miércoles, 27 de julio de 2016

Reseña: "El reverso de la historia", de Jordi Ibáñez, en "Babelia", por José Luis Pardo



¿Qué pasa en la Facultad de Letras?

Jordi Ibáñez fundamenta la necesidad de la literatura, la filosofía, la filología o la estética frente a una administración que tiende a minimizarlas cuando no a amenazarlas


                                                                                                                          José Luis Pardo






Este no es un libro para profesores universitarios. Escrito con generosidad y benevolencia, sin pedantería y sin rencor, puede disfrutarlo cualquier lector “culto” o al menos interesado en “las letras”, pues su tema es el significado y el lugar de esas “letras” en el mundo contemporáneo. Su forma es la de un diario en el que se registran anotaciones con orígenes variados, pero incluso los “tres estudios” con los que acaba el texto mantienen el mismo ritmo estilístico —ensayístico, tentativo, narrativo y exigente— del resto del libro.

En este registro autorreflexivo, Ibáñez despliega los principales argumentos que suelen utilizarse para definir la literatura, la filosofía, la filología o la estética, y para fundamentar su necesidad frente a una administración educativa que, tras haberlas minimizado en el bachillerato, las amenaza en la enseñanza superior; y no es nada complaciente: muestra la grotesca grandilocuencia con la que a menudo sus apologetas —ya sea en calidad de profetas o de resentidos— enaltecen las virtudes de la cultura literaria y crítica al precio de dar de ella una visión ahistórica y falsificada, y matiza con mucha elegancia los argumentos de quienes se presentan como detractores o enemigos de las “humanidades”. Dedica, por ello, una buena porción de páginas a despachar sobre este asunto con los otros dos Jordis, Llovet y Gracia, que han intervenido recientemente en él, desmontando pieza a pieza la melancolía y el entusiasmo, aunque su dictamen no es salomónico ni imparcial. Y, al final (lo cual es cada vez menos corriente), se compromete con una explicación de lo que significan y valen las “letras” en nuestras sociedades, y de su alcance moral y político. Aunque se trate de una conclusión de las que no podrían ocupar los últimos minutos de un telediario, ni siquiera caber en la respuesta a las preguntas de un entrevistador en un programa cultural, ni tampoco tener un lugar relevante en un informe para la mejora de las universidades públicas, todavía puede escribirse en un periódico: «para que el mundo de la política y sus mentiras a medias no lo contagien y lo ensucien todo (…), para que la lucha por el poder no nos someta a una extendida y sostenida pantomima basada en la práctica de la intoxicación (…), para que la política, en fin, no se apodere de nuestros mejores y más nobles deseos (…), hay que pensar en unas zonas sagradas, en unos diques de contención, en unos puntos de referencia en los que la posibilidad de decir lo que son las cosas sea todavía una experiencia consistente, dotada de realidad y de sentido». Esos diques son los estudios de filosofía y letras (o, mejor dicho, son lo que constituye el objeto de esos estudios). Y lo malo es que en su interior también los acosadores cuentan con unos poderosísimos aliados dedicados exhaustivamente a convertir las “letras” en una inversión rentable a medio plazo.



Pero, sin ser un libro para profesores de universidad, en sus páginas encontramos quienes lo somos la referencia constante al tormento que, mucho más que la supuesta “pérdida de rango” social que sufrimos, mina diariamente nuestra resistencia y tiende a ocupar todas nuestras conversaciones, antaño dedicadas a temáticas mucho más floridas, amargando la existencia a los más mayores y secuestrando la actividad intelectual y vital de los más jóvenes: me refiero a los sistemas de evaluación y promoción que determinan de antemano a qué congresos hay que asistir, qué artículos hay que escribir y en qué revistas han de publicarse, cuántos puestos de gestión hay que ocupar y, en definitiva, «todo, menos el criterio del interés o la originalidad, o la consistencia real de lo que se presenta para ser evaluado» (y esto no es patrimonio exclusivo de las humanidades, claro está). En los países civilizados, dice Ibáñez, se mira a la cara de los candidatos y se leen sus libros y artículos. En el nuestro, «se evita mirar a nadie a los ojos, conversar con él, leer sus cosas, discutirlas. Toda referencia al talento y la inteligencia se considera un signo de mala educación y una ofensiva impertinencia». Y aquí no estamos sencillamente ante unas medidas impuestas por un poder exterior, sino ante un sistema del que somos tanto víctimas como cómplices. Si todos sabemos que es ignominioso, ¿por qué no hacemos algo al respecto? Pues claro está: porque nos beneficiamos en mayor o menor medida de esa mediocracia, no solamente como evaluados (es mucho más fácil seguir un manual de instrucciones que escribir algo interesante) sino también como evaluadores (es mucho menos comprometido aplicar un baremo numérico que juzgar la calidad de un artículo). Tengan todo esto en cuenta cuando escuchen a rectores y ministros hablar de “calidad de la enseñanza” y de excelencia en la investigación.


Véase también en http://cultura.elpais.com/cultura/2016/07/19/babelia/1468926221_421135.html

jueves, 7 de julio de 2016

Reseña: "Cráter, danza", de Olga Muñoz Carrasco, en "Nayagua", por Azahara Alonso

Reconquista del cuerpo, bálsamo de la identidad 


Nayagua, 24, pp. 231-235


                                                                                                                           Azahara Alonso


                                                                                                   

Defendía Proust una literatura en la que “Se puede decir todo pero sin decir ‘yo’”, y qué duda cabe plantearse acerca de la calidad de las letras que a esa regla obedecen, norma tácita que vale no solo para la narrativa sino muy especialmente para el género poético que aquí nos interesa. Cráter, danza, el nuevo poemario de Olga Muñoz Carrasco (Madrid, 1973), es clara muestra de ello. Un libro elegante, sencillo en una forma que exige la lectura activa y complejo en un contenido que se armoniza en danza conceptual y anímica. Este cuarto poemario de la autora madrileña llega de la mano de la editorial Calambur tras los anteriores La caja de música (Fundación Inquietudes / Asociación 230 Poética Caudal, 2011), El plazo (Amargord, 2012) y Cada palabra una ceniza blanca (Ejemplar Único, 2013). Con él, Muñoz Carrasco ha quebrado la continuidad temporal de publicación y también ha ahondado en materias nuevas dentro de su poética. Organizado en dos partes, Cráter, danza responde en ellas a estas palabras fundacionales de su escenario. Los poemas, todos sin título y de una brevedad perseverante —ninguno va más allá de una página—, se presentan sin pautas ortotipográficas: no hay mayúsculas, no hay comas, puntos ni otros signos, por lo que todo el peso cae del lado de la gramá- tica, de la sintaxis que conforma la coreografía lingüística y reflexiva. De esta manera, el libro parece, en verdad, un solo y extenso poema, una exhalación (“con el aire / puede escapar todo”) con diferentes momentos engarzados por el tono. Podríamos decir que Cráter, danza es un libro de convalecencia, siendo este uno de los estados más fecundos de la literatura: uno no escribe —no tanto, no tan bien— en la cima de una dolencia, pero sí en sus laderas, en esa condición de restablecimiento que supone una reordenación de todos los componentes de la propia vida que ha quedado ahuecada. Es también, entonces, un libro de reconquista, la de una tierra arrasada que se ha convertido en planeta nuevo y que la autora descubre plagado de una fauna y una flora que quiere escudriñar, porque reconoce en ellas más significados de los previamente aprendidos en terrenos ya extinguidos. Ese planeta es el cuerpo, un territorio asolado por la explosión —o la caída del meteorito— que deja como centro gravitacional el cráter desde y sobre el que Muñoz Carrasco escribe: “una llanura que se desmorona / forma crestas nítidas / el cráter”. En la primera parte del libro, "Cráter", la poeta se mueve ya al principio “sin sonido sin aire”, como en el espacio interestelar, en el vacío silencioso y agravitacional que queda tras lo traumático. No se le escapa al lector, llegado a ese punto, la equivalencia formal —pero también de impacto— entre la palabra central y cáncer. Comprende entonces la correspondencia que se da entre ese cráter que ha desolado el territorio y el cáncer que ha hecho lo propio con el cuerpo y la identidad que lo asume: “Los órganos se agigantan / (…) / solo permanecen en su rincón / regenerando sus células acertada / o erróneamente”. Y es frecuente que el lector, especialmente el que ha rebasado el umbral del texto y lo aborda desde el otro lado, se cuestione la naturaleza radical de la escritura. Cabe preguntarse entonces si esta es más terapia o literatura. Y ni la cuestión es tan inocente ni su respuesta tan clara ya en un momento en que las propuestas dicotómicas resultan torpes, caducas. Este Cráter con su danza es también, por tanto, la confirmación de que la escritura puede ser salvífica —no solo para su autora— y, al mismo tiempo, una manifestación literaria de gran presencia estética. Encontramos en las páginas de este poemario una coreografía por parejas en la que sus miembros se complementan, lejos de la oposición excluyente a la que nos referíamos. Es claro, en este sentido, el caso de la levedad y el peso, que reordenan y anclan el poemario; así lo entendemos, por ejemplo, cuando dice “Al otro lado de 231 esta raya nada pesa / ni siquiera un cuerpo apuntalado al suelo”. Y añade en otro momento: “Canta la desaparición de la ligereza”. Porque es en la enfermedad cuando el cuerpo abandona su levedad de herramienta útil y deja de ser medio para ser fin, centro, objeto de cuidados. También danzan la oscuridad húmeda de las palabras semejantes a la tierra —esos tonos ocres— con una luz y blanca e intermitente que es tanto la del quirófano como la del tópico final del túnel. En correspondencia, encontramos entonces los términos antagónicos de una familia semántica arraigada a la tierra, casi bucólica, llena de calor natural, y los de otra ligada por completo a lo clínico y frío (sutura, sábanas, nieve, células blancas, hilos, linfa, algodón, gasas). Claro ejemplo de su confluencia serían estos magníficos versos: “los órganos en flor / sobre la mesa / del quirófano / pétalos / caen”. Esas flores son, a su vez, la encarnación de lo liviano que comentábamos. La reflexión sobre la propia escritura no aparece hasta la segunda parte del libro: “la letra ilegible canta / quién sabe / en otra vida / otro día cualquiera / incluso en estas líneas / que hacia nadie / se inclinan”. Los poemas, más breves aún en esta Danza, habitan ya lo onírico y ese cielo imaginado que deja caer el velo del pudor a los términos; es por eso que habla de tumor, de radiación: las palabras se organizan ahora en una conjura de las realidades por medio del lenguaje. Encontramos en este espacio un lugar más amable —aunque sin olvidar presencias anteriores, ya definitivas— en el que los elementos naturales pueblan por fin el cráter, sobrevolado por unas aves protagonistas de esa semántica del cielo. Quizá es a través de ellas que se significa una búsqueda esencial para Muñoz Carrasco, “en alguna parte / hay un lugar / para nosotros”, que aparece en tres poemas y muestra la importancia de ese rastreo del espacio necesario para situarse y continuar configurando realidades. Y es entonces cuando aparece, como vemos, el plural en la primera persona, porque el solipsismo no elegido de la enfermedad da paso, por fin, a un reencuentro con el otro. El organismo es ahora como los árboles —un olivo, un roble—, que “hacen crecer / el cuerpo / al cielo”, hacia el entorno, no ya hacia la tierra igualadora. Y será un animal —precisamente uno cargado de mitología, como la serpiente— el que le tome el pulso a la tierra estrenada y se mueva sobre el cráter con su baile sinuoso, ya sin miedo, superviviente, “esperando a que los años pasen / nos conviertan en héroes”. “Con un pañuelo a modo de bandera”, la autora asiste a “esa belleza sin espectadores” con la que la figura del convaleciente, tan lúcido, está familiarizado. Observa, asiste y tiende un cuerpo-puente en el laberinto entre la naturaleza y la dolencia, consciente de la facilidad de los pasos en falso: “la baba del caracol abre una grieta / tiende sobre ella un cable / se desliza el funambulista a oscuras / adelante sin perder de vista / el horizonte tembloroso”. Horizonte que es un cielo como alivio en el que está depositada quizá no toda esperanza pero sí una idea de futuro probable en el que las fuerzas vitales empujan, enérgicas y 232 cotidianas: el paraíso está más en la memoria que en la imaginación, en la recuperación de los ritos felices por diarios: “menta para la sangre / menta para la sangre / repito como si fuera una oración / porque algo se espera siempre / aunque no recemos”. Olga Muñoz Carrasco ha escrito un poemario cargado de matices y de puntos de fuga, de una facción del espíritu de nuestra época. Toda una teoría del conocimiento a través del cuerpo como clave de la identidad. Es este “grasa huesos sal / todo lo necesario para dormir al raso”, pero es mucho más, como ella muestra. Y con la vuelta a la salud no es el tiempo proustiano lo recobrado, sino el cuerpo con el que se puede cumplir ya todo cometido: “Hay que sostener / fieramente / la mirada”.

miércoles, 6 de julio de 2016

Reseña: Artes maleficorum: brujas, magos y demonios en el Siglo de Oro, por Roberto Morales Estévez




Librosdelacorte.es, 12, año 8, primavera-verano


                                                                                                                  Roberto Morales Estévez


Siempre es una buena noticia cuando un sello editorial se decide por abrir una colección histórica, máxime en los tiempos que corren para las Humanidades. Este es el caso que nos ocupa con el libro de la profesora María Jesús Zamora Calvo que, con su Artes Maleficorum. Brujas, magos y demonios en el Siglo de Oro, abre la colección Historia en el sello editorial Calambur. Comenzaremos destacando del mismo la gran originalidad de enfoque en un tema, como el de la brujería, que ya goza de una gran trayectoria y estudios muy solventes que cada vez hace más complicado aportar nuevas visiones. Este lo ha conseguido mediante la compilación sistemática de más de 800 tratados sobre magia, brujería y demonología que la autora recoge en el cuarto capítulo de su trabajo. Ello se ha de considerar una enorme aportación, además del resto del volumen, a los estudios de brujería, ya que ofrece al resto de la comunidad científica fuentes documentales sistematizadas y aún por explotar en profundidad. El libro se apoya en esa extensa base documental para revisitar desde esta nueva perspectiva el tema de la brujería en los siglos xvi y xvii a nivel europeo, que es la materia que ocupa el primer capítulo. El mismo se cierra, como el resto de capítulos, con un estado de la cuestión que permite al lector conocer no solo la aportación de la investigadora, sino que nos permite ponerlo en relación con los distintos enfoques que sobre el tema se han venido dando. El segundo capítulo, dedicado a la magia, es el que probablemente más sorprenda al lector no iniciado. En el mismo se analizan, con el mayor rigor posible y afán de coherencia y orden, distintos fenómenos directa o indirectamente relacionados con la magia, con la dificultad añadida de realizar una formulación lógica de un mundo irracional como es este del que se ocupa. El compendio de tipos de magia analizados abarca astrología, alquimia, filosofía oculta, magia amatoria o magia adivinatoria en muchas de sus modalidades, como lo son la metoposcopia o la quiromancia. El capítulo vuelve a cerrarse con un epígrafe dedicado a los estudios actuales sobre la magia. El tercer apartado es el dedicado a demonología, reiteramos que apoyándose principalmente en los tratados demonológicos del XVI y XVII, fuentes primarias que hacen muy sólido el discurso de la investigadora. A través de los mismos se analiza al diablo y secuaces, los poderes diabólicos, pactos demoniacos y exorcismos o la caracterización de judíos y gitanos como etnias endemoniadas. De este capítulo es preciso destacar el epígrafe dedicado a la iconografía demoniaca dado que, aunque de manera breve, aborda un tema que aún espera un estudio en profundidad, si exceptuamos el trabajo de Luther Link El diablo: la máscara sin rostro, como lo es la imagen del diablo y su evolución iconográfica. La riqueza de fuentes primarias que hemos destacado en esta reseña viene acompañado por otra gran cantidad de fuentes secundarias que la autora ha ido desgranando y analizando a lo largo de los capítulos, con lo que pone a disposición del especialista un gran material de consulta para futuros trabajos. Se intuye que el trabajo que nos presenta María Jesús Zamora en el sólido cimiento de un trabajo de investigación mucho más ambicioso fruto de la sistematización de los tratados de brujería, magia o demonología que la autora está llevando a nivel europeo, del que por ahora nos ha legado parte, pero que se presume seguirá realizando en años venideros. Mención aparte merece la ingente y acertada selección de imágenes que acompañan el texto en la que destacan muchas que, por su rareza, constituyen otra aportación destacable para el resto de los investigadores. La editorial nos ofrece las imágenes en color, lo que no es tan habitual como debiera, y con alta resolución. No podía ser de otra manera para un libro que por la calidad del papel y encuadernación demuestra el interés y fuerte apuesta que la editorial Calambur está realizando por la edición de libros históricos.

lunes, 4 de julio de 2016

Reseña: La tumba de Keats, de Juan Carlos Mestre, por José Enrique Martínez en El Diario de León




ÁNFORAS DE LOS QUE SON CENIZA



                                                                                                   José Enrique Martínez

                                                                                                                     DIARIO DE LEÓN
                                                                                                                      3/7/2016




En 1999 apareció La tumba de Keats, de Juan Carlos Mestre, soberbio ejemplo de poema-libro, pues como tal fue escrito, sin desmayo a pesar de su magnitud. En 2004 disfrutó de una lujosa y artística edición en un mano a mano entre Mestre (texto) y Robés (imágenes). La nueva edición aporta las ilustraciones del libro de artista Ghetto que el propio Mestre realizó durante su estancia en Roma entre 1997-1998. El poemario nació en aquella ciudad cuando el poeta dispuso de una beca en la Academia Española de Roma y visitó la tumba de Keats, el joven poeta romántico que contaba apenas 26 años cuando murió en la Ciudad Eterna en 1821, siendo enterrado en el cementerio protestante. Otro formidable poeta inglés, Shelley, que también murió joven en Italia, ahogado en el Mediterráneo, compuso en memoria del amigo otro memorable poema, Adonais, que acaba de ser editado en bilingüe por Visor. Mestre lo evoca así: «Debajo de esta losa hinchado por el agua está el cuerpo amoratado de Percy Bisshe Shelley... / no es hermoso morir si uno es joven y el amor terrible».

La tumba de Keats es un poema complejo. Lo que he leído sobre él no pasa de vaguedades y rodeos. No aspira esta reseña a dar con la clave, por supuesto, sino a suscitar el interés por su lectura. Sin embargo, hay un verso hacia el final del libro que puede aproximarnos a una interpretación apropiada: «He pasado la tarde junto a la tumba de Keats... / no he descendido a ningún otro infierno que no fuese mi vida». En ese infierno cabe la crítica a los que ejercen «asuntos de fuerza» civil o eclesiástica y la piedad por los oprimidos. Roma se convierte en símbolo o síntesis del esplendor y la miseria, de las lacras históricas veladas por el brillo de las cúpulas, en la gran cloaca que mancha incluso las palabras, que llaman «conducta a la obligación y fidelidad al silencio». Pero en el poema hay, además, un pasmoso alarde imaginativo del que se hace gala: «La imaginación hizo resucitar a Jesús, / la imaginación es un túnel de tierra ante los ojos del topo...». La imaginación, unida a la memoria, crea mundos desconocidos: «Cada visión del hombre es una idea nueva que visita el mundo». Es esta facultad creadora la que hace del ámbito poético de Mestre un mundo singular.

«Adiós Roma, adiós dolorosa luz indescifrable». Es la despedida ante la tumba sobre la que reza un célebre epitafio que Juan Carlos Mestre incorpora como verso final a su poema: «Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua».