La bicicleta del panadero
Por Sergio Santiago
Astorica, año XXX, 2013
Por Sergio Santiago
Astorica, año XXX, 2013
“He leído muchas veces que la poesía termina por vengarse de
los poetas.” Si, como rezan los fenomenólogos y pragmatistas, la
intencionalidad es la forma básica de la conciencia, en el caso de Juan Carlos
Mestre (1957) conviene entender el axioma
según Husserl, asumiendo que la intención es una apertura al pasado y al
futuro. Sin duda esa oscilación entre memoria
y compromiso copa La bicicleta del panadero (Premio de la
Crítica 2012), obra de quien se ha declarado “poeta de la conciencia”.
Calambur nos presenta un volumen de casi 500 páginas y 298
textos que, se nos promete, conforman “un libro que será capital de la poesía
contemporánea y, más allá, en el futuro de nuestro idioma”. Y aunque 298 poemas
son y serán siempre muchos poemas, el ambicioso proyecto de Mestre cumple y
supera por igual dificultad y expectativas: la dificultad de ofrecer tanto a un
público que en general no pide mucho, ni tanto ni tan bueno, y las expectativas
que suscita la aparición del libro monumental de un poeta monumental (Premio
Nacional de Poesía 2009, Premio de la Crítica 2012, Premio Adonais 1982, etc.).
Con esta doble superación Mestre logra el merecido honor de estar a la altura
de sí mismo e incluso de hacer de la madurez una nueva plenitud.
Desde el comienzo del libro, el autor declara a sus lectores
la convicción firme de que la poesía no puede plegarse a la univocidad ni a la
monodia yoísta si quiere hacerse cargo de la justicia para quienes no pudieron
usar la voz. Así, el flujo de conciencia que preside en el “Poema uno”, diálogo
a dos voces sin ninguna clase de puntuación, nos invita a la costumbre de las
máscaras y el desdoblamiento del yo, y a la fusión psíquica de esos personajes
en un único caudal poético que no se somete ni a veleidades formales ni a las
fronteras de una división en partes.
El poemario aparece presidido por una prosa poética y lo que
Isabel Paraíso llamará “versículo whitmaniano”, pero que en nuestro dominio
literario tanto más mereciera el marbete de versículo
castellano, tanto por la procedencia de sus mejores cultores como pro la
bronca horizontalidad con que goza de tenderse en el papel como la longitud de
una meseta. Tanto el tono como el color –y esto no es baladí es un poeta-pintor
como Mestre- se acomodan a las exigencias sobrias del versículo, alcanzando una
sonoridad uniforme y parca, sin lirismos ni músicas rechinantes pero con una
notable arquitectura rítmica y fónica (v.gy.
“rosas gemelas labios azules cabellos rojos”, ritornello de “Pájaros sagrados”). No obstante, encontramos algunos
poemas de arte menor, e incluso la presencia de dos caligramas, “Sol” y el
hermoso “Espantapájaros” que, como el “Poema doce”, homenajea a Oliverio
Girondo.
Un homenaje que se entiende al comprobar que la metáfora y
el irracionalismo sintáctico del neovanguardismo mestriano hacen aparición en La bicicleta del panadero para explorar
la “Tierra de los significados”. Metáforas y sentencias aforísticas (“todas las
mentiras son inéditas”) forman un contrapunto con las irregularidades
sintácticas y ortográficas, que favorecen la fusión de identidades y de tiempos
para alumbrar al Hombre contemplado en soledad desde el Instante: “Cuando lo
tontos que éramos y aun mucho más la próxima vez fuimos felices”.
Todo el poemario es, en el plano intertextual, un dechado de
referencias que multiplican la dimensión semántica del conjunto. Se trata de un
abanico de referencias tan amplio que oscila desde la literatura a la
filosofía, la ciencia, historia, arte, etc.
Dos son los polos temáticos que tensan la cítara de este
Mestre denso y tocado por la gracia de la justeza verbal: la pérdida del padre
y la voz de los de abajo, dos arquetipos míticos universales que en el poemario
se escenifican como indiscernibles: el padre es parte de esos de abajo (el panadero) y al mismo tiempo
el que da voz y vida (el pan) a los de abajo. La elegía )”Padre”, “La casa de
la harina”, por ejemplo) abre la puerta a otros personajes del pasado y el presente
que en algún lugar del tiempo recibieron la esperanza del pan, que llega en
bicicleta como aquella mítica aurora lorquiana que nadie recibía en la boca. El
pan, tanto en su dimensión eucarística como de alimento básico, es una promesa
de salvación y de vida en un sentido de autenticidad existencial, buscada
incansablemente en el lenguaje de la poesía, no sin cierta infructuosidad. La
cuestión es que esa vitalidad se abre en una variedad de asuntos que no
descarta la ironía y el humor, como demuestra la parodia de las coplas
manriqueñas –nótese, nuestra mayor elegía al padre- que se hace en “Motel del
mar”. La unidad no discrepante de ambos focos temáticos quizás se deba, como
nos dice Mestre, a que “la muerte nos hace humildes y eso nos despista”.
Mestre comprende a la perfección que el único modo de que la
poesía mantenga hoy en día su función sacralizante –fundación de “actos de
conciencia”, dirá él- es la desmitificación sistemática, como demuestra “Jaula
de la epopeya”, largo poema cosmogónico sobre ese tiempo cuando el machadiano
Dios “puso todo en manos de los electricistas y se quedó dormido”. Como
decimos, ironía y desmitificación forman un tándem consecuente y homogéneo con
la elegía, el dolor por lo perdido y la labor del poeta-pueblo que lleva la
voz, el pan, al hombre, como Prometeo el fuego.
La diferencia entre “conciencia”
y “experiencia” es similar a la que se da entre la carne y el cuerpo. Mientras
que el cuerpo y la experiencia se limitan a vivir, la carne y la conciencia se saben vividos, y en esa distancia se
articula la potencia trascendental del hombre y del poema, que sin dejar de ser
solo cuerpo, solo experiencia, saben
ser algo más, holístico, puro,
inexpresable y cierto. No hay un verso que no tenga los pies en el suelo y, sin
embargo, ni un solo poema nos lleva a confundir la sencillez con el simplismo,
lo prosaico con lo trivial, ni lo vulgar con lo humano. Una poesía, que siempre despega, “la poesía de dinamita
bajo la suela de los zapatos”; la que sabe excitar la imaginación, la risa, la
memoria y el deseo. Se trata de la esencialidad de una nueva noción de lo
sagrado ensayada por los grandes (Colinas, Gamoneda) en quienes debería
descansar el testamento poético de las últimas décadas y de quienes tanto
podría aprender algún que otro Pope de nuestra amarga república de los poetas.
En resumen, un libro de factura impecable y verídica
hondura. En él, la búsqueda de la verdad mediante el asedio inexpresivo –mostrada
en el uso constante de la nerudiana adjetivación en neutro- convive con la
frustración del “fatídico oficio de la literatura profética”. La bicicleta del panadero no deja por
ello de concebir la casa de la harina como la casa del lenguaje, dudosa pero
anhelada puerta al mundo que llega en el endeble vehículo de la infancia y los
sueños (la bicicleta): “todo lo definitivo queda definitivamente sin resolverse”.
Mestre corona, por tanto, la desilusionante necesidad de algo mayor que las
palabras capaz de pronunciar, decir o solventar la vida sin ponerle trabas y abriéndola
con resolución al pasado y al futuro como única legitimidad del presente, el
presente polifónico del ser en el poema. “La palabra inefable –dice Mestre en “La
esquela”- del latín ineffabilis,
indecible, debería ausentarse del diccionario mientras no cumpla con el deber
de contar esta historia”. Tal es la paradoja arrinconada de un mundo donde las
palabras llenan los libros con la misma nihilidad de colmar de salvavidas un
cementerio. Palabras hay, y muchas, llenando este libro de almas, vidas y de
una lánguida promesa de llenar de libros esas palabras hasta el quicio,
inundándolo todo de maneras de inventar un nuevo idioma para el silencio: “Y lo
dicho vuela, y lo no dicho, dicho queda”.
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