Por Francisco Morales Lomas
Blog Literatura española actual, 9/12/2013
La querencia de Antonio Hernández hacia la poesía de Luis
Rosales viene de muy antiguo. Los unió una buena amistad y Antonio se consideró
heredero del sentimiento y la técnica literaria del granadino. Pero en este
nuevo poemario Antonio Hernández ha querido unir a esa querencia la de otro
granadino universal, Federico García Lorca, y la no menos cosmopolita Nueva
York.
Un triángulo mágico que determina la esencia de un poemario que formalmente
aspira al mestizaje de géneros tanto como a la taracea de individuos, símbolos
y valores que convergen en un Aleph para crear un poemario nuevo, insólito y
rupturista. Se ha producido en él una convergencia, una interacción sincrónica
entre forma y contenido desde un consciente claramente predeterminado que
muestra un impulso poético generoso en la creación, con continuas referencias
intertextuales que posibilitan los reajustes conceptuales, las gradaciones y
los inestimables recursos expresivos de toda laya. Antonio Hernández aspira a
esa unidad consciente desde la multiplicidad de sensaciones, espacios,
técnicas, mixturas textuales y aciertos expresivos en una obra que se hace
extensa, sinuosa y enérgica en su macroestructura y en su intenso ritmo.
Hay un acierto evidente en sus selecciones léxicas, en la fusión de simbologías
diversas y en la yuxtaposición de mundos que se van cruzando al crear una malla
semántica de afirmaciones, elisiones y sustituciones en aras de conducir el
poemario por la vertiente totalizadora, poesía total que como en su momento Dos
Passos en narrativa, aspira a la complementariedad como elementos que
configuran el todo en la información reveladora, las acotaciones, los diálogos
o los montajes.
En la Justificación inicial explicita el origen de este título: “Luis Rosales,
mi maestro (…) quería terminar su obra con una trilogía titulada Nueva York
después de muerto”. No lo pudo hacer y este es el mejor homenaje que en su
centenario durante 2010 (y desde la desembocadura del Río San Pedro, en Puerto
Real, Cádiz) Antonio Hernández quiso dedicar al maestro granadino, donde
temáticas como Nueva York, el exilio, la mecanización, el automatismo, la
desigualdad de razas… están presentes, como lo estuvieron en Poeta en Nueva
York, del genial escritor de Fuente Vaqueros.
Los tres libros del conjunto no son sino la macroestructura textual que
organiza este mundo desorganizado en el que se mueven las vías comunicativas
formales y semánticas en un intento de dotarlo, desde ese triángulo mágico, de
una perfecta armonía. Hay una forma interior que va a ir progresivamente
elevándose desde esa pluralidad exterior, desde ese depósito de substancias
temáticas e intelectuales resultantes y desde esa estructura tripartita en
libros que se le presenta al lector.
El Libro Primero, que ocupa casi la mitad de la obra en su totalidad, lleva
tres citas: una de Edith Wharton que alude a la mediocridad de los
norteamericanos; otra de Enric González en la que define la idiosincrasia de
Nueva York como ciudad que nació del comercio, apenas rozó la esclavitud y
nunca brilló por su respeto a la autoridad; y, finalmente, unos versos de José
Hierro sobre el desangramiento del poeta en su escritura. En definitiva, la
esencia y la forma de descubrir esa esencia desde el artificio del poeta y su
sangre en ebullición.
Esta primera imagen nos advierte de su voluntad de incidir en la ciudad de los
rascacielos como Aleph del espíritu norteamericano y para ello opta por la
retórica del discurso narrativo desde el inicial contacto con Luis Rosales, en
los primeros versos, y Federico García Lorca hasta sus críticas aseveraciones
sobre la realidad norteamericana actual y el Tea Party. Tras exculpar a Rosales
de todos los ataques a que fue sometido por su intento de mancillarlo y
acusarlo como corresponsable en la muerte de Lorca, crea el contexto de esa
España, “Un país lleno de ratas y telarañas”, pero también de resentimiento y
de odio. Antonio Hernández emplea el lenguaje en esos momentos con la aspereza
del estilete y la templanza de los afectos hacia las personas amadas. Pero
siempre surge con fervor la traslación de la palabra, su valor como apotegma y
como reverente presencia y el homenaje a la casa encendida y la memoria de
odios y cárceles.
Hay un discurso ensayístico con valor de proyección lírica tensa, cerrada y
fuerte en donde la abstracción del léxico (cuadrícula, reglamentación,
simbiosis) conviven con ese enmarque de la ciudad de Nueva York en los destinos
de ambos poetas: Luis Rosales y Lorca. En este primer desafío hay una voluntad
de amparo y salvaguarda clara del maestro. Para después, recurrir
simbólicamente a esta Nueva York, este símbolo de la modernidad, con los
emblemas y mestizajes de la palabra de Dos Passos y su Manhattan Transfer, al
decir que fue este quien hizo protagonista también a la ciudad. Antonio
Hernández acuerda ese despliegue de medios formales para conformar una imagen
en la mente del lector que sintetice las contradicciones, las paradojas, el
gran oxímoron de la ciudad de ciudades, de la Babilonia de la era
poscontemporánea.
Busca la fortaleza de la representación semántica y crear una especie de
cosmogonía mítica de la gran ciudad a través de una progresión selectiva de
elementos. Pero antes de llegar a ello Lorca vibra en el poema como estandarte
de una época de terror el nazismo, el miedo al anarquismo… y el americano que
ama el dinero tanto como a su bandera. En esta simbiosis de símbolos
diletantes, Antonio Hernández se revuelve crítico y adusto pero conmovedor y
tierno en una singladura de distancias y contradicciones que convergen en la
gran ciudad, que mixtura a la vez con sus experiencias personales (como aquella
novia americana que tuvo) para después advertirnos de la génesis genealógica de
razas y pueblos que convergieron en la gran ciudad: judíos, italianos, chinos…
para componer esa detención a caballo entre el ensayo y la lírica de corte
neoclásico en su afán patriótico y desmitificador de una realidad que nos
presenta bajo múltiples aristas. En ese deambular del monólogo interior, que
toma como estructura, surge la alegorización de su asesinato y la
intertextualidad definitoria sobre la idiosincrasia española vía Antonio
Machado (“Mala gente que camina”) y ese fascismo asesino, ese otro yo de la
sociedad española.
En el errar por la ciudad de los rascacielos, los negros ocupan un espacio
querido, a través de esa figura, de ese mito efusivo y delirante, que sirve de
reclamo axiomático: Baltasar: “Baltasar, el músico, el poeta, el que no lleva
oro,/ ni incienso, ese alimento de la soberbia,/ sino mirra aromática”. Es un
deambular por la metafísica de los impulsos del espíritu, con la música
ocupando un espacio solemne pero también la fina ironía y el sarcasmo agraz
contra los sajones en la figura de Pound, ese fascista, nazi “carteleado por
sus obsesiones/ de zarandeador dispuesto a devorar”.
Existe en sus impulsos de realismo deformador un íntimo deseo de construir la
mecánica de las imágenes y realizar un cálculo casi naturalista de las
insuficiencias, tanto como un ensalzamiento de los grandes escritores de la
generación perdida. Pero su actitud crítica lo redime. Los escritores que
forman el síndrome de su persistencia surgen con fortaleza por boca de Huxley o
Poe, a los que con el bisturí de un Quevedo sondea y descuartiza con un lirismo
a ratos deformador y a ratos sentimental. Y mientras los poetas son la cuna del
verso, el pretexto es América y su definición de territorio en formación, “es
un país sietemesinamente/ inmenso y autorrecetado/ (…) una ira de Biblia contra
Europa,/ su vieja madre corrompida,/ su puta madre indolente,/ la filosofía
estéril del pasado/ contemplando las nubes, perezosa./ Las maravillosas nubes
que pasan”.
El objeto poético es América, su forma de pensamiento, sus
grandes escritores y su voluntad de ser un país que crece y se multiplica como
una especie de conmovedora alegoría deshumanizadora. La poesía de Antonio
Hernández transfigura la normalidad activa de las cosas, crea la densidad
poética del mito. Y en ese deambular por los grandes escritores tiene un lugar
especial para Walt Whitman y sus Hojas de hierba. Whitman y su don de la
transparencia, ese visionario extravagante y tosco, vocinglero que cultiva la
espiritualidad de Asia en la América arrogante. La metáfora se apodera entonces
del verso como una especie de arúspice que advierte del personaje y su rico
mundo.
Hernández hace un recorrido de estancias y paseos, describe un mundo físico y
mental, un espacio que sueña pero también un ámbito demoledor. A través de él pueden
aparecer todos los emblemas de ese mundo como Central Park o los irlandeses y
la presencia de Garrido Moraga mientras se habla de Eliot en la Hispanic
Society. En esa suculenta peregrinación el universo se amplía y se metaforiza,
se construye un mito cósmico, un mito universal en el que el poeta, en su
apasionada ebriedad, se embriaga de ese mundo y nos ofrece la imagen de un
sentimiento: “La vida es un sueño del que no podemos despertar”.
Y finalmente, en este recorrido casi canónico, casi laico de la ciudad de Nueva
York, no pueden faltar los desarrapados de la manzana podrida, y tampoco esa
ideología que los conduce hacia las tinieblas del Tea Party. Es curioso que
Nueva York, en última instancia, confíe toda su esperanza al destino.
Antonio Hernández ha querido en este primer libro desenmascarar un espacio y
unos personajes hundiendo certeramente el bisturí en los símbolos, como si se
tratara de una historia que contar o recontar o difundir con toda la fuerza de
la que la hace posible la literatura. Invariablemente oportuna y profundamente
narrativa y enmarcada en su evolución de fascinante objeto poético, desde ese
conglomerado personal y totalizador.
Entrega del Premio de las Letras Andaluzas Elio Antonio de Nebrija a Antonio Hernández en 2013 |
“Por eso ahora vamos a hablar/ como siempre de poesía/ —la poesía es la
máscara/ que nos descubre—, vamos/ a hablar de nuestra catarata/ siempre
cayendo, de esa tempestad del poeta”, dirá Antonio Hernández mientras trata de
recordarse en aquellos momentos y a ese poeta joven con su corazón de campana.
La metapoesía se convierte en el objeto de reflexión que reconozca la
discursividad de las vivencias y el reclamo de la definición del poeta, de su acento,
de su vivir dos veces. Y en este ámbito encuentra el camino para hablarnos de
que la forma y la materia, el espíritu, deben estar al unísono en una armonía
que produce la cadencia, pero también la emoción y cuanto el espíritu acomete:
“Y, apréndetelo bien,/ que no se escribe, se ama/ con gozo y sufrimiento. Y ese
es el corazón”. A veces se ha tenido la vocación de cerrarlo, de pensar que
bastaban las palabras, pero realmente lo que basta es la vida y esa identidad
esencial del discurso poético. Y en ese convencimiento, la figura de Federico
surge relevante y reveladora en su alegría proclamada o en ese amor a la vida
que era como la iconoclasia del ser en sí. Como un emblema que se define
y se acaricia: “Federico era un tropel/ y era agua bendita, la que cae de los
ojos/ porque está bendecido el sufrimiento”.
A través de fulgores, los chispazos del alma, construye los
poemas, nacen del protagonismo que tiene la palabra y el hombre, de la
intuición y de la memoria del subconsciente y el ensueño, un misterio, una
ilusión… que crean la dimensión de la inmediatez y la luminosidad. Porque eso
es al fin y al cabo el poema: una lumbre en mitad del bosque y la hojarasca de
la vida. Los recursos al humor, entiende el poeta gaditano, pueden ser un
instrumento, pero también una trinchera o una daga.
Progresivamente se va apoderando de su poesía la voz de Luis Rosales, en cuya
palabra se desdobla el poeta de Arcos para desde su sentimiento ausente
proyectar parte de su mundo, elevando la experiencia humana sensible,
acomodándose a su sensibilidad, convirtiéndose en el personaje Luis Rosales. Un
poeta que habla desde la vida, desde la vejez y desde la muerte, “la
congelación del sufrimiento”.
En ese ejercicio de desdoblamiento aparece un Rosales reflexivo que nos conduce
por la experiencia vivida y su reflejo en la felicidad o su ausencia, en la
fascinación del demonio o en las resultas de ese corazón que todo lo llena.
Habla Rosales desde ese viaje de sombras y su visión de la muerte como si se
mirara en un espejo. Hay en sus palabras un deje de tristeza, de recurrencia a
la melancolía en esa búsqueda de sí y de lo que representan en su vida las
grandes ideas, en esa hora poética de los símbolos y las evocaciones: “Mis
amigos saben/ que siempre investigué/ en el color de los sueños”, dirá con la
fortaleza que dan los años y la vida vivida, pero también de la decadencia del
vivir, de eso que llaman vejez (“En la vejez llaman arrugas/ a las heridas”) y
ese destierro sublime que nace de la desolación y el agotamiento de vida. Y en
ese recorrido reconoce que un día Antonio Hernández le confesó que no
aguantara el dolor, “que el dolor/ que se aguanta apretando los dientes/ se
instala en el cerebro”.
Luis Rosales habla de Antonio Hernández del que dice que le trae los libros de
consulta, llama a un taxi o le cobra la propina en premios. Un Luis Rosales que
se deja llevar por los consejos del joven poeta que lo acompaña por los centros
educativos y las universidades y es leal sin excepción. Es una confesión en
toda regla, sincera y sentida. Después habla de su mujer, María, María Fouz:
“María era la juventud y tenía el nombre/ de la naturaleza que hace la vida/
íntima y luego rompe el molde”. Palabras generosas y definitorias que sirven de
intermedio para esa continuidad de los actos de Antonio, que le lleva la silla
de ruedas y lo acompaña y al que le cuenta historias de Granada, como aquel día
con José López Rubio, que da pie para cerrar este libro con la memoria de
Federico: “¿Y no has visto, maestro, a Federico,/ no estará entre las nubes su
tumba?”.
En este segundo libro se nos conduce desde la metapoesía hacia la vivencia de
Rosales y el recuerdo entrañable y siempre afable de Lorca desde el dolor. Hay
un misterio que se evoca con la fortaleza de ese desdoblamiento pero con la
melancolía de lo pasado, de esa memoria que deviene unas veces muerte, añoranza
o entrañable recordatorio.
Antonio Hernández y F. Morales Lomas en Arcos de la Frontera (Cádiz) |
La sonoridad de los primeros poemas nos reencuentran con aquella musicalidad
asonantada del escritor de Fuente Vaqueros y los símbolos de su Darro, Genil y
Guadalquivir, los llantos de la guitarra y también los pobres y los males que
los acosan. Es un claro homenaje en el soneto “No sé si fue morir más
espantoso” con el que auspicia las grandes ideas que sobrevolaron su vida. La
guerra, el tormento, el sufrimiento, el amor. Imágenes que adquieren una
inmensa notabilidad estética como cuando se define a sí mismo en esa especie de
desdoblamiento poético en Lorca. Los símbolos lorquianos aparecen con su
fortaleza antigua, como la herida negra o el rey Baltasar y esa ironía de la
economía como fondo: “Nadie es negro si es de oro,/ si es de oro su cartera”.
Alguna copla nos habla de ese lloro por la muerte del poeta y de su entierro, y
otros, siguiendo el estilo del escritor granadino, recuerdan su lucidez y su
simbología metafórica en torno a los niños gitanos o las navajas y la sangre:
“No se saca una navaja/ si no se lava con sangre/ y con honor no se guarda”. Su
estilo se hace más Lorca en sus ritmos y en su simbología de argumentos
poéticos y metáforas que nos recuerdan al genial escritor.
Pero poco a poco ambos poetas se van acercando, Rosales y Lorca. Y cuando esto
sucede surge el enorme reconcomio de Rosales en torno a su muerte, y ese
sufrimiento heredado del que muchos lo hicieron depositario: “Si me hubiera
expresado con mis mejores armas,/ me hubiera defendido con éxito, sin gloria,/
en lo de Federico, y no hubiera tenido que sufrir/ tanta calumnia, tanta
grosería/ seudointelectual”.
Habla un poeta dolorido, acosado por la época y por ese mundo cainita. Pero
también un poeta adulado en esa especie de sístole y diástole que es la
existencia con sus desdichas y su materia sagrada. Aunque su dolor estará
siempre presente como una ofensa que viene una y otra vez a través de sus
palabras maltratadas: “Me han insultado en todos los idiomas”. O en la
acusación de una señora en Buenos Aires de haber matado a Miguel Hernández y en
Caracas de haber compuesto el Cara al Sol y Montañas Nevadas. Es un
padecimiento que está ahí presente en la voz de Luis Rosales. Una confesión que
a veces necesita, para no sucumbir, del sarcasmo y la ironía, como cuando dice
que “yo siempre fui católico aunque degenerando”. Un poema en donde surgen con
fortaleza las desmitificaciones de época con su proliferación de psicópatas y
de desdichas, pero siempre con la idea de la ética como frontispicio: “Vale más
una nota de honra en la fama/ que atasco en la cartera”. Achacable todo ese
mundo a las envidias que todo lo adornan con sus iniquidades. Ironías que
van cerrando en el poema donde surge de nuevo aquel Nueva York del principio
con intención de aclimatarlo al cierre cíclico: “¡Nueva York, esa libertad/
donde se tambalea el Universo!
El último poema, con la cita de Luis Rosales de que “Cuando todo termine
quedará lo más nuestro”, retoma el discurso épico-lírico para contarnos los
últimos momentos del poeta granadino y su llegada al hospital Puerta de Hierro,
jadeando y con los ojos cerrados. Los familiares cercanos y “Juan Antonio
Ceballos le cogía/ la mano con ternura de amigo/ que alentara a un padre”. Y
esos versos transfiguradores y epistémicos ante la muerte del poeta amado: “Y
al volver a cerrarlo presentimos,/ unificados por la voz del alma,/ que algo
acababa de estrenarse/ arriba, en las estrellas”.
La poesía de Nueva York después de muerto de Antonio Hernández es uno de los
poemarios más heterodoxos e iconoclastas que se han escrito en los últimos
tiempos en la poesía española. Crea un mundo totalizador desde la síntesis de
tres perspectivas que confluyen en un emblema con carácter de axioma. Un
universo mítico que nace en la ciudad de Nueva York con su conformación de
espacio épico-lírico para progresivamente ir conformando un lirismo sentido y
un impulso antropológico en el que el hombre triunfa sobre el emblema
haciéndose más humano. Desde la ciudad se confluye en el hombre y en su
memoria, construida de afectos. Un enorme poemario que acredita una vez más la
altura intelectual y humana de este gran escritor español.
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