El vigilante del fuego
Javier Rodriguez Marcos
"El Rincón", Babelia, El País, 26/01/2013
Juan Carlos Mestre, poeta y artista plástico, trabaja rodeado de objetos que forman una "asamblea de pensamientos vivos"
“Madrid, 1937, / en la Plaza del Ángel las mujeres / cosían y cantaban
con sus hijos, / después sonó la alarma y hubo gritos, / casas
arrodilladas en el polvo, / torres hendidas, frentes escupidas / y el
huracán de los motores…”. Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo,
León, 1957) recita de memoria los versos que Octavio Paz dedicó a la
plaza madrileña en la que él vive desde hace 15 años. Pintor y poeta,
premio Nacional de Literatura en 2009 por La casa roja (Calambur),
Mestre escribe de espaldas al balcón que da a esa plaza porque, dice,
necesita “no ver cosas”. Lo dice y al instante repara en los objetos
que, bajo un techo pintado por él mismo, ocupan cada centímetro del
lugar en el que escribe y dibuja: “No me distraen. Son huellas, cosas
encontradas, regalos de amigos. Ellos me han elegido a mí, no yo a
ellos. No tengo afán coleccionista. Esto es una asamblea de pensamientos
vivos que trata de mantener la presencia de los ausentes. Son cosas
radicalmente inútiles, pero imprescindibles. Esa tabla de lavar y ese
diosecillo tienen aquí la misma categoría”.
Así, en una
habitación de paredes verdes, conviven los ídolos africanos y unas
tijeras que su abuelo, sastre, trajo de Cuba; pájaros de madera y una
pala que usaba su padre, panadero, para sacar las piezas del horno;
fetiches tibetanos y un futbolista tallado por un ciego en Brasil. Se lo
regaló su amigo, el poeta Lêdo Ivo, al que ha traducido y con el que
tenía una cita en diciembre pasado que la muerte aplazó para siempre.
Autor
de libros como La poesía ha caído en desgracia (Visor), La tumba de
Keats (Hiperión) o el reciente La bicicleta del panadero (Calambur),
Juan Carlos Mestre inaugura el próximo jueves una exposición de su obra
plástica en la Sala José Saramago de Leganés, pero no para. Su mente
está ya en otra cosa, ocupada por la indignación que le ha llevado a
escribir de nuevo torrencialmente: “El poder ha corrompido palabras como
verdad o justicia y el trabajo de la poesía es restituirles su
significado oponiendo un grado de delicadeza a la violencia de esa
corrupción. Un poeta es el vigilante del fuego, alguien que advierte de
la catástrofe inminente”.
Rodeados por tinteros y fósiles,
diccionarios y un puñado de libros —los Cantos de Maldoror, de
Lautréamont; Paradiso, de Lezama Lima; El ritmo perdido, de Santiago
Auserón—, Mestre pintor trabaja estos días ilustrando una antología de
Federico García Lorca y un bestiario de Rafael Pérez Estrada. Además,
remata, Las venas comunales, un libro en el que Antonio Gamoneda ha ido
escribiendo a mano sobre los dibujos que le iba mandando. “Mira qué
letra tiene”, dice. “Parece de Michaux”.
El poeta leonés, que
sostiene que no necesita mucho espacio para trabajar, acompaña a veces
la lectura pública de sus versos tocando el acordeón, y ahí tiene los
instrumentos, ordenados debajo de la mesa: “El acordeón tiene algo de
mágico y, a la vez, de mendigo, ¿verdad? Es muy emocionante la humildad
de su respiración”.
El País, Blogs cultura
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