Por Pedro A. González Moreno
Cuadernos del matemático, nº 51-52
Tras la publicación de Insurgencias (2010 ), que recogía en dos volúmenes su obra
completa editada hasta entonces, Antonio Hernández ofrece en su último poemario,
Nueva York despuésde muerto (Calambur, 2013) una
muestra que viene a poner de manifiesto que su obra, siempre versátil y
fecunda, continúa aún viva y que su voz continúa enfrentándose a nuevos y
constantes desafíos.
Una obra, este Nueva York después de muerto, que por sus planteamientos estéticos e
ideológicos, se configura como un convulso retablo de la sociedad y la cultura contemporáneas,
y que estructuralmente aparece dividida en tres partes o tres libros de
desigual extensión pero de intensidad similar. Salvo un soneto y algunos
romances que, en la tercera parte, evocan el neopopularismo lorquiano, el resto
de la obra está escrita en un versículo fluido que basa su cohesión en las
recurrencias léxicas y en la continua reiteración de motivos. Aunque la materia
lírica aparece segmentada en fragmentos según lo requieren los cambios
temáticos, el conjunto avanza dinámicamente como un continuum, a la manera de un poema río, cuya apariencia
caótica no es sino un reflejo del caos de la vida.
Más que en poemas, por tanto, el contenido se
distribuye en una sucesión de secuencias que se superponen y entrelazan atendiendo a una
mecánica de montaje cinematográfico. El propio poeta alude a esta singular
técnica compositiva, que se vale también del surrealismo en su modo de asociar
libremente, en un conjunto coherente, las imágenes dispersas: “ya he dicho muchas veces que un poema/
se monta por secuencias/ y que es un error de advenedizo/ obviar el cine y el
surrealismo, fuente/ de los chispazos misteriosos del alma”.
Las tres tablas de este tríptico desgarrado
constituyen un artesonado de voces y lugares, de tiempos y motivos diversos
pero complementarios, que se reúnen con una intencionalidad estética y se
unifican en la voz integradora del poeta. Voz que, a través de un lenguaje
crudo y directo, en la línea de su anterior poemario, A palo seco, ha encontrado en la sinceridad sin afeites su
forma de expresión más contundente y genuina, una forma de expresión sin velos
y sin máscaras, que es la de quien, según confesión propia, es “consciente de que la poesía es la
máscara/ que nos descubre”.
Libro de voces entre las que sobresalen, como
savia nutricia y como un verdadero armazón estructural, las de García Lorca y
Luis Rosales. Dos víctimas, cada uno a su manera, de la ruindad y del rencor.
Uno, mitificado por las infames circunstancias de su muerte; el otro,
perseguido en vida por la no menos infame sombra de la sospecha, porque “era de esas personas/ a las que no se
les perdona nada,/ aún menos el silencio”. A través de títulos, glosas, paráfrasis, citas o apuntes
biográficos, la presencia de ambos poetas se convierte en uno de los motivos
vertebradores del poemario. Pero no sólo esas dos voces o esos dos nombres
emblemáticos repiquetean a lo largo de las páginas de este libro: basta echar
un vistazo a los primeros fragmentos del Libro I, al primero del Libro II, o a
los romances lorquianos del Libro III, para comprobar de un modo certero y
explícito hasta qué punto el tejido intertextual forma parte de la sustancia
misma de este libro. Todas esas voces, citas y semblanzas de otros escritores,
entre los que también se encuentran inevitablemente
algunos norteamericanos (“el gran Edgar Poe, el “hermoso Walt ”Withman, Mark Twain, Henry James o Truman Capote) constituyen
una especie de conjunto coral sobre el que se eleva siempre, nítida y
dominadora, la voz del poeta.
Simultáneamente, la Granada natal de Lorca,
en lo que tiene de belén o de cuna al mismo tiempo que de
tumba, actúa a modo de ritornello simbólico y afectivo, sobre el que la ciudad
de Nueva York se alza como un inquietante contrapunto. Tanto el gran libro
sobre Nueva York que Rosales proyectó escribir, como el que Lorca dejó escrito,
vienen a confluir en este otro libro de Antonio Hernández, cerrándose así un
raro y triangular juego de espejos donde el pasado y el presente o, dicho de
otro modo, la realidad, la historia y la literatura, se funden.
Nueva York, mucho más que una ciudad, es un gran
tótem, un icono del capitalismo imperialista y un
indiscutible paradigma del modus vivendi de Occidente; de ahí, quizás, que muchos
poetas hayan vuelto sus ojos hacia él, llevados por una fascinación no exenta de
desprecio. La mirada de Antonio Hernández está impregnada más de lo segundo que
de lo primero, y se encuentra traspasada por los acentos críticos que ya caracterizaban
una buena parte de su obra lírica anterior. Sus descripciones de Manhattan, de
Harlem, de la Quinta Avenida, del Hudson, o de ese multirracial retablo de la
miseria que es Central Park, son algo más que un homenaje al surrealismo
lorquiano; son también un retrato social y moral de un país que aparece como patria
del individualismo, del empirismo y la estadística. Un país sin memoria en la
que asentar su identidad o sus raíces, donde “la eficacia es el éxito, no hay otra religión” y donde “la corrupción del gusto/ forma parte de la industria del dólar /
y hace juego con ella”. Un
país, además, con una mesiánica y peligrosa “tendencia a la guerra fuera de su Nación/ salvadora del mundo...”
Pero el poeta de Arcos no pretende quedarse
ahí, en ese siniestro retrato de la patria del capitalismo más
depredador, sino que va mucho más allá en su
intento de recomponer las piezas de ese delirante puzzle que es el de la
historia y la cultura contemporáneas. Por ello, en un continuo vaivén de
tiempos y de voces, de nombres y lugares, proyecta también el foco de su visión
demoledora sobre algunos otros desvaríos que sacudieron los cimientos de todo
Occidente, para oprobio de la vieja y refinada Europa, “su vieja madre corrompida,/ su puta
madre indolente,/ la filósofa estéril del pasado...”.
Una bomba sobre Hiroshima, un fusilamiento en
Granada o un montón de cadáveres arrumbados sobre un campo de exterminio nazi, “en la escala universal de los horrores”,
son hechos equiparables
que tienen su origen en la incurable vesania de los hombres. Imágenes
diferentes y superpuestas de una idéntica realidad de pesadilla. Por eso el
poeta levanta también su voz contra los anglosajones, a los que define como “negreros y tragaldabas”, o contra el nazismo:
“todos los alemanes que apoyaron a Hitler
estaban locos. No eran diez ni doce sino
muchos millones, más que suficientes
para elevarlo al Poder. Y tan grande
locura colectiva
no fue tachada como disparate
porque el capitalismo redime a quien lo engorda”.
Clama también contra las miserias de una
España de posguerra, “aquella España en
pie /de hambre y de hombres rebuscando/ entre los desperdicios”, aquella España de checas y de iglesias
quemadas y de pelotones de fusilamiento donde tantos (como el propio Lorca)
fueron ejecutados mientras que otros (como Rosales) fueron condenados a vivir
bajo la infamia de la sospecha.
“Algo que en Nueva York es coetáneo”, en palabras de Antonio Hernández. Es decir,
una realidad de nuestro pasado reciente, marcada por la crueldad y la
violencia, que hoy en día, de otra manera y bajo la apariencia de otros
disfraces, se repite, se revitaliza y perpetúa al otro lado, a orillas del río
Hudson y bajo la antorcha acusadora de la estatua de la Libertad.
Nueva York después de muerto, un convulso retablo de voces que reflejan
el desvarío y la confusión babélica del mundo. Un tríptico de la vesania y el
horror, que tendría mucho más acentuados sus tintes dramáticos si no fuera
porque el poeta ha decidido salpimentar sus versículos con una razonable dosis
de ironía y humor, ya que, como él mismo afirma, “el humor es una trinchera contra el
miedo”. Turbia imagen de un
mundo extraviado, contra el que algunos poetas se atrevieron (y siguen
atreviéndose aún) a alzar el látigo de su voz liberadora.
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