Ladran diamantes oscuros
Por Tomás Sánchez Santiago
Según Valéry, todo poema consiste en el desarrollo de una exclamación. Eduardo Moga, cuya voz poética ha logrado una especial naturalidad a fuerza de no renunciar a una modalidad tirante y veraz que los lectores ya reconocemos como solo suya, ha ido llevando a otro límite, crudo y sin concesiones, esa misma posibilidad.
A través de su escritura re-concentrada, provista de una red de insistencias a las que tampoco renuncia en Bajo la piel, los días (Calambur, 2010), el poeta continúa devanando a partir de esa exclamación germinal un único relato que se mantiene vivo y candente libro a libro, un relato que no es soluble en palabras —y el poeta lo sabe— y que, sin embargo, él continúa desarrollando en esa última pureza que es seguir a ciegas el lenguaje allá donde le lleve hasta estrellarse con él, y a sabiendas, en el pensamiento: "Ardo, pero razono el ardor", dice de pronto en este libro. Más allá de una declaración a favor de una sujeción intelectiva para el poema, uno quiere ver aquí el resumen lapidario de la aspiración que acaso empañe del todo la poesía, y aun la conciencia vital, del escritor catalán: la aspiración a salvarse simplemente por el hecho de expresar su propio naufragio ontológico personal a través de una lucidez desesperada que, al menos, le permite tomar conciencia precisa de ello.
Por eso mismo, acostumbrados los lectores de Moga a ver trazado en cada uno de sus libros el relato de un circuito que al final devuelve al sujeto poético al punto de partida —la casa, el cuerpo— como último anclaje con cierta esperanza de cobijo, el final de Bajo la piel, los días vuelve a ser un regreso, solo que ahora ya no es a la casa o al cuerpo —a la conciencia del cuerpo— sino a la escritura, al hecho de volverse a ver escribiendo, al lugar "donde el terror se alía con la inocencia (…) aquí, donde soy, escribiendo, y me abraso, escribiendo, aunque se haya borrado mi nombre (…)".
Y es que Bajo la piel, los días es ya desde ese título bimembre una vuelta de tuerca más apretada, en la estela de otros precedentes donde se planteaba con desmenuzada precisión verbal un malestar fértil, el malestar intervenido por un desencuentro angustioso entre el tiempo, el cuerpo y el lenguaje. pero es que hay más: ahora el autor de Las horas y los labios barrena sin concesiones toda convención ajena a su propia poética y expone un territorio si cabe aún más abrupto y sin maquillajes, donde solamente se aferra al lenguaje, a ese lenguaje prodigioso de Eduardo Moga que alía la exactitud con la capacidad de nombrarlo todo por primera vez sin falsear la perspectiva de la realidad que le circunda. Y el poeta logra eso haciendo atravesar a las palabras más allá de "la maleza de los sentimientos, y el grosor de los ecos, y la falsedad de los símbolos", en un ejercicio impecable de honestidad y de reunciaciones a revestir el discurso de materiales líricos, digámoslo así, que lo hagan más digestivo; un discurso donde "ladran diamantes oscuros".
Cabe pensar para Bajo la piel, los días en una frecuencia insólita y desprevenida en la cual la poesía es el lenguaje de donde brota, al margen del tema o de la disposición formal. No encuentra uno en la poesía actual nada parecido a esto. Todo lo más, se acepta la crisis mallarmeana del verso, el surgimiento del poema en prosa, la volatilización de supuestos temas poéticos, las menudas libertades tipográficas… Y poco más. A nuestro juicio, es precisamente Eduardo Moga quien ha llevado a día de hoy más lejos en el panorama en lengua española el carácter radical del discurso poético. No en nombre de una transgresión programada ni de la búsqueda de espantar clérigos o de fundar nuevas calles poéticas. Lo realmente admirable en este libro, que pone en el límite procedimientos incardinados en la escritura total del poeta, es la propuesta fehaciente de una mirada responsable que no engaña cuando brota a la vez del pensamiento cuidadosísimo y de la escritura de su autor y los hace coincidir en la fricción de un efecto parecido a una entropía ontológica, un discurso que o se detiene ante lo escabroso, lo escatológico o lo miserable.
Como corpúsculos ciegos e inocentes, las palabras van penetrando allá donde se encuentra ese que las arrastra hasta el poema. Así, Bajo la piel, los días es la consignación de un presente continuo que participa a su modo del registro de la crónica o el diario, un extenso presente absoluto y panóptico donde el autor, que agita sin descanso su conciencia ante el lenguaje, ama, come y defeca y llora y se duele de su hijo enfermo y orina con ruido triste y cena trivialmente con conocidos y hace juicios literarios y se masturba y asiste a eventos reales y saluda a escritores y recuerda episodios de su vida descoloridos por el tiempo y viaja entusiasmado o sin ganas y se asusta de su cuerpo… Y en todo ello entra la poesía sólo como lenguaje porque es el lenguaje lo único que puede dar dignidad a ese descarrillamiento sin tregua que es el existir. O, mejor dicho, el seguir existiendo.
Así pues, los límites que para la lengua poética se han pretendido tradicionalmente, como si el género fuese una reserva sagrada, aquí se sobrepasan en dos modos contundentes.
Por una parte, mostrando cómo es posible descargar a la lengua poética de jerarquías temáticas. Todo lo que ocurre es poético, es parte de un gran poema mural que es la vida y que se revela como espacio capaz de dignificar cuanto se experimenta, una vez sometido a la regularización de una lengua de alto voltaje. Así termina uno de los movimientos del libro:
"Ya soy mañana. La noche ha caído. Pasan, tiritando, algunos coches. El reloj me escruta desde la mesa: son las ocho menos cuarto. Creo que voy a comerme unos pistachos".
Aquí están, exprimidos, los núcleos de esta escritura radical: la experiencia angustiosamente subjetiva del paso del tiempo; la realidad exterior acechante, ingresando en la conciencia alerta del poeta; el juego de escisiones perplejas entre el "yo" y lo "otro"; la insistencia deíctica para constatar la temporalidad… pero también y al mismo nivel e importancia, como en aquel apunte autista de Kafka ("Hoy ha empezado la guerra. A la tarde iré a nadar"), un suceso trivial y lleno de despreocupaciones que deja de ser así al empastarlo en la resonancia de lo anterior.
Por otro lado, en la escritura poética de Eduargo Moga el poema no es, como debería esperarse, un resultado verbal ya depurado; el poema es también su proceso. Está hecho de renuncias, zozobras, tachaduras, omisiones, trampas… Moga lo incorpora todo como parte natural del poema. El poema "es" también eso. O quizá es que es solo eso. "Yo no escribo: corrijo; crear es una negación", se lee en un momento dado. Y así es. La indiscriminación como valor poético afecta también a su modo de entender el propio poema, que rebasa los límites previstos y eleva la ganga decimal a material de primer orden. Es como si plantease con ello que el poema, en su total entereza, estaba antes de sí mismo y persiste después de él. Así superaría su estricta apariencia de artefacto literario. Un ejemplo entre tantos:
"Mañana será también un sumidero. me precipitaré en él como quien se precipita en el mar, y sentiré la solidez del agua, el incendio de su oleaje. (Pero no: la imagen es binaria y, por lo tanto, imprecisa: toda duplicación —toda insistencia— revela el fracaso de no haber dado con la expresión que la haga innecesaria; además, es demasiado sutil: no transmite con justeza la sordidez del hecho. La rehago, pues). Me encanta la luz ennegrecida de lo anodino".
Por medio de un lenguaje distintivo —siempre sorprende en la poesía de Moga esa adjetivación material y orgánica que expone estrictas cualidades: "entusiasmo sulfúrico", ojos de miel cáustica", "búho piramidal", "bostezo bituminoso"…— en el que menudean tanto incrustaciones interrogativas, que enroscan el relato poético hacia la oscuridad torturada de quien dice como un murmullo sapiencial que se alza sobre la superficie del poema —"La homogeneidad de las formas ha de conducir necesariamente a la del pensamiento"—, el poeta catalán sigue dando cuenta de su fidelidad a esa convicción de que convertir toda realidad en lenguaje es salvarla de una disolución que parece poder con todo menos con eso. O, para decirlo en sus propias palabras: "El poema me afirma, aunque yo quiera negarme".
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