Javier Menéndez Llamazares
Blog El diario montañés, 28/12/2012
Aristóteles en Villafranca del Bierzo
Cuando llega a mis manos la última entrega poética de Mestre me sorprenden sus casi quinientas páginas, una extensión inusitada para un libro de versos, más dados, como el velocista, a la corta distancia. Sin embargo, ese medio millar lejos de llamar al pánico auguran un prolongado estado de gracia, como si viviéramos de nuevo en campaña electoral y las ideas fueras brillantes y voladizas y las palabras pudieran cambiar el mundo.
Y es que, quien le ha leído lo sabe, Mestre es un auténtico prestidigitador, capaz de trocar las frases en asombro y detener los relojes durante el instante preciso para el trance. Aún más: quien le conoce, no puede sino amarlo.
Recuerdos
Cuando quien suscribe tenía apenas diecinueve años, el mundo era una biblioteca con nombres dorados en los lomos de cada tomo. Gamoneda, Ángel González, Bretón o Maiakovski llenaban los días; las noches eran para la vieja máquina de escribir, que transcribía versos que evidenciaban lecturas y filias, además de falta de pericia. En el verano de 1992, por recomendación de Alejandro Valderas, fui invitado a la fiesta de la literatura leonesa, el acto de ‘Poesía para vencejos’ que cada año se celebra en el castillo medieval de Palacios de la Valduerna, donde vive el profesor Felipe Pérez Pollán.
Recuerdo que aquella tarde de agosto pasé los peores nervios de mi vida, a pesar de la mirada generosa de Antonio Colinas, cuyos libros llevaba en mi cartera, para que me los dedicase. Antes que yo se acercó al micrófono un poeta de rizos rubios rebeldes, con la media sonrisa calada. Vestía entero de azul petróleo, y sus lentes redondos brillaban bajo el sol de media tarde. Con su ritmo pausado y una dicción que no encajaba con el origen berciano que acaba de anunciar el presentador, el joven declamó ‘Elogio de la palabra’. Mis ojos se abrieron cuando dijo: «Esta palabra y la sombra de esta palabra…». Luego, con ‘El arca de los dones’ ya no hubo quién me sacara de mi asombro. Más tarde, durante la cena, no paré hasta conseguir sentarme junto a aquel hombre que era capaz de dar vida a las palabras más elementales. Aquella noche empezamos a conversar, y todavía no hemos terminado. Era Juan Carlos Mestre.
Impreso
Cuando abro mi ejemplar de ‘La bicicleta del panadero’ lo hago, debo admitirlo, con cierta precaución. Desde hace meses los libreros lo despachan a sus clientes preferidos, que luego repasan cada verso. Yo he querido demorar ese momento; muchos de sus poemas ya me resultaban familiares, pues el poeta gusta de adelantar pequeñas pinceladas de su obra, desperdigándolas aquí y allá, siempre generoso con aquellos, tantos, que le piden un texto para su revista, una tarde en su tertulia o un guiño en su blog. Y así va sembrando el poeta plaquettes, lecturas o libros de artista, en un irresoluble puzzle que sólo de cuando en cuando se completa con una obra mayor, que hace las veces de pequeña antología –o inmensa, como en este caso–.
La precaución se debe a que Mestre no es sólo su poesía, sino su propia actitud ante ella. Cuando le has visto arrancar el desgarro a su pequeño acordeón, jugar con sus timbres de bicicleta o simplemente elevar la mirada mientras recita, como si buscara en los cielos respuestas imposibles, cuando has escuchado su poesía siempre temes que la letra impresa sea demasiado poco. Tal vez por eso lees sus versos como si los estuvieras escuchando, imaginando mentalmente el tono del poeta, y su acento con leves cicatrices de sus años chilenos.
El artista total
Claro que Mestre ya no es un poeta, o no sólo. Es un hombre orquesta y es también un museo ambulante; sus dedicatorias a la acuarela hacen que sus files aguarden con paciencia en largas filas en cada una de sus firmas de libros. Maneja el tórculo con la misma soltura con que se quita el sombrero, y hasta se permite tener un amigo que le lleve la página web y esas cosas para las que ya no tiene tiempo, mientras él vive en una sinrazón de estaciones y últimos avisos.
Pero sin saber cómo siguen brotando los versos, esa pasión encendida con la que busca la felicidad y combate toda tiranía. En su último libro, hay insumisión y dulzura. Los pensamientos bailan ante nosotros, con guiños a Marcuse y a Girondo y a todos los escritores combativos, los que más admira. Pero también hay recuerdos para Gilberto Ursinos, para su pequeño Valle del Bierzo y para el hijo del panadero, que no es sino una versión más joven de sí mismo. Como este libro, que parece una continuación natural de ‘La poesía ha caído en desgracia’, como si por Mestre no hubieran pasado los años y los premios. Claro que también hay saltos terrenales y de precisa contemporaneidad, porque ¿quién iba a sospechar que le gustase Nick Cave?
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