ABC Cultural, 8 de enero de 2011
Por Jaime Siles
Nada mejor que el libro más difícil para medir y comprender los diferentes grados de su dificultad. Eso es lo que hacen, cada cual a su modo, tanto Julio Mas Alcaraz en su inmejorable versión del texto, iluminada a la luz de su documentadísimo prólogo, redoblado por un imprescindible y precioso aparato de notas, como, de manera más concentrada y sucinta, Jordi Doce en el inteligente epílogo que sirve de colofón.
Gracias a esa maravillosa colaboración de ambos el lector tiene acceso a la enmarañada complejidad de un territorio por el que, sin el correspondiente mapa, resulta casi imposible transitar. De ahí que este volumen cumpla una doble función: la de ser una rigurosa y exacta traslación poética del texto, y la de constituir un competente y sólido análisis del mismo, así como un admirable y completo ensayo de interpretación, que ayuda a entender tanto el sistema poético de su autor como las diferentes dimensiones de la obra misma.
Escritura inaugural
Estamos, pues, ante una memorable traducción de un libro en sí mismo memorable: porque El juramento de la pista de frontón, escrito a mediados de los años cincuenta y publicado en 1962, no solo contiene la base fundacional del estilo y los temas posteriores de Ashbery sino que supone un cambio en el sistema de dicción de toda una época, al romper la tradición poética previa e introducir en la poesía escrita en lengua inglesa los modelos surrealistas de los que en los años veinte careció.
Escritura, por tanto, inaugural, que toma su título de un cuadro inacabado de Jacques-Louis David, Le Serment du Jeu de paume (1791), pero que se mueve en los entornos de la pintura metafísica. Este libro, el segundo de Ashbery describe una fuga de sentido que retoma determinados puntos y técnicas de la vanguardia histórica —la poesía de pierre Reverdy y la narrativa de Raymond Ruoussel, el collage y el cut-up, la sintaxis sin conectores, las frases suspendidas, el lenguaje infantil y la agramaticalidad, entre otros—, y construye con ellos un universo poético pero también político, gráfico y sexual, en el que el americano transterrado a París que en aquellos años era su autor enumera —de manera elusiva e implícita— una visión de América y Europa como espejo de fondo de la crisis de identidad y de sujeto que entonces está sufriendo él.
Lo que convierte la obra en un testimonio biográfico, pero también histórico, de lo que su autor entonces era y de lo que y quién quería ser. De ahí que los finales de los poemas sean abiertos; que hablen en ellos diferentes personas poemáticas y que el yo sea prácticamente solo pronominal es aquí la identidad de Ashbery. De ahí también que el texto resulte polifónico, politemático y polimorfo y que su unidad resida precisamente en el fragmentarismo: en un fragmentarismo menos óptico que acústico y menos plástico que musical, en el que las teselas del mosaico no siempre son palabras y en el que los tonos del fraseo son tan significativos como la aliteración, la estrofa y la rima que también utiliza aquí.
Lírica del porvenir
La sensación que todo ello produce en el lector es la de sentirse al borde de un abismo en el que tal vez hay algún tipo de significado, pero en el que ni el yo ni el conjunto tienen significación. De ahí la angustia y el placer que su lectura produce y que a algunos de sus primeros críticos tanto les indignó. y es que en este libro abolía no pocos de los postulados poéticos de la primera mitad del siglo XX, salvaba otros y fundaba nada menos que la lírica del porvenir: una lírica, hecha de ironía, parodia y dislocaciones, que devolvía la poesía a su terreno propio, que no es otro que el de la imaginación. Pero esto que sabemos hoy no fue comprendido en su momento y casi me atrevería a decir que tampoco ahora, porque Ashbery genera dos tipos de lectores: los que lo aceptan y los que lo rechazan, sin que haya aún un término medio entre los dos. Y es que la suya es poesía absoluta y, por lo tanto, no sujeta a las limitaciones del discurso burgués, heredado luego por una supuesta poesía de izquierdas: según Ashbery «un poema que comunica algo que el lector ya conoce no le está realmente comunicando nada y de hecho muestra una falta de respeto hacia él». Por eso su lenguaje está libre de toda referencialidad y no sigue otra lógica que la poética.
Máscara y escudo
Lo que no quiere decir que su escritura sea automática en el sentido de Breton. Tal vez la parte más díficil de este volumen de Ashbery sea su forma de automatismo, que le sirve de máscara y escudo bajo el
que ocultarse y protegerse y que —como a Aleixandre— le permite mezclar experimento y abstracción, aunque con una clara diferencia: en Ashbery está muy presente la teoría del signo de Merleau-Ponty, cuya
fenomenología impregna toda su percepción. El juramento de la pista de frontón es, por muchas razones, un libro de lectura obligatoria.
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