Revista Mercurio n.º 126, diciembre de 2010
Por Eduardo García
De vez en cuando un libro nos sorprende, asaltándonos por un flanco inesperado. Nos mira displicente su portada, con gesto de ir a lo suyo, y nada más hincarle el diente empezamos a sospechar que viene a romper con algunos prejuicios distraídos que llevábamos calados hasta los huesos sin apenas darnos cuenta. Así me sucedió con Bajo la piel, los días: 31 extensos poemas en prosa en donde las fronteras entre géneros saltan en pedazos.
En una primera aproximación sentimos encontrarnos ante un peculiar diario poético. Y en efecto, la vida en su transcurso va salpicando estas páginas. Viajes, actos literarios, convalecencias, recuerdos de juventud, surcan los poemas aquí o allá. Sin embargo, tales apuntes autobiográficos se sumen dentro de un discurso fragmentario en donde la digresión misma es la argamasa, el eje vertebrador de lo narrado. La temperatura poética va oscilando desde un lirismo objetivista hasta la meditación desencantada, de manera que el lector siente el texto fluir entre diversos estados de conciencia, en un continuo vaivén en donde abundan los hallazgos.
Lo más sorprendente aquí es que el autor se ha atrevido, en numerosos fragmentos, a romper con el tabú de la presunta solemnidad inherente a la poesía. De ahí que asistamos con frecuencia al descenso a lo más cotidiano (la necesidad, por ejemplo, de comprar un medicamento para mitigar un dolor), llegando a los más íntimos requerimientos del cuerpo (el hambre, la sed, el deseo…), a las funciones fisiológicas incluso, tabú raras veces traspasado en nuestra literatura (Recuerdo a Borges ahora, y su espléndido soneto sobre la defecación, que nadie cita). Lo que se muestra aquí –lejos del tan ingenuo como anacrónico afán de “épater le bourgeois”– es buena parte de lo que por convención suele hurtarse al lector. Quizá iba siendo hora de que alguien se atreviese a dar al cuerpo su espacio en el poema: el mismo que ocupa, omnipresente, en nuestras vidas.
Y sin embargo, frente a estos descensos a la corporalidad más explícita, prevalece el flujo de conciencia de un errante yo –descentrado, en quiebra–, deseoso de fundirse en la nada, desplegándose en las esquirlas de un espejo roto. Asistimos al discurso de una conciencia atrapada en sí, sorprendida por súbitos fogonazos de extrañamiento: un lirismo contenido que esquiva los excesos de la exaltación romántica. Contemplación y reflexión se dan aquí la mano, de modo que encontramos al paso jugosas meditaciones sobre el misterio de la escritura, en franco diálogo con numerosos escritores a los que se cita a modo de imaginarios compañeros de viaje.
En su intención de transgredir los convencionalismos poéticos el autor va aún más allá, introduciendo acotaciones a lo ya escrito, incisos entre corchetes en los que se despliegan los desarrollos poético-reflexivos nacidos en sucesivas revisiones del poema. El lector puede así asistir al adentro y al afuera de la escritura. Por lo común los poetas sólo muestran el resultado final de sus esfuerzos, ocultando la tramoya, los andamios del poema, las versiones. Eduardo Moga nos enseña los camerinos, más allá del escenario: las capas de pintura. Una oportunidad única para cualquier lector de contemplar desde dentro el proceso en marcha de la creación.
En ese deslizarse entre diversos tonos, esa dinámica incesante de natural fusión entre texturas a simple vista heterogéneas, reside quizá el mayor acierto de estos poemas en prosa. Un enérgico palimpsesto, palpitante de vida: una propuesta singular.
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