hernández se faja y se confirma como digno hijo de sus mayores, pero dueño de su propia e inconfundible voz. Como cierra la segunda parte del libro: “Pero hasta ahora es él, Antonio a quemarropa.”
Un libro que debiera formar parte del imaginario y las bibliotecas de la tribu poética hispana, a pesar del cainismo que impera en dicha grey, y que huele ya a Premio nacional de Poesía. Pocos libros son capaces de conmover, de herir de verdad y belleza, incluso de cambiar la vida del lector, si este entiende la liturgia de la poesía de un modo profundo, como este Nueva York después de muerto del poeta de Arcos de la Frontera Antonio Hernández.
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