martes, 17 de septiembre de 2013

Reseña: Nueva York después de muerto, de Antonio Hernández, en República de las Letras

Un libro inusual
Javier Reverte
República de las Letras, nº 130, junio 2013

¿Qué es un gran libro de poemas? Para mí, no es solo aquel que te convence por su dominio técnico, por la altura de su temática y por la transmisión de una hondura moral. Todo eso, desde luego, forma parte de un gran poemario. Pero hay algún elemento más en mi opinión de lector ávido de poesía: la emoción, la sorpresa, la audacia y el misterio. La emoción que produce el clamor de la palabra, la sorpresa ante el encuentro de volcán poético estallado de golpe, la audacia en la aventura emprendida por el veterano poeta tirándose de cabeza al verso, sin miedo, como un torero viejo ante un Miura... Pero, sobre todo, el misterio en la conciencia que te comunica el libro de que hay debajo un espíritu que te asombra y que no aciertas a comprender bien, que no sabes explicarte y que quizás sea el más íntimo sentido de la palabra poesía.

Pues bien: eso hay en este soberbio poemario de Antonio Hernández, el mejor en mi opinión de su larga y feraz trayectoria de poeta, por delante incluso de su magnífico A palo seco. Emoción, sorpresa, audacia y misterio conforman este Nueva York después de muerto, un libro nacido de una broma. Antonio ya lo ha explicado y la broma se ha hecho verso, para bien de la poesía.

Nueva York después de muerto consta de tres libros. Y está escrito con una intención de que resuenen las tres voces de los tres protagonistas del libro: Luis Rosales, Federico García Lorca y el propio Antonio Hernández. ¿Tomar la voz de dos poetas como Luis Rosales y Federico García Lorca? Audacia suprema ante tamaño Miura. Peor no hay impostura, sino transmutación poética, que es cosa muy distinta. Y sobre todo el fondo de la ciudad más hermosa de la Tierra: Nueva York.

En el primer libro, la voz de Antonio establece las normas de juego con su propia voz poética. Naturalmente, prima en esta parte su declarado amor y su admiración a los maestros Luis Rosales y Federico García Lorca. Pero hay, sobre todo, una voluntad de exculpación de la figura de Luis Rosales, que toda la vida cargó con la espina de ser considerado por algunas bocas torcidas como uno de los responsables del asesinato de Federico García Lorca. Ya saben ustedes la historia y no es cosa de repetirla aquí. Dice en un poema Antonio Hernández de los dos maestros: "un granadino que no puede morir, otro / granadino cuya gloria es parte del infierno".

Hay una crítica a España, sobre todo a la envidia: "Ella genera el odio en los cicateros corazones". Y el constante homenaje al maestro Luis Rosales, la víctima de la insidia. "Los grandes poetas escuchan el silencio universal del miedo". O cuando señala que hablaba "con obuses de oro en la lengua".

Y, claro está, Nueva York, la ciudad que "se eleva donde no alcanza pájaro". ¿Y qué es Nueva York para Antonio Hernández? Muchas cosas: la primera de todas, una América distinta al cicatero, materialista y puritano mundo americano que tanto Luis Rosales como Antonio Hernández recuerda aquí aquella ironía del gran Twain, cuando decía que América estaría mejor sin haber sido descubierta. Y tacha al yanqui como "un europeo con costumbres de negro y alma de indio".

Nueva York de nuevo y su universo de etnias: negros, mexicanos, dominicanos, portorriqueños, irlandeses..., una lista casi interminable en la Nueva York "casquivana, epicúrea, madre soltera de USA". Y homenaje a los grandes escritores Dos Passos, Twain, Fitzgerald, Capote, Keruac, Faulkner..., tibios algunos homenajes, como el de Whitman, encendidos otros, sobre todo Poe.

La voz de Luis Rosales entra en escena en el segundo libro. Y aquí entra ese vanguardismo desnudo de Rosales, la cotidianidad de lo humano convertida en verso libre y poderoso. La que Antonio Hernández llama "poesía total que enhebra los géneros todos". Y el amor de amigo de Luis Rosales por Federico García Lorca: "Federico era un tropel y era agua bendita, la que cae de los ojos proque está bendecido el sufrimiento". Versos de Luis Rosales en la lengua de Antonio Hernández. O viceversa.

Recuerdos luego de un nutrido grupo de poetas españoles. Hacia algunos, poca devoción aunque nunca iracundia: Gillén ("cartesiano tembloroso"), De Diego ("el gran poeta adjunto")... Hacia otros, amor desaforado: Juan Ramón, sobre todo, ("su daga precisa caprichosa"), los dos Machado ("como dos orillas del río de la guerra").

Y el recuerdo íntimo de la muerte del maestro Luis Rosales, el ictus que se lo llevó: "Cuando se le agrupó la sangre y bloqueó una esquina del cerebro; cuando perdió su voluntad de río y se nubló la vista...".

Y el verso libre va y se esfuma en el tercer libro. Aquí llega Lorca y Antonio Hernández le rinde su homenaje en un soneto. "No sé si fue morir más espantoso / que vivir sin gritar tu nombre al viento...".

Y Nueva York que asoma de nuevo entre los versos. "¡Nueva York, esa libertad donde se tambalea el universo!...".

Y una soleá singular para Federico García Lorca, como un epitafio, y tan hermoso como simple: "No lloréis más por mi muerte. / Darro y Genil ya se encargan / de llorar eternamente".

Antes ya le había robado dos versos a Federico García Lorca, dedicados a Ignacio Sánchez Mejías, para trasladárselo a él, a Federico: "tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, / un andaluz tan claro, tan rico de aventura".

Y al final, de nuevo Luis Rosales. El lamento por FDR: "siempre una gota sorda caerá sobre mi tumba". Y la exculpación final en ese poema en el lecho de muerte del maestro.

Lo dicho: técnica, poética, altura temática, hondura moral, emoción, sorpresa, audacia y misterio, sobre todo misterio, el gran misterio de la palabra poesía. Y una extraña mezcla, en verso, de narración, ensayo, crítica..., poesía total, como reclamaba Luis Rosales.

Libro que se coloca a mucha altura en tiempos de desánimos y desaliento cultural como los que vivimos. O dicho mejor: le sitúa a la mayor algura de la poesía de hoy y de siempre. Quien lo dude, que abra este poemario y lea.

Tu maestro Luis Rosales se hubiera sentido orgulloso. Has cumplido tu palabra, Antonio Hernández. Olé, torero.


No habían llegado todavía
ni Alfonso Moreno, ni Jaime
Delgado, ni Macuca, ni Acquaroni...
Juan Antonio Ceballos le cogía
la mano con ternura de amigo
que adoptara a un padre. Tenía,
como he dicho, los ojos ya vecinos
de la muerte aunque debió de oírle:
"Mira, mira, quién ha venido a verte,
tu niño querido...". Y añadió,
bisbiseando, con cautela:
"Por más que tú has tenido 
otros niños queridos... Y niñas".
Abrió un ojo sonriente, como
quien no quiere tratos con el luto.
Y al volver a cerrarlo presentimos,
unificados por la voz del alma,
que algo acababa de estrenarse
arriba, en las estrellas.



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