Carta blanca
Por Miguel A. Gara
Revista Literaturas.com, octubre 2013
Carta blanca, el último poemario del poeta leonés Rafael Saravia, se divide en 3 zonas muy distintas. La primera: Solo (con esa ambigüedad que le dio a la palabra la RAE desde que recomendó quitar la tilde al adverbio) son poemas de variada factura, algunos de ellos dirigidos a diferentes interlocutores, entre los cuales parece estar el propio autor, diversos en el tono (incluso hay un caligrama) y con aroma a breve dietario. La segunda parte, Hasta que llegue diciembre reúne 12 piezas que interpelan con pulso amoroso, o directamente erótico, a una mujer. Por último, la parte final nominada igual que el libro, Carta blanca, son tres poemas con cierto aire de coda y un corte más social o más crítico donde el poeta no parece tanto epitomar el resto del poemario como ofrecer una perspectiva diferenciada, más enfocada quizás a las razones que a los sentimientos.
El polisémico título, Carta blanca, sugiere de entrada dos significados: por un lado el obvio de salvoconducto, o sea, el permiso de cruzar libremente un espacio o de transgredir impunemente una norma o una regla y por otro el de página todavía no escrita, de posibilidad no materializada. Sin embargo, habría un tercer significado a mi entender más sugerente, y es una carta blanca en el sentido de carta pura. Una misiva (aunque resulte también estimulante la posibilidad de un naipe) que representaría un núcleo impoluto (por no escrito, por no utilizado) de un sentimiento o recuerdo, enviado o recibido o atesorado.
La pureza, siempre tan breve, es la intensidad que se vislumbra o se busca en la sucesión de días (esa espuma de los días que decía Boris Vian), en el tráfago de labores cotidianas, en la geometría del amor o en las razones para una indignación que como sugiere la cita de Curiel que abre la última parte, genera un hito (en cuanto a piedra, a obstáculo) sobre esa necesidad de blanco, de oxígeno. Un obstáculo hecho de realidad o de actualidad que por un lado impide la materialización del paraíso pero por otro fija de algún modo al mundo la luz y la (también necesaria) oscuridad.
En ese sentido, y a pesar de que el poemario tiende a una mirada íntima, que no intimista (Dylan Thomas decía que la poesía debe ser personal pero no privada) corre también por él una veta auténticamente surrealista, en el aspecto de rebeldía social y personal que esa vanguardia representó en sus inicios. Por ello, también paralelamente surge en Saravia una mirada no sólo crítica sino autocrítica, sea hacia una primera persona narrativa de ficción o sea hacia la misma mano que escribe (es decir, el poeta), como si fuera una cierta recriminación a uno mismo. Una especie de auto reproche fundamentado posiblemente en la contradicción característica de estos tiempos y que padecemos casi todos: es decir, por un lado la necesidad de conservar o amar ese núcleo puro del que hablábamos y por otro el de conseguir ser más críticos con un mundo y con una realidad cotidiana que se degrada poco a poco y que manifiestamente nos va dejando de representar.
Algunos de los títulos de los poemas también dan cuenta de esa preocupación: “Ricos de abajo”, “Antes y después de los panes”, “Tiempo de contar”.
Carta blanca es el libro de un poeta que va descubriendo paso a paso la madurez y originalidad de su voz, influida también obviamente por sus poetas mayores como Gamoneda o Mestre, de importante ascendencia en León, la ciudad del autor, y situada en el marco general de unas circunstancias histórico-sociales, como mínimo, turbias pero también estimulantes. Al fin y al cabo, como dicen los certeros versos que cierran el antepenúltimo poema: “Tan sólo hay una razón para esta oscuridad: / No has abierto los ojos.”
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