La Voz de Cádiz, 19 de enero de 2011
Antonio Hernández (Arcos de la Frontera, 1943) debe estar haciéndose mayor. De ahí que la editorial 'Calambur' haya publicado su obra completa hasta la fecha, en un estuche que incluye dos volúmenes, con los quince libros publicados hasta ahora por el poeta arcense: desde El mar es una tarde con campanas (1965), su primera incursión lírica bajo el sello de Adonais, que le valió que el oficial Luis Berenguer gritase dicho título con el consabido ¡ar! cuando le mandó llevar a su despacho de marina en La Isla, hasta A palo seco (2007), indócil como él mismo. La obra, inteligentemente prologada por Francisco J. Peñas-Bermejo, ha sido ya presentada en Madrid y en Sevilla por Alfonso Guerra, ex vicepresidente del primer Gobierno del PSOE y lector atentísimo, quien se encargó de reseñar el mundo temático de Hernández, entre la vida, el amor y la muerte. Claro que hay quien le ha dicho cosas peores. Entre la ojana de quienes echan su mijita de exageración al amor que le profesan y el exabrupto de quienes, por causa contraria, le desprecian o guardan alguna suerte de rencor o inquina, Hernández ha ido construyendo una poderosa obra personal, en la que caben varias novelas, diversos ensayos y un amplio número de poemarios, entre los que figuran: Oveja negra (1969), Donde da la luz (1978), Metaory (1979), Homo Loquens (1081), Diezmo de madrugada (1982), Compás errante (1981), Indumentaria (1986), Campo lunario (1988), Lente de agua (1990), Sagrada forma (1994), Habitación en Arcos (1997), El mundo entero (2001) y A palo seco (2007).
Capitán general de los berenjenales más insólitos, tan persistente en la lealtad con sus amigos que en las reticencias con sus adversarios, el paso del tiempo le han hecho cada vez más disidente de algunos albures de la postmodernidad como convicto y confeso en el oficio de la transformación de la realidad que nos rodea y a veces nos asfixia. Insumiso, agitador, encendido andaluz que madrugó a la hora de reivindicar al maldito Carlos Edmundo de Ory, las páginas que compilan hasta el momento la totalidad de su lírica nos ofrecen la clara imagen de un tipo que tuvo que dejar su pueblo para volar pero que, para seguir volando, tiene que volver a anidar en su pueblo. Junto a sus sombras familiares, quizá la palabra más repetida del conjunto sea Arcos de la Frontera, el punto de partida, el paraíso inmediato.Nada sería Hernández sin ese constante ejercicio de nostalgia y de humildad rendida ante el joven curioso que buscaba en los libros los misterios de la brújula. En él, hay un norte, que es el sur. Andalucía se configura como su patria profunda, en donde ya no sólo contrae domicilio en verano, y cuyo tránsito actual le inquieta, no sólo por el baile de las siglas en el partido del Gobierno sino por lo que supone de rendición ante un sistema contrario a la república popular de los sueños, a la ínsula Barataria de la poesía, en la que Hernández ejerce desde hace mucho como un gobernador sin reino. No lo necesita.
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