Los bosques de la mirada, de Basilio Sánchez
Álvaro Valverde
Revista
de literaturas ibéricas, nº 2, 2012
La poesía reunida
Lo primero que un lector agradece es un libro bonito y bien impreso,
de sobria y elegante factura, correctamente maquetado y sin erratas. Es
el caso de Los bosques de la mirada. Poesía reunida (1984-2009), de
Basilio Sánchez (Cáceres, 1958). Calambur, que va a más, ha puesto en
nuestras manos un continente a la altura de su contenido. Casi
quinientas páginas de versos que dan cuenta de veinticinco años de
ejercicio poético. Una vez leídos —o, mejor, releídos— uno, que no es
crítico, llega a distintas conclusiones.
Aunque coincido con
el prologuista, Miguel Ángel Lama, en que esos cinco lustros pueden
dividirse, a efectos literarios, en dos partes: doce de un lado, doce de
otro y un año en medio, o lo que es lo mismo: el extenso libro Los
bosques interiores y todo lo demás, la primera conclusión sería que
estamos ante una obra unitaria, ante “el mismo libro”, al decir de
Trapiello, que se lee de principio a fin sin que, en lo sustancial, la
voz o el tono varíen. Sí, es a partir de La mirada apacible cuando
asienta definitivamente su modo de decir, ya propio e intransferible,
pero, sobre todo tras la revisión de su segundo libro (el primero de su
poesía reunida) en 2002, todo lo aquí agrupado puede entenderse como
variaciones en torno a unos pocos temas: las escasas y eternas
obsesiones de la poesía: la muerte, el amor, el paso del tiempo, la
fugacidad de la vida, la memoria y el olvido… “Estas manos que han sido
sedentarias, / hechas a la rutina de un único poema”, ha escrito.
¿A qué voz, a qué tono aludo? Al que ha adoptado como suyo buena parte
de la mejor poesía contemporánea: el de la conversación, el de la
confidencia, el que toma aquel que se dirige al otro —su semejante, su
hermano—, mirándole a los ojos o hablándole al oído. Un tono, en este
caso, sobrio, sereno, de dicción elegante, contenido, lento, sosegado,
natural… apacible. Lleno de palabras, sí, pero también de silencios,
esos que marcan los espacios en blanco entre versos tan frecuentes en
sus libros, donde el lector respira lo que no se dice pero se intuye o
se vislumbra.
Ante una voz así, no puede uno por menos que
sorprenderse cuando piensa que, como él mismo ha contado, fue una
persona balbuciente.
Como buena parte de la de sus compañeros
de generación, en especial los extremeños, esta poesía ha sido, y con
razón, incluida en una corriente central de la poesía española del siglo
XX y lo que llevamos de XXI. Me refiero a la “poesía meditativa” o “de
la meditación”, así denominada por Unamuno (el mismo de “siente el
pensamiento, piensa el sentimiento”), que fijó en un ensayo memorable
José Ángel Valente. Allí se nombraba a Manrique y al Quevedo metafísico,
a místicos como San Juan de la Cruz y sabios como fray Luis de León y,
ya más cerca, al mencionado Unamuno y a Cernuda que es quien acaso más y
mejor dejó atada esa tradición de tradiciones en los contemporáneo.
Digo “tradición de tradiciones” porque esta poesía meditativa, que aúna
como digo sentimiento y pensamiento, emoción y reflexión, es deudora de
la poesía romántica tanto inglesa como alemana, de poetas tan singulares
como Leopardi y de un largo y extenso etcétera que hacen de ella todo
lo contrario de la típica escuela donde los poetas han de sujetarse a la
tiranía de determinadas normas. Como el resto de poetas extremeños de
su edad y época, Basilio Sánchez escapó al canto de sirena de la
tendencia dominante, la “de la experiencia”, y, en consecuencia, su
poesía, ajena a esa o cualquier otra moda, campea aún a sus anchas, con
la frescura necesaria, por el panorama literario patrio.
Tras
leer de nuevo los siete libros que componen esta poesía reunida, me
encuentro con un puñado de paradojas que me gustaría comentar. Así, sin
que esta poesía se pueda calificar de religiosa, la presencia de ese
término, en su sentido etimológico (y no sólo), es consustancial a casi
todo lo escrito por él. Quiero decir que lo moral y lo espiritual están
presentes, si no siempre de forma explícita —y menos aún como creencia
concreta u ortodoxa—, sí como sustrato poético. Quizá le convengan mejor
otros términos tales como mítico o bíblico, pero lo cierto es que, a
partir de las enseñanzas de maestros espirituales como Lanza del Vasto
(en especial su libro Umbral de la vida interior), esta poesía respira
“fervor”, por decirlo con una palabra rescatada para la poesía por un
poeta que, me consta, Basilio Sánchez admira, el polaco Adam Zagajewski.
Puede que todo pueda resumirse con otro conocido término, más amplio y
preciso, que otro polaco, Czesław Miłosz, reivindicó para la poesía: el
humanismo. En todo caso palabras como piedad, consuelo o perseverancia
nos vienen sin querer a la boca cuando leemos esta poesía cargada de
símbolos cristianos. También aquel verso de Lanza, casi un lema:
“Mantente erguido y sonríe”. Acaso por eso esta poesía, esencialmente
melancólica (“la costumbre / de darme a la tristeza”), nunca conduzca a
la melancolía.
Y ya que seguimos con las paradojas, vayamos a
por otra. Siendo de su tiempo —nadie puede escaparse a lo que sucede en
la época que le ha tocado vivir—, esta poesía, que nos ayuda a soportar
con entereza, ya digo, estos tiempos de desasosiego y tribulación, se
me antoja intemporal, intempestiva incluso, como fuera de una cronología
determinada, como si lo que sucediera pudiera haber ocurrido en
cualquier edad y período, del más tardío al más moderno. Puede que esto
enlace con esa apariencia mítica a la que hice antes alusión. Y
relacionada con ésta, otra aparente contradicción: leo estos versos y me
sitúo a duras penas en un espacio concreto. Es decir, a pesar de que
Basilio Sánchez, como sus compañeros de promoción literaria, no ha
renunciado a vivir y a nombrar a su Extremadura natal, una vez dejados
atrás los viejos complejos, no logro localizar ningún sitio determinado,
excepción hecha del libro El cielo de las cosas, que transcurre en Los
Pedroches cordobeses, o los poemas del ciclo inédito Cerca de aquí,
cacereños por los cuatro costados. Esta virtud de lo ilocalizado e
ilocalizable consigue que el lector se mueva con mayor libertad y mezcle
sin temor y total imaginación los lugares descritos y lo que esos
paisajes del alma anuncian o sugieren. Ya sean, supongamos, de alguna
playa del Sur, de la Sierra de Gata o de los aledaños de su casa, en la
calle Comarca de Gata. Paisajes, cabe añadir, donde hay un perfecto
equilibrio entre campo y ciudad, entre naturaleza (nunca salvaje) y
urbe.
No se acaban aquí las paradojas. Dije antes, y lo
mantengo, que esta poesía era personal e intransferible por cuanto su
voz y su tono eran suyos y sólo suyos. Sin embargo, nada más lejos de lo
confesional, de ese intimismo mal entendido del que, por suerte, buena
parte de la poesía española se deshizo hace mucho. Quien habla aquí es,
aproximadamente, Basilio Sánchez. Su carácter: su máscara, que, como en
aquel cuento chino que inventó Ferlosio, viene a coincidir exactamente
con su propio rostro. Quiero decir que el protagonista poemático no es
un personaje, al modo “experiencial”. Siguiendo, pongo por caso, el
ejemplo de uno de sus maestros, Antonio Gamoneda, quien habla aquí es
él, sin más desdoblamiento que el imprescindible cuando de poesía se
trata. “Alguien”, que es como, a debida distancia, le gusta nombrar a
Basilio Sánchez a ese ser al que le sucede lo que pasa en los poemas. Un
“alguien” abstracto en el sentido de que es uno y es todos. Es
frecuente que se hable en estos poemas de “los hombres” y “las mujeres”,
de nadie en concreto. También es común el “nosotros” como persona
verbal, un “nosotros” que no pocas veces coincide con un nosotros de dos
(“A Maribel, siempre”, reza una dedicatoria tan bella como temeraria).
Sí, he aquí otra paradoja: sin ser esta una poesía amorosa al tópico
modo, rezuma amor por todas partes.
Esto no significa que lo
interior, las “palabras de la privacidad”, como ha escrito el poeta, no
estén presentes. Al revés. Lama ha utilizado la feliz metáfora de la
casa para referirse a esta poesía. En algunos versos, ha hecho alusión a
la pintura holandesa, de interiores luminosos, con esa luz tamizada y
melancólica tan característica de los maestros de Flandes. La
comparación está muy bien traída. Esta es, sin duda, una poesía
habitable que nos lleva hacia dentro del mismo modo que nos traslada
hacia fuera. De la memoria, podríamos decir, a la mirada, que son los
conceptos inseparables de su manera de comprender el mundo. De las
habitaciones a la naturaleza. O, como matiza Lama, del cuarto iluminado
por la lámpara, donde suele situarse quien escribe, al jardín, que se ve
a través de la ventana. No es baladí la aclaración. Que nadie se llame a
engaño: estamos ante una poesía para entendidos. Para lectores, quiero
decir. Muy civilizada, como el jardín frente al bosque. Que oculta, con
la precisa cortesía, múltiples lecturas. Que se desenvuelve con aparente
naturalidad entre un vocabulario de palabras gastadas, que diría Gil de
Biedma, pero que no es ni superficial ni simple ni siquiera sencilla.
Las frecuentes reflexiones sobre la propia escritura dan buena cuenta de
ese afán metapoético que no deja de ahondar en el sorprendente misterio
de la creación. “Soy un hombre que escribe”, dice, “alguien” que “mira /
por el ojo de la cerradura del poema”. Que mira el mundo desde ahí,
podemos aclarar. Alguien que sabe que lo que puede salvarle es
precisamente la escritura. Alguien, en fin, que venera a las palabras,
que ha elegido pensar a través suyo, que “sin quererlo, se ha ido
acostumbrando a las palabras, a la idea de sobrevivir”, por decirlo con
otro verso suyo.
Donde, a mi modo de leer, mejor ha expresado
su poética es en el poema “Apenas nada” (no por nada dedicado a Miguel
Ángel Lama). Allí ha escrito:
“No es la milagrería de los
sueños, / sino el recinto humilde de las incertidumbres / y las
perplejidades, / de los aturdimientos y el consuelo: / el orden
desvalido, amenazado / en su naturaleza por el simple / transcurso de
las horas, de un paisaje moral”.
Cuentan que le preguntaron a
Lezama Lima: “¿Para quién se escribe?”, y que el poeta habanero,
escondido en una sonrisa, tras la columna de humo de su tabaco,
respondió que en un himno atribuido a Orfeo se dice: “Sólo hablo para
aquellos que están en la obligación de escucharme”. A esa necesidad se
ajusta toda la poesía que de verdad aspira a serlo, consciente o
inconscientemente. También ésta.
“En todos estos años/ ha
habido tantos muertos, / tanta desproporción, tanta memoria / condenada
al fracaso”, escribió en su poema “Ruido de fondo”. Sin discutir que
estos han sido, como diría otro de sus maestros, Antonio Colinas, “años
tan intensos como difíciles”, la memoria que rescatan estos cinco
lustros de escritura poética es todo menos un fracaso. Esa el la
primera, única y última verdad que la lectura de Los bosques de la
mirada me ha deparado: el lugar central que este libro ocupan en la
poesía española de su tiempo y, más aún, porque aquí somos muchos menos,
en la pequeña pero significativa historia de la poesía extremeña a la
que, con sus poemas, ha dignificado y enaltecido. Pocas obras, en fin,
más coherentes y significativas en nuestro panorama que la de este
médico poeta (o viceversa) que ha hecho de la dignidad su santo y seña.
Con la discreción que le es consustancial (“Al final de la vida, la
belleza / habrá estado en las cosas que supieron / pasar inadvertidas”),
sin estridencias, duda a duda, paso a paso, ha sabido levantar un
edificio de sonido y sentido capaz de entusiasmar a cualquier lector
ávido de la humilde pero poderosa verdad que encierran las palabras.
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