sábado, 12 de junio de 2010

Novedad. Eduardo Moga. Dos poemas

Eduardo Moga
Bajo la piel, los días
Calambur Poesía, 111
ISBN: 978-84-8359-196-3.
160 pp. 2010
PVP: 15 €

Bajo la piel, los días es una secuencia unitaria de treinta y un poemas. Ofrecemos el primero y el último.

I
Hemos salido a pasear, bajo un sol blanquecino, jaspeado de aromas. Hemos salido en busca de las palabras: de las que nos unieran; de las que nos liberaran. Hemos pisado el tiempo, niquelado de retama. [La retama lo humedecía: le administraba lengüetazos sombríos]. Las raíces pujaban; el azul pujaba. Las palabras no tenían sonido, sino que sangraban; no tenían voluntad, sino volumen. Hemos paseado: hacia adentro, hacia lo carente de cielo, donde confluye lo que somos y lo que se niega a ser. Nos han envuelto los minutos, como un sudario transparente; nos hemos alojado en la caída, sin que se plegasen nuestras alas; nos hemos empapado de claridad, aunque oscureciera.

Entra Álvaro, que me ofrece pan de leche. Dejo la breve rebanada junto a la infusión, teñida de violetas violentos. Lo miro: en sus labios se ha depositado la luz; sus ojos comprenden el rocío del amanecer y la quemadura del amanecer, la aridez de la noche y el sosiego de la noche; a su piel afluye el resplandor de lo que perece y, sin embargo, respira. Me habla: sus palabras ahílan el vacío; la plenitud acude, como un hervor, a su reverbero. Siento, a su lado, la destemplanza con la que se manifiesta la realidad y la tibieza que acompaña al brotar de las cosas. No hay abstracción en su risa: es carnal, como su silencio.

Antes de empezar este poema —este libro—, he comenzado un artículo sobre mis lecturas de Blas de Otero. A solicitud de un remoto corresponsal, me he comprometido a entregarlo antes de verano, para que pueda publicarse en el número de invierno de la revista peticionaria. [Acabado el poema —y el libro—, han pasado ya ese verano y ese invierno, y otro verano y otro invierno, y la revista aún no ha aparecido]. No me pagarán por escribirlo, aunque una fundación opulenta patrocine a la publicación. [Sólo los esclavos trabajan sin cobrar]. Fue muy importante esa experiencia, inducida por la recomendación de un profesor: me descubrió una poesía que gritaba sin levantar la voz; una poesía de carne y establo, de boina y microscopio, de putas e iglesia [aunque yo fuese ateo, me conmovía lo acalambrado de su fe, que ululaba con suavidad y se expandía como un gemido blanco en una gruta sin paredes]. Leía los sonetos de Blas, en una edición ictérica de Ancia [temiendo que se deshiciesen las páginas corroídas por el cloro], en un bar que olía a tabaco; luego, también yo olía a tabaco. Los versos me exaltaban, pero mi inquietud no era visible: los ojos temblaban, pero dentro; volaba, pero en el subsuelo. Y, cuando me llevaba la taza de café con leche a los labios, una electricidad de seda se depositaba en la superficie achocolatada. Apenas he compuesto unas pocas frases del artículo. Paralizado por la pereza y la vanidad —que me impulsan a perseguir la obra acabada [se escribe para haber escrito] y desistir de la que exija un esfuerzo prolongado, aunque todos mis libros sean el fruto de un esfuerzo prolongado—, he saltado a esta página, donde evoco los versos de estraza y diamante de Blas. [Dios es un espantapájaros, que ahuyenta a los cuervos del miedo. ¿No se asusta a sí mismo? ¿No le sobrecoge su propia omnipotencia? ¿No se avergüenza de su inconcebible enormidad?]. Aquí sólo tengo el recuerdo de los signos que acabo de trazar, o de los que trazaré; el recuerdo de mis pasos entre las alcantarillas y la hierba, entre los bloques de casas y los bloques de silencio; el del pan de leche que ya he ingerido; el del consuelo de decir y el enjambre de lo dicho; el de la tarde, que desmiente a la noche o se enquista en noche.

Las palabras se detienen: me detienen. Hay luces; también ruido: niños, un ladrido; y la muerte, abejeando entre las piedras. La muerte está en los ojos con que escribo, en la lengua con que camino, en la voz con que veo; tiene la entereza de una grieta; despliega extremidades de basalto, y sus aletazos son fieros. La invoco, y nazco; por soñarla, escupo, me escindo, celebro lo sanguíneo y lo inanimado; versifico la muerte, y lacta, cristalina, y me fecunda, y ya no es: me abrigo con su grasa y su desaparición. Quisiera no escribir: no desear hacerlo. [No escribiré más, escribió Pavese antes de suicidarse; ¿seré capaz, como él, de reunir en un solo acto, transido de lucidez y acabamiento, vida, muerte y escritura? ¿Me liberaré de mí, de este punzón que me atraviesa a cada verbo, de este sembradío de anhelos en el que agonizo con lentitud botánica?]. ¿Por qué existe lo que veo? ¿Por qué perduran las ideas, o anochecen, o no nacen? ¿Por qué se derraman como si se detuviesen?

¿Es morir conocer la muerte? ¿Será oscura o tendrá labios? ¿Me permitirá escribir? ¿Tendrá diccionarios? ¿Amaneceres? Cuando ya no exista, ¿me dará miedo vivir?

El poema es un delirio: otra forma de inteligencia. El poeta delira, aunque componga logaritmos. Se tiene en pie, pero enloquece: su razón se enzarza con lo posible. El poeta es el que desordena [«Cuando se nombra, ¿qué se comete?// (…) el poeta debería ser quien nombrase sólo desde la injusticia de la imprecisión, para dejar menos mortalidad en las certezas. Él es quien mira y ve otra cosa, el que deja entrar lo que nadie diría, el que sólo habla contra todo pronóstico (…).// El que se extraña de lo consabido.// Y el que desordena», ha escrito Tomás], pero ese desorden alisa el caos. Aspiro al delirio: para ver con los ojos de lo que no tiene ojos, para paladear la luz que induce a dudar de lo indudable, para que asomen los huesos solos, y sus relumbres cieguen; y para expulsar al yo, y levantar este andamio de sombras, y extinguirme.

Hemos paseado: con prisa, como si la luz nos clavase las uñas —y esas uñas fueran, no obstante, amables—. Ángel con grandes alas de cadenas, dice Blas. Cuando transcribo su verso, ¿soy él?

La luz es un objeto. También el poema, que destila su oscuridad astral, el néctar de su mutilación.

Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas. Magnífico endecasílabo.























XXXI
Vuelvo aquí, al lugar del que nunca me he ido; aquí, donde el terror se alía con la inocencia, y las manos no tienen otra cosa a la que aferrarse que las propias manos; aquí, donde el ojo interroga a la página, y vuelca en la página cuanto ha apresado, y vierte la tinta espectral de los años, y el oro podrido de las cosas, y el zumo de su propio cristalino; aquí, donde los objetos, huérfanos, se preguntan qué forma revestirán, o qué temblor seré capaz de conferirles; aquí, donde soy, escribiendo, y me abraso, escribiendo, aunque se haya borrado mi nombre, y vague por los despeñaderos de la ignorancia, y el cuerpo se llene de explosiones silenciosas, de días átonos.

Vuelvo a la vecindad de los papeles. Me observan cosas que podrían ser, pero que pasan, sin cuerpo y sin resplandor. Claman por la lengua que las diga, pero perecen en la inexistencia. Se asoman a mí, con turbulencia germinal, pero concluyen: antes de disiparse, antes de amar. El polvo podría ser piedra; la transparencia, oscuridad; lo que reconozco podría reconocerme. El mundo posible me aplica su ley: si duerme en el barro, me embarra de pureza; si muere, también yo muero; si alcanza a vivir, me destruye. Veo un promontorio que no es un promontorio, y una casa que ha sido demolida, y una luz que ennegrece. Veo gestos sin movimiento, noches sin madrugada, sinrazón sin irracionalidad: nombres que no designan, o que encarcelan. Me veo a mí, manoteando en la incertidumbre, para abonar la incertidumbre, atrapando lo que sobrenada en el tiempo, con hambre de signos y de prodigios: creando para crearme. Veo, aunque me haya arrancado los ojos.

Estoy aquí, encajado en mi tórax. Siento el peso tímido de los testículos. Esparzo en el polen el polen de mi muerte. A mi alrededor se reúne lo oscuro, abrazado por lo que resplandece. Quiero coger el reloj, pero se aleja. Me gustaría atravesar el aire, y desvelar lo que oculta, y eyacular en su herida, pero me intimida su impenetrabilidad: su cuchilla ubicua, unida a otras armas incorpóreas. La pantalla del ordenador no deja de interrogarme: cuanto más escribo, más ignoro. La goma con la que borraré casi todas las palabras de este poema descansa en un reposavasos oxidado, que ya he mencionado en otro poema. [La tecla Supr es otra área del córtex cerebral: su circunvolución más creativa. En alguna ocasión he acariciado la idea de componer un vasto poema, integrado por sus sucesivas correcciones, desde el manuscrito original hasta su versión publicada: un palimpsesto interminable]. Todo se escuda en su ser, para no ser; todo es su yo inacabable, que muda jubilosamente en tiniebla; todo se vuelve enemigo, pero sonríe. Y yo observo su migración como quien contempla el desbordamiento de un río.

Acuden realidades a las que no he dado representación. [También he pensado en componer un poema enteramente fragmentario (¿enteramente fragmentario?) con retales no utilizados de otros. Pero ¿no es todo poema un remiendo, una sucesión de costurones?]. Los champiñones de hormigón que jalonan los campos de Albania. El barbero que, para mantener la muñeca caliente, le recorta el pelo a un maniquí de plástico, sentado en una butaca de la barbería. El perdigón de vidrio de un vaso roto a muchos metros de distancia, que me impacta en el ojo mientras como en un restaurante [y que me lleva a pensar en lo milagrosa que resulta nuestra indemnidad, entre tantas asechanzas del azar]. El móvil que le suena al que está meando a mi lado, en el lavabo de un antro, y al que responde sin dejar de orinar. Un verso de Ashbery: As Parmigiano did it, the right hand/ Bigger than the head, thrust at the viewer/ And swerving easily away, as though to protect/ What it advertises, que fluye con sincopada nasalidad en la penumbra de una sala, en cuyo vestíbulo se desarrolla un desfile de Mango [cuando salgamos del museo veremos a dos modelos, esquemáticas, meterse en un coche de la organización]. Violet, de la que podría enamorarme. Lara, de la que también podría enamorarme. La conjetura de que merece la pena vivir —de que el sol es sangre, y la sangre, ahora, y el ahora, eternidad—, aunque todo se hunda, con la impaciencia de una ola, en el cráter de la muerte.

Todo se dirige a la afirmación, pero se embebe en la indiferencia. Todo tropieza en mí, y yo tropiezo en todo. Camino por lugares que se me ofrecen como alambradas, y que me desgarran como amapolas. Salgo de casa, piso los minutos, recorro la piel: es una hoguera helada, cuyos espejismos incorporan matices de antracita o sugieren hipótesis de suicidio. Hago otros hallazgos en este camino desolado: un puñado de relatos, que describen mi desvalimiento, a los que me empeño en llamar poemas; el flagelo de la serotonina; la pesadumbre de ser alguien. Y me sujeto las manos como si fueran a echar a volar [de hecho, vuelan: se alejan de mí, surcan espacios que aún no he bautizado, se extravían en la vastedad de lo cercano. Las manos recuerdan. Por fin, se funden con el lápiz que sostienen]. Todo puja, aun lo carente de fuerza para ascender: lo que no puede brotar. Discrepo del desorden: hablo. Escupo sueños: me desangro. Abrazo al viento, a lo ininteligible, a la tristeza: me abrazo a mí. Y persevero en la senda que he elegido [Two roads diverged in a wood, and I—/ I took the one less traveled by: recuerdo a Danny recitándome estos versos de Frost, mucho antes de que quisiera ser poeta], que serpentea por países nocturnos, y que iluminan lunas desprendidas de sus cielos. Me rodea lo que no ha existido: lo nunca oído. Pero narro. Pero grito. Deshojo sustantivos, y me desequilibro, pero ese desequilibrio me sostiene. Atiendo a las ecuaciones de los sentimientos y a los borborigmos de la razón: soy mortal. Todo se yergue, aunque perezca. Y sobrevivo, fugazmente, en la duda y la alegría.

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