Andalucía Información, del 20 al 28 de enero de 2011
Por Jorge de Arco
Cuánta agua han derramado los poetas en sus versos a lo largo de la historia. Muchos, muchísimos siglos después de que Tales de Mileto sostuviera que el sustrato y principio de la vida era este líquido e imprescindible elemento, su constante presencia lírica continúa haciéndome recordar al filósofo milesio. Junto a mí —y tras una atenta lectura y gozosa relectura—, reposan ahora
Las calles de la lluvia (Calambur. Madrid, 2010), tras haberme empapado el corazón de una nostalgia con sabor a pueblo blanco, de haber sucumbido a la tormenta cálida de sus versos y haber bebido a lentos tragos los húmedos cendales de sus poemas. Pepa Caro (Arcos de la Frontera, 1961), acaba de dar a la luz este su tercer poemario, ocho años después de
Con todo el invierno dentro. En aquel volumen, ya nos advertía de que "Sólo la sed sostiene/ sólo la lengua/ sólo el cuerpo/ porque somos materia,/ tierra de nadie/ esperando la lluvia". Ahora, estas aguas y estas calles de la lluvia y de la memoria, se han hecho cómplices de su virtud y su condena líricas, y, al hilo de su personal cántico, la poetisa arcense ha sabido articular un libro que indaga en los misterios de sus pulsiones más íntimas. La autenticidad de su decir viene tamizada por la certidumbre de que somos seres mortales, hechos de una materia efímera, sin salvación posible, pero con el afán sempiterno de cobijar en nuestras almas "los dedos niños que dibujan/ con agua en los cristales" la mirífica lumbre de volver a empezar en la carne que también fue nuestra carne. Aunque dividido en cuatro apartados, el conjunto es un manantial unitario por donde fluyen las remembranzas de una infancia ligada a una "mirada luminosa" que "inventaba un mundo al instante", por el que asoma el olor de la cal en las mañanas veraniegas, por el que se derraman la verdad de aquellas "mujeres de lluvia" —tal y como titula la segunda sección—, que guardaron en sus entrañas los pretéritos años del dolor y de la dicha. Pero de entre todas, sobresale a modo de emocionado homenaje, la figura materna, coronado por un texto estremecedor dedicado a ella, y al mismo amor —ahora heredado— que sintió por el pueblo que la vio —las vio— nacer: "Mi madre te quiso, sí, y fíjate/ que sufrió mirando por tus barrancos/ envejeciendo mustia, deshojada/ sin reproches, preparando la huida./ Pero no te abandonó, aquí está/ junto a los cipreses y los jazmines,/ tierra para tu historia, canción dulce/ que se llevó el viento camino de Dios". Los amigos auténticos que "beben el vino que nos une", los hijos, a los que quiere ver rociados "de una lluvia enamorada", el amado, al que sabe bajo "el pálpito/ de la lumbre" que enciende lo mejor de sí misma… tienen también cabida entres estos versos que se encaraman a lo más alto del recuerdo y de los más melancólicos anhelos. Sepa pues, el lector, que para recorrer estas calles de soles y de nieblas, de soledades y candores, no necesitará sino componer la figura y dejarse inundar por el aguacero de buena y cálida poesía que cae desde el firmamento de sus versos. Y pedirle al cielo que no escampe.
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