Revista de Letras
Por Albert Lladó www.albertllado.com
El pasado 11 de noviembre murió el poeta Carlos Edmundo de Ory. Rápidamente, los que nos hacemos llamar periodistas culturales, buscamos alguna nota de urgencia en las principales agencias de noticias. Resumen bibliográfico, algún rasguño vital para salir del paso y a resaltar que, junto a Eduardo Chicharro Briones y Silvano Sernesi, fundó el Postismo, síntesis de todas las vanguardias literarias anteriores. A otra cosa. Que la actualidad ruge. Como un tren sin puertas ni pasajeros.
Pero de Ory se queda. Con su ingenio, con su rigor lírico, con las armas arrojadizas en las que convierte sus aforismos. Por suerte para nosotros, la editorial Calambur editó, en 2005, Los aerolitos, una selección de autor, con mucho material inédito, después de una primera recopilación en francés que se hizo en 1962. El poeta se sabía, pese a su radical libertad creativa, miembro de una herencia heterogénea, azarosa, que utiliza lo brevísimo para construir puentes y brechas, como Nietzsche con sus “sentencias” y “dardos”, Baudelaire y sus “cohetes”, Cioran y los “pensamientos estrangulados”, entre tantos muchos otros, a los que cita y a los que no cita, como las “greguerías” de Ramón Gómez de la Serna o las notas de Elias Canetti.
Carlos Edmundo de Ory va a tender las palabras como ropa recién salida de la lavadora, estirando la cuerda, forzando las relaciones, con el abismo a sus pies, en un goteo de lirismo, ironía y descubrimientos. Preguntarse por Dios o por la luna, o comenzar una carta con un “Muy ruiseñor mío”, riéndose de los convencionalismos no como una simple burla, inocente, sino como una reivindicación de todas las posibilidades del lenguaje, que nos desnuda frente a los gestos automáticos. Que nos demuestra que, aunque lo hayamos olvidado, no somos máquinas.
El poeta va a utilizar, para lanzar sus aerolitos, diferentes técnicas, seguramente inconscientes. De Ory puede darle la vuelta a la tortilla, para dar fe de que “ve molinos de viento en los gigantes”, utilizar el microscopio para detenerse en cada letra, asegurando que “una estatua rota es una extatua” o cantar a “la gula que estrangula”. Pero también camina hacia el lirismo, del que no puede prescindir, para explicarnos que “a la hora del insomnio” le “visitan soldados muertos” haciéndonos comprender, al mismo tiempo, que “las olas son saliva de la luna”. Cómo no habernos dado cuenta antes. Hacia dónde miraremos cuando no miramos nada.
De Ory, pues, ejerce la poesía como un testimonio directo de que algo habremos hecho mal al interpretar la realidad de forma rígida y, por ello, hay que utilizarla, aprovecharse de ella, como “un vómito de piedras preciosas”, porque “un poema es la autobiografía del sueño”. Por eso mismo, nos avisa: “Informo al mundo de mis aullidos”.
En Los aerolitos vamos a encontrar, a la vez, sus fetiches, colecciones como los “animales que ríen: la gaviota/la oveja/el flamenco/la hiena …” o tríadas que resumen obras y autores: “Emerson: destino, libertad, amor”.
Entre aforismo y aforismo, entre disparo y amago, Carlos Edmundo de Ory se va ir preguntando cómo han acabado los más grandes: “¿Cómo murió Sófocles? – De asfixia comiendo una uva agraz”. De muerte absurda porque todas lo son ya que “el hombre herido de muerte al nacer se hospitaliza en el mundo”. Y, durante ese tiempo, en el que nos ingresan en el paso de los días, tenemos la fortuna de leer estas cápsulas que, en vez de tener sabor a medicina vieja, son un oxígeno indispensable entre tanto discurso a favor de la monotonía y la conformidad. Que si han de llover piedras, que sean éstos los aerolitos.
http://www.revistadeletras.net/si-hay-una-invasion-que-sea-de-aerolitos/
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