José Antonio Santano
Para esta ocasión viene como anillo al dedo aquella afirmación de Heidegger:
«Todo gran poeta poetiza
sólo desde un único Poema. La grandeza se mide por la amplitud con que se
afianza a este único poema y por hasta qué punto es capaz de mantener puro en
él su decir poético». En ese continuo reescribir lo no dicho podría
circunscribirse la gran poesía, la poesía de altura, la que ahonda en el
abismo, la que busca lo desconocido, el misterio, la palabra trascendida, la
que deviene del silencio. Ya lo dijo nuestra más preclara María Zambrano: «Sin
temblor no existe buen poeta». Todas estas circunstancias y otras más que
podríamos añadir convergen en la poética del gaditano Antonio Hernández (Arcos
de la Frontera, 1943), último premio Nacional de Poesía, y del que nos llega
ahora el poemario “Viento variable”, publicado por la editorial Calambur, que celebra
el vigesimoquinto aniversario de su fundación. Advierte el poeta, incidiendo así en la teoría
de Heidegger, que los poemas contenidos
en el libro quieren ser “uno solo cohesionado”, que fueron escritos entre los
años 2010 y 2015, y que forman parte de la “poesía total” que viene realizando
desde su primer libro. No cabe duda que en “Viento variable”, una vez más, se
reconoce el magisterio poético de Hernández, representativo a todas luces de la
mejor poesía de su generación. Paisaje y paisanaje se dan cita aquí: el sonoro
silencio de su tierra natal y el
estallido de soledades que habitan los jardines madrileños del Buen Retiro. Pero
sobre todo, hallamos en este poemario la vuelta a ese paraíso de la infancia,
de los recuerdos y la memoria, de la familia, de los amigos, también del amor,
del tiempo, de la vida y de la muerte, que actúa como un revulsivo estético y
ético, de claro signo romántico, y por ende revolucionario si se quiere, que nos devuelve la
esperanza y la fe en el hombre. En este poemario confluyen las sombras y las luces, las alegrías y las tristezas, el
dolor y el gozo, la ternura y la belleza, la queja, la solidaridad, la
renuncia, todo bajo el prisma y la mirada siempre atenta del hombre y el poeta,
y viceversa, en perfecta comunión. Como dijo muy acertadamente el poeta húngaro
Sàndor Weöres: «la misión del poeta es
hablar del hombre en su totalidad, es decir, en su condición de ser humano».
Esto es lo que ocurre cuando nos adentramos en el mundo poético de Antonio
Hernández. Un mínimo detalle, un objeto, un recuerdo, la casa, una calle, un
parque, unos ojos, un sueño es motivo suficiente para crear un mundo propio, un
universo deslumbrante, para descubrir aquello que se oculta a nuestros ojos. Nos
abruma ese aire de nostalgia que acompaña a cada uno de los poemas contenidos
en “Viento variable”, esa creciente melancolía que envuelve la palabra poética
de Hernández: «Tesis: cielo, paraíso. / Antítesis: infierno, Hades. / Síntesis:
melancolía». El poeta se desnuda ante sí y ante todos, sin que nada le importe
sino la vida, alejada ya de las ambiciones materiales, y así confiesa: «Yo, más
voraz que nadie, / más ambicioso, más / pleno de avaricia, / he logrado, por
fin, / tras tantas y tantas derrotas / insignificantes, el l éxito /
definitivo. / Consiste en poder / jugar con mis nietos, / promover su sorpresa,
/ sin ahorro cantarles: /
Juan Ramón
tiene un burrito / con el que juegan los ángeles / del cielo de Puerto Rico».
La palabra tiembla y se revuelve en su propio abismo para nacer a la luz en el
momento de la madurez plena, de la edad más sabia. Grande es la poesía de
Antonio Hernández, oportuna y honda, reflexiva siempre, sugerente y emotiva.
“Viento variable” es un verdadero poema río, en el cual la experiencia vital
del poeta está más que presente en en cada uno de los poemas que lo integran, y
de entre los que merecen destacarse por su brillantez y fuerza expresiva, así
como por su humanismo, los poemas “Ritual sobre el estanque” («Bajo la estatua
ecuestre de Su Majestad / todas las tardes de la primavera y el verano / suenan
sin pausa los tambores…»), “El corazón de las palabras” («Me hago muchas
preguntas / de rabia y de dolor amordazados… / Pero pronto me olvido / del
corazón de las palabras, quizás hasta que vuelva / a pasar por aquí y ya no
estén / y yo también tenga la culpa / de que drama y comedia, / tragedia y farsa, / sean la misma
historia») , “El maestro”, que recuerda a Luis Rosales, “Ir a Granada”, que
resume en este verso el deseo de reencontrarse con Federico: «Poder besar el
mármol finalmente» o “Según el Sínodo”, un canto al demonio representado en la
Fuente del Ángel Caído de los jardines de El Retiro: «Todo ha pasado ya. Lo ha
dicho / el Sínodo infalible y vuelves / a ser un niño, un ángel repuesto, / sin
mando en las mesnadas celestiales / esta vez, y para siempre, diablillo / de la
gracia en tu papel más humano…». Pura poesía, poesía de altura la de Antonio
Hernández, siempre.
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