Del lugar al tiempo a través de fonética, sintaxis, geografía y secuencia
Juan Soros
Tendencias 21, 19/10/2012
El pasado año, vio la
luz el poemario 28010, de la poeta madrileña Marta Agudo. El título de este
libro recupera la función esencial que tiene un título, al ser “umbral” del
texto y, al mismo tiempo, organizar toda la lectura del mismo. A partir del
número, se articula un lenguaje incardinado en el cuerpo, en la casa, en el
lugar y en el otro, y que vuelve extraordinario lo cotidiano. Por Juan Soros.
Marta Agudo, sin
duda, no se prodiga en verso. Parece saber que el mismo efecto frustrante de la
brevedad de una obra única en el actual panorama español invita a la lectura
demorada, insistente, refractaria al consumo rápido y superficial.
También
refractaria a la totalización. Su primer título convierte uno de los
estandartes del romanticismo, heredados por la modernidad, el fragmento, en
título (Celya, 2004). Así podríamos decir que la bibliografía de Marta Agudo se
compone de un poemario y un fragmento y aún así se resiste a la
convención. Además, sin aspavientos.
Antes o después
reconocemos en 28010 (Calambur, 2011) un código postal. ¿Es rebelde, rompedor o
vanguardista poner un número como título? Quizás, pasada la vanguardia, estos
son conceptos críticos peligrosos, resbalosos.
Ciertamente rompe
con la lógica sintáctica del poemario lírico al uso entre los libros de poesía
que se publican actualmente pero no hace alarde. No se manifiesta en contra
de usos más banales.
Simplemente
extrema la coherencia del libro con su título. En ese sentido es antipoético,
en la tradición que significa la ruptura de Nicanor Parra con los códigos
poéticos, y al mismo tiempo sólo parece comparable en originalidad y riqueza
semántica con el híbrido título y autor ZURITA.
Recupera la
función esencial que tiene un título, como diría Genette, al ser “umbral” del
texto y, al mismo tiempo, organizar toda la lectura del mismo. Puede parecer
que esta lectura se detiene en el título. De alguna manera es así, los asedios
comienzan por el exterior, el interior de la poesía pertenece a otro nivel de
lectura, que elude la “reseña”, el despiece o la reducción.
28010 es una cifra que denota un área
territorial no definida por costumbre (el barrio y sus límites difusos y
emocionales) ni por legislación (el distrito y sus límites fijos y
funcionales). Por la cifra 28 reconocemos la ciudad en España: Madrid, pero no
sabemos dónde comienza o acaba el 28010.
No sabemos a qué
barrio corresponde o distrito corresponde. Es un código abstracto. Sólo
conocido por quienes lo usan, por quienes lo tienen adherido a su domicilio, su
dirección, su identidad. Cuando se envía una carta la firma no está completa
con el nombre, la identificación se refiere a un lugar concreto, con un código
determinado aunque abstracto. Un “código desconocido” por recordar el título de
la película de Michael Haneke que representa el desencuentro de una serie de
personajes situados en París, más o menos francófonos, más o menos migrantes,
todos desarraigados, que se cruzan por calles tópicas del cine francés que no
llegamos a identificar y donde los personajes no se pueden comunicar. No hay
diálogo, no tienen un código común.
Algo similar pero
no en coro sino desde una voz fragmentaria aparece en los poemas de 28010.
El primer poema del libro comienza “Me llamo Marta. Me llaman Marta.” Donde la
afirmación del yo de la primera frase queda desestabilizada inmediatamente por
la segunda.
La instalación
autoral/autoritaria de posicionamiento sobre el eje del yo queda abatida por la
segunda frase que desmonta todas las seguridades de la enunciación. En adelante
el leit motiv de “Me llamo Marta” ritmará la prosodia mientras los
fragmentos se articulan en cuatro grupos de poemas: fonética, sintaxis,
geografía y secuencia.
Así, llegar a
decir el nombre nos lleva al lenguaje y al lugar de la enunciación pero también
al cuerpo que enuncia y a la ficción que todo esto representa. Ficción que a veces
se cuela a través de lo más cotidiano, como cuando en el epígrafe inicial un
texto que menciona los títulos de las dos primeras secciones se interrumpe casi
cinematográficamente con “Suena un timbre.”
Este juego de contraste nos ayuda a no acomodarnos en el
registro lírico, la realidad del domicilio se cuela en él. Al mismo tiempo, lo
desmonta y lo hace legible otra vez, le quita el polvo de la retórica de “lo
lírico”. En fonétic no parece que la voz aprende a hablar sino que recupera el
habla, que vuelve a decir cada vocal, la mastica, la hace suya: “Deletreo a fin
de recomenzarme: eme, a, erre, te, a; y todo sigue igual: obediente,
naufragando…”.
Vuelve a reconocer el lenguaje y lo cotidiano se vuelve
extraordinario, el trabajo del cartero, el nombre en el buzón. El código se ha
perdido pero no se trata de recuperarlo como antes: “Cogí la «o» y desollé su
sentido. Dadme mis letras para recomenzar.”
Si fonética recuerda a la célebre cita de Mallarmé de “dar
un sentido nuevo a las palabras de la tribu”, el cuestionamiento que Agudo
plantea de la sintaxis, en la sección homónima, nos recuerda que la burguesía
lo tolera todo menos que le alteren la sintaxis, como decía Barthes.
Después de desollar las palabras letra a letra para
volverlas a decir ahora toca “coordinar y unir las palabras para formar
oraciones y expresar conceptos.” según el DRAE. Dejar de balbucir:
“No condenaré, pero tendré que hablar, y tras la voz y mis
gestos el juicio ajeno. […] Te aíslas o cedes, te retraes y letras que te
defienden. No hay tensión más continua que los otros.” La sintaxis empuja hacia
el otro, las palabras se pueden decir en el vacío, las vocales desnudar de
sentido, desollar; en cambio la “sintaxis de los prodigios” provoca el
enfrentamiento con lo real, el esfuerzo, incluso doloroso, incluso alterado, de
intentar establecer un código común: “Milagro o astucia, ignoro las reglas y
voy dando tumbos hasta casa.” Es en el código donde yace el espejo de la
identidad, recordamos, “Me llaman Marta”.
Las reglas, la gramática, el código establecido, al mismo
tiempo desequilibrado pero necesario para tener un sentido de comunidad y la
casa como lugar y referente: “Por el listín telefónico. Nombre, calle, número.
[…] Asumo pues lo obvio: a más información, mayor el desconcierto.” El cuerpo
como cárcel y “La sintaxis del ausente, sus días incrustados. Fascismo de todo
tiempo y lugar.”
En geografía el territorio entra como otra parte del
lenguaje, salir a la calle, aunque sea a “La geografía del ausente”. Sin
embargo, “Aquí en mis calles, la angustia se atenúa: veintiocho cero diez.” El
código abstracto escrito con palabras pierde agresividad, parece más hablado
que icono.
Por fin la voz reconstruye un código y se apropia del
espacio. Habita. Pero esto no soluciona nada, no hay un final. La sección
final, secuencia, domina el lenguaje pero sabe que no es suficiente: “Pronuncio
mi nombre: fonética, sintaxis, geografía, pero todo se altera. Arruga
incipiente que no dejas de nombrar…”
No hay final porque no hay solución, no hay respuestas. Hay
preguntas: “Y si la verdadera patria del hombre es el idioma: las pausas, las
curvas, sus ritmos formales, habré de callarme para comenzar, frotarme las
manos hasta que desaparezcan las huellas dactilares y en la explanada abierta
de la palma poder sembrar carteles, opúsculos, las cadencias de mi sintaxis o
la precocidad de un niño, consciente de ser niño, que muestra sus venas
rotundas hacia el aire.”
En este fragmento está el lenguaje incardinado en el cuerpo,
reverberación del aire, en la casa, en el lugar y en el otro. Esta secuencia
nos lleva del espacio, del 28010, al tiempo. Aunque en el comienzo la voz diga
“De ser cierto que el tiempo no existe, sólo queda saberme en el espacio. Aquí.
Con mis cinco letras inscritas en cada una de mis neuronas […]” el tiempo está
presente, también en el cuerpo, por lo que estos poemas se leen también como un
diario, la bitácora de una lucha.
Una lucha no concluida en busca de la palabra, en busca de
un código. Marta Agudo reorganiza los códigos poéticos, semánticos y
sintácticos para ubicarse en un lugar inestable, en los límites del lenguaje,
en un lugar del espacio y del habla que no tiene nombre y que sólo existe en
28010.
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