El riesgo es los otros
Guadalupe Grande
Nayagua, nº 19, julio 2013
Quién sabe hacia dónde se dirigen los trenes de la poesía, quién puede pretender saberlo, si son trenes sin raíles. Pero quizá podamos indagar de dónde vienen y hacía dónde intentan llegar. Quizá podamos intentar entender, en este instante del tiempo y de la historia, desde qué lugar parte un determinado tren y a qué lugar desea ayudarnos a llegar. Pues quizá la poesía no sea otra cosa que un animal sobre ruedas que ayuda a cada lector a recorrer su camino y a cada época e entablar el diálogo entre lo que ha enmudecido, lo que ha sido callado y lo que aún está por decir.
Después de una ya larga y prolífica travesía poética, que se inició en 1965, sería un lugar común decir que, tras diecisiete libros de poemas, la voz de Antonio Hernández no ha hecho sino ahondarse y ser cada vez más intensa y suya. Esté ello un milímetro más allá o más acá de la verdad, sería una verdad carente de interés: no es la poesía una carrera en el progreso de la propia perfección, sino un acontecimiento en la conciencia, un acontecimiento en diálogo con la historia, con la memoria, con las experiencias; hay, por supuesto, evolución y cambio en el tiempo de una obra, pero se trata de una relación dialéctica y no de competencia. Esta no es la primera ocasión en que Antonio Hernández se adentra en una poética de evidente homenaje: ya lo hizo con anterioridad en Metaory (1979), era aquel un libro en cierto sentido solar que aún no había comenzado a conversar con los desaparecidos.
Nueva York después de muerto es el libro más arriesgado de Antonio Hernández en la medida en que es el libro menos suyo: Nueva York después de muerto es un tributo a la memoria y un retablo de historia y un listado de acontecimientos y desapariciones. Si Batjín tenía razón y “solo el otro como tal parece ser el centro valorativo de la visión artística y, por consiguiente, el héroe de una obra”, este es el libro donde la autoría de Antonio Hernández se diluye en el otro, en las voces de los otros, y el héroe poético es la asamblea de acontecimientos vitales que la poesía convierte en acontecimientos artísticos y de conciencia vivos. El riesgo es abandonar la propia voz, ese territorio tan conocido, el riesgo es entrar en la asamblea, en la polifonía, hasta diluirse sin desaparecer, el riesgo es dejar a un lado los criterios de género literario y hacer poesía con el lenguaje y con la historia y la sociología del lenguaje sin poetizarlo, el riesgo es “llamar trasparencia a lo más escondido”, agarrarse como a un girasol ardiendo a esa natural fraternidad entre el barroquismo andaluz y el surrealismo y entender que “donde se hace diáspora la nube”, “la palabra tiene más alas que la historia”. El riesgo es que alguien pregunte dónde empieza el poema y dónde el relato, dónde la crónica y el verso, cuándo una imagen, una metáfora, un vocabulario son de Rosales, de Federico, de Antonio. Si alguien pregunta esto estamos en el lugar indicado, allí donde solo importa el súbito acontecimiento de realidad irrepetible que es la poesía.
Luis Rosales imaginó Nueva York después de muerto, sería tal vez un homenaje a Federico, quizá un espacio para ese “tenemos que hablar, de eso tenemos que seguir hablando”, tan rosaliano y tan perpetuamente y fatalmente postergado para Lorca, quizá, como indica Hernández en las páginas iniciales: “mi maestro, me dijo un día, antes de dejarlo escrito, que quería terminar su obra con una trilogía titulada Nueva York después de muerto; que en ese texto quería hablar del exilio, del problema de la gran ciudad, de la lucha de clases y de razas así como de otros conflictos que agobian al hombre. Y que lo que representaba para él Nueva York era, grosso modo, la mecanización, el automatismo de la vida, la desigualdad entre distintas razas, el imparable avance del mestizaje… y, obviamente, Federico”.
Antonio Hernández rescata con osadía pero sin petulancia ese espacio imaginario y ubica su escritura (que no su voz, que ya ha quedado diluida en este libro entre la de Rosales y la de Lorca) como un actor más en el devenir de los acontecimientos. Los acontecimientos son tres, como trinitaria es la voz del libro y como tripartita se supone la obra imaginada por Rosales: la tragedia y el oprobio civil y moral que supuso la Guerra Civil para España; Nueva York, ese tótem de la modernidad, esa moneda de metal único y dos caras; y la experiencia de la violencia y la belleza de esa modernidad —con sus verdades y sus falacias, con sus hallazgos y sus fracasos, con su pálpito y sus difuntos, con sus verdugos y sus víctimas.
En los vagones de este tren se entrelazan y conversan tapiz y palimpsesto de una época: Whitman y Pound, Poe y los infiernos, el Holocausto e Hiroshima, el paraíso de la democracia y el infierno de su perversión mercantilista, el esclavismo con su música y el macarthismo, el espejismo de la bonanza bursátil y el Plan Marshall, los villancicos de los belenes, el rey de Harlem y el contenido de un corazón conversando en el mismo diván. En los vagones de este ave con ruedas regresa la conversación socrática de Luis Rosales, también sus años de vejez, cuando ya le era difícil articular las palabras, la ronda de los amigos, la casa encendida de la poesía en el relámpago de sus ojos. Y regresan los poemas de Federico “en unos apócrifos, si osados, voluntariosos”.
Voluntariosos, no es sino una cuestión de voluntad conversar con los muertos, como es una cuestión de voluntad civil enunciar lo silenciado: y frente a la bulliciosa, desenfrenada, locuaz y hasta gritona Nueva York, con más sigilo se enuncia en este libro la tragedia de lo silenciado: el infame silencio que supuso la ejecución de Lorca y el luto mudo que llevó Luis Rosales durante toda su vida, como el emigrante que guarda en la cartera la fotografía de su casa perdida. No es sino una cuestión de voluntad, que no de estilo, testificar sin delatar y sembrar lenguaje donde otros pretendieron el anonimato de la fosa. Ese es el héroe colectivo de este Nueva York imaginado por Rosales, reinventado por Federico, revisitado por Antonio Hernández.
Usurpación, imitación, glosa, identificación, versión, reintrepretación, testificación, recreación, invención, verso, prosa, testimonio, experiencia, memoria, poco importa y cualquier cosa es pertinente y necesaria y legítima si no es traición o manipulación. No hay material innoble para la poesía excepto el de la confusión malintencionada y el autoenvanecimiento. O el de ser forense y no resucitador.
Escribió Rene Daumal allá por 1954, cuando Macarthy se relamía las botas, Blas de Otero pedía la paz y la palabra, Luis Rosales ya había publicado La casa encendida, aún faltaban más de veintiseis años para que se pudieran publicar en España los Sonetos del amor oscuro y Antonio Hernández era un adolescente en Arcos de la Frontera : “Y acuérdate sobre todo del día en que querías arrojarlo todo, de cualquier modo. Pero un guardián vigilaba en tu noche, vigilaba mientras dormías, te hizo tocar tu propia carne, te hizo recordar a los tuyos, te hizo recoger tus andrajos. Acuérdate de tu guardián”. Ese guardián —en las voces de Rosales y Lorca, en el vientre de esa ballena fabril que es Nueva York— es la poesía, “o puede que sea todo más sencillo / o más elemental de endemoniado. / Que entre lo visto y no visto / nos hable un invisible amigo cotidiano. /// Por eso ahora vamos a hablar, como siempre de poesía / —la poesía es la máscara que nos descubre”.
Revista Nayagua, nº 19 (pp. 221-223)
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