martes, 18 de enero de 2011

Reseñas de El juego de la taba, de Elías Moro

Revista Artes & Letras (Heraldo de Aragón), 30 de diciembre de 2010

Por Olga Bernard

El juego de la taba recoge un conjunto de apuntes líricos muy diversos y aparentemente espontáneos escritos al hilo de lo oído en un bar, en la televisión —fuente de maravillosas perplejidades: “Donde esté un buen estofao de rabo de toro, que se quite la horchata”— o desde el desamparo existencial que produce la consulta del dentista.

Comenzamos el juego por el título y este nos trae un olor a memoria, calle con niños y un poco de real gana, que tampoco viene mal. Casi sin darnos cuenta, el autor se nos hace confidente a través de sus breves reflexiones poéticas, a veces flirteando con la greguería (“Las telarañas del otoño son las serpentinas del aire”), a veces adquiriendo el tono de pequeños cuentos o largos aforismos cuya última enseñanza no es siempre lo importante, pues tal vez sería una soberbia merecedora de castigo: “tener la seguridad de que se es dueño de una certeza y no poder hacer nada con ella, no saber dónde, ni cómo, ni a quién aplicársela”. Sí importa, sin embargo, la porción del inagotable no sé qué que el escritor rescata del mundo para nosotros (“Los charcos se entristecen si no pasas por ellos”, “Las perlas ascienden en espiral hasta lograr la belleza”).

A Elías Moro se le entiende todo; digamos que el juego sigue sus honradas reglas pero, como en él, en la poesía se necesita toque, la tensión de la duda, la quemadura del deseo, el arte de acertar y la voluntad de no hacer trampas. Así juega el autor su partida con nosotros, como si fuésemos los niños de la portada, pero lo hace con una profunda voz de hombre que, la verdad, también se agradece.


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Diario Hoy.es, Blog Libre con libros

Fragmentos

Por Manuel Pecellín

Elías Moro , natural de Madrid (1959) y vecino de Mérida desde 1982, es uno de esos extremeños que la suerte nos deparó a este terruño marcado por la diáspora. Aquí ha ido labrando una obra importante, casi sin hacerse notar, aunque su alta y silenciosa figura resulte ineludible en tantos territorios. Si bien cultiva preferentemente la poesía (con títulos como Contrabando, Casi Humanos (bestiario), Palos de ciego, La tabla del 3, En piel y hueso) y así se le incluye en las antologías Díez años de poesía en Extremadura, Poelia (Poesía en el Gran Teatro) o La Luna de Mérida (nº 10) , y así lo estudia Miguel Ángel Lama, sin desconocer su labor prosística, en el volumen primero de Literatura en Extremadura 1984-2009 (Mérida, ERE, 2010), Moro, cultivador también de la poesía visual, es así mismo autor de relatos breves (Me acuerdo, en colaboración con Daniel Casado, y Óbitos súbitos), con colaboraciones para muchas revistas literarias.

El juego de la taba, cuyo título rinde homenaje a los años infantiles, evocados aquí ocasionalmente, y sobre todo a tantos difuntos queridos – la taba es un hueso- como Vidal, José Viñals , Ángel González, José Hierro, Aníbal Núñez , Benedetti o, de forma especialísima, Ángel Campos, es obra que el propio creador califica así : "Cuaderno de notas, de aforismos, de breves textos sin mucha conexión entre ellos, de apuntes líricos, de filias y de fobias" (página final), manifestando a la vez su esperanza de no haber atropellado gravemente a nadie en estas páginas . Difícilmente lo haría un hombre tan mesurado como él, que prefiere diluir las críticas, y a ellas recurre con frecuencia, bajo un discurso anónimo, velado, si bien no de imposible concreción.

Este libro fragmentario, donde no faltan reconocimientos a escritores que siguen en la brecha (Gonzalo Hidalgo, Luis Landero, Ada Salas, María José Flores, Agustín García Calvo, Juan Carlos Mestre, José María Cumbreño), ha sido editado por la madrileña Calambur en su colección de narrativa. Constituye una auténtica delicia introducirse por cualquiera de sus páginas, donde se pueden localizar, junto a los apuntes que antes señalaba moro, otros pasajes repletos de sugerencias y no fáciles de definir. Algunos de estos resplandores verbales son auténticas greguerías, que Don Ramón no sabría desdeñar ("Las antorchas son las cerillas de los gigantes", pág. 58; "El bastón es el estoque de las aceras", pág. 63, o "Los pájaros son la banda sonora del aire", pág. 140, escrito junto a una paráfrasis de un conocido verso de Manuel Pacheco, por más que no se le cita: "Desgraciadamente, siempre tenemos donde caernos muertos"). Otros son verdaderos haikus, localizables cerca de declaraciones amorosas explícitas o filosofemas en torno a la inevitable realidad de la muerte y la podredumbre de la vida política o los retruécanos de multitud de dichos populares. Pero quizás sean otras dos especies las que más abundan: las de carácter confidencial, donde el escritor va abriéndonos intimidades, entregando sus concepciones ideológicas más sentidas, y multitud de metatextos que permiten seguir las vicisitudes lingüísticas de alguien enamorado de la poesía, capaz de todos los sacrificios por un verso impecable.

Escéptico, humilde, enamorado, con gran sentido del humor (tal vez sobran chistes demasiado vulgares, así como las apostillas a ciertas entradas), próximo a la utopía ácrata, tierno, suavemente irónico, tenaz en la búsqueda del contrapunto ante los tópicos, nostálgico de Portugal como buen extremeño, lector impenitente, conocedor del cine y la música contemporáneos. Así es el autor de esta obra, cuya lectura recomendamos calurosamente.

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