
"No es un libro póstumo, Campos lo cuidó hasta el último detalle, dice Emilio Torné"
El jueves 19 de marzo, a las 20,00 h, se presentará, en la sede del Club de Prensa Canaria, la reedición de Liverpool (Calambur 2008), publicado inicialmente por José María Millares Sall en 1949, cuando contaba con 28 años y que fue "silenciado durante la posguerra". El poeta ha sido recientemente nombrado Premio Canarias de Literatura 2009.
El acto de presentación de Liverpool contará con la presencia del propio escritor de 88 años de edad, la consejera de Cultura del Cabildo, Luz Caballero, la escritora y editora Elsa López, el poeta y ensayista madrileño Miguel Ángel Muñoz (en representación de la editorial Calambur), y el ensayista y ganador de la última edición del Premio Viera y Clavijo de Investigación de las Letras, Antonio Becerra.
Liverpool es, todavía hoy, uno de los libros "más sorprendentes de la posguerra", pero que sin embargo, pasó casi desapercibido para los lectores y fue silenciado por la crítica en aquellos años de poetas celestiales y sonetos arraigados. Dos años después, en 1951, la prohibición de Planas de Poesía por la censura y el procesamiento de José María Millares Sall acabaron de enterrar aquel libro que enlazaba con la mejor herencia del expresionismo y el superrealismo de entreguerras.
Para Rodríguez Padrón, 'Liverpool' resulta de "primerísima necesidad en el discurrir de la poesía española de estos sesenta años. 'Liverpool' es un libro diferente y excepcional porque supone una identificación de la realidad poética con la experiencia del individuo".
En su opinión, los seis poemas del libro "están movidos por una energía espiritual que es moral: introducen en la realidad lo que el escritor piensa de su difícil encaje como individuo en el mundo, ajena a ese maniqueísmo tan gustoso a la poesía española, porque la acción poética interviene e interfiere la realidad con voluntad de ruptura".
AGENCIA EFE (León), 12 de febrero de 2009
Editan cartas de Quevedo, del periodo final de su vida
Editorial Calambur acaba de publicar Cartas de Francisco de Quevedo a Sancho de Sandoval (1635-1645), recopiladas por Mercedes Sánchez Sánchez, que recogen correspondencia epistolar del tiempo en el que el escritor estuvo preso en León.
En 1639 Francisco de Quevedo fue detenido en casa del duque de Medinaceli y conducido a la cárcel de San Marcos de León, por razones de Estado, donde estuvo hasta 1643.
Según la editora madrileña, el corpus epistolar publicado ahora sirve para acercar, de la mano de don Francisco de Quevedo, al periodo 1635-1645, en el que España se ve envuelta en guerras, con frentes en el interior y en el exterior, aunque el escritor no supo cómo acabaron la mayor parte de los conflictos que vio iniciarse.
Quevedo comparte con Sancho de Sandoval, vecino en Beas de Segura (Jaén), sus preocupaciones sobre la marcha de los intereses de España, en unas cartas que reflejan al noble pendiente de las noticias de la Corte y al encarcelado que padece y sale de prisión, cuando ve acercarse la muerte.
Mercedes Sánchez Sánchez es doctora en Filosofía y Letras. En el año 2003 obtuvo el Premio Rivadeneira de la Real Academia Española, y actualmente desarrolla su labor profesional en el Corpus del español del siglo XXI, en la Real Academia Española.
Sánchez ha centrado su labor investigadora en el epistolario de Quevedo y ha localizado y editado varias cartas inéditas y autógrafas del escritor, y su tesis doctoral es el origen de este libro que ahora ve la luz.
ANTHROPOS, febrero de 2009
Nada es una gran palabra. Decimos nada para indicar que la realidad es tan escasa que no se ve, nada para restar importancia a las cosas que pudieron tenerla, nada para disculpar al otro –a una mismo– del error cometido, del daño hecho.
Una lección que da la vida es que nada es lo que parece. Por eso, Kepa Murua ha elaborado un primer balance de su vida en No es nada, su último título, publicado a finales de este invierno por Calambur. Es un libro más extenso de lo habitual donde el poeta vasco reflexiona, propone, medita y resuelve el nudo que la vida pone delante de nuestra cara cada día.
Aunque a veces resolver es decir demasiado. Desde el título queda claro que el poeta moderno, si lo es, es humilde en su tono y prudente en su certeza. La humildad se demuestra en el tono bajo de voz; la prudencia, en la forma de caminar despacio. Y en un libro, eso se nota cuando las palabras rebuscadas dejan sitio a las simples, cuando las grandes frases se pronuncian sin énfasis y las verdades se realzan por la niebla de la duda. Si el título anuncia una conclusión que parece definitiva, el último poema, con ese todavía que nos remite a una lectura provisional de la vida, deja abierta una labor que resulta incesante: la de pensar y repensar lo que nos sucede.
Así es No es nada, con sus cambios de tono como un crepúsculo entre luces o una canción donde el oro y la plata, el pasado y el presente, se dan la mano en los recuerdos del escritor. Los poemas de este nuevo Murua destellan por su intimidad, y por una meritoria limpieza formal. Construcciones exigentes y medidas, con poemas de estrofas iguales que sugieren al lector oficio, inquietud y templanza.
Imagino a Murua mirando la vida por una ventana, hablando con su amigo en voz baja, escribiendo despacio en una mañana de sol. Y comprimiendo todo ello en un libro que supone un gran avance en forma y fondo sobre anteriores. El amor, la culpa, el perdón, la amistad o la muerte son tratados sin solemnidad, como sucede siempre en la existencia, donde nadie tiene la palabra definitiva.
Los libros de poesía deben sugerir al lector una voz y darle vida en el espacio y en el tiempo. Poner al hombre ne su casa, en un funeral, en una sobremesa de platos sucios y migas de pan. Cuando lo logran se convcierten en obras de arte donde la música de la palabra se hace palapitación y conocimiento, emoción y verdad. No es nada lo consigue si se lee también a media voz, recreando a Murua en su ventana, en su mañana, en su vida diaria que es la de todos, con esa mezcla de alegría y terquedad que tiene la vida que pasa, el tiempo que llega.
PEDRO TELLERÍA
Abc, 11 de febrero de 2009
Una nueva resurreción. Así es como debe definirse El cuarto día (Calambur), un nuevo, bello e intenso ejercicio poético que Cecilia Quílez ha regalado a sus sedientos lectores. Sedientos porque su cuidada lírica es recibida como un idílico manantial en medio del desolador desierto.
Su andadura comenzó hace ya tiempo, pero su estela se ha ido haciendo intensa y amenaza con quedarse en el imaginario vital de todo aquel que se acerque a su poesía. No hay duda, El cuarto día engancha como la droga más potente e inofensiva, esa sustancia incorpórea que se diluye en la conciencia, a medio camino entre el raciocinio (el mismo que te aleja de la extraña sensación de felicidad) y el irrefrenable deseo de disfrutar de cada momento como si fuera el último.
Ha sido un proceso largo, no sin cierto temblor esquizofrénico por la dualidad sentimental que supone cerrar un proyecto y verse inmersa, sin saber muy bien cómo, en uno nuevo y extenuante. Si para la autora su anterior libro, Un mal ácido, significó una muerte, El cuarto día la ha permitido respirar de nuevo, emerger «del agua de mis primeros recuerdos».Quílez sale al encuentro del mundo, se relaciona con él, lo colorea de dulces matices aterciopelados y regala otro mundo. Un mundo, ahora más que nunca, posible.
Un bello resurgir
Como todo resurgir, en el camino ha dejado desolación y algo de tristeza, pero Quílez, decidida a derrotar con valentía «aquello que te ha devorado el alma», sale victoriosa de una lucha tan literariamente encarnizada. «Los poemas de El cuarto día recorren el camino de seguir buscando otros estados idílicos que nos sigan haciendo dichosos». Una euforia, consecución vital de la autora, que se contagia al lector verso a verso, palabra tras palabra, hasta cerrar la última de las 66 páginas que componen el libro publicado por «Calambur».
Cecilia Quílez tiene claro cuál es el lugar que debe ocupar el poeta, en medio de la fangosa existencia que a día de hoy nos aturde hasta dejarnos sin respiración. «La poesía es el espacio que hay entre esa realidad y la aceptación de nuestro propio desenlace. En ese lugar domina la memoria y la ensoñación por lo pasado y lo futuro. Y la verdad, que es el presente, sea como sea».
Una verdad, encadenada al presente, que Quílez dulcifica al lector para presentarle un pequeño (pero grande al tiempo) universo de intensos sentimientos, descritos desde «la llaga o la euforia». Se reconoce a sí misma como poeta solitaria y tiende a escapar de las multitudes líricas, pero en El cuarto día Quílez sale al encuentro del mundo, se relaciona con él, lo colorea de dulces matices aterciopelados y regala otro mundo. Un mundo, ahora más que nunca, posible.
INÉS MARTÍN RODRIGO
ESPEJO
Astral invisibilidad
se torna nube en tu corazón
que llueve translúcida una borrosa imagen
donde en libertad se desnuda el sueño
y la palabra se desvanece en su embrión de oro.
Quieto en su tormenta transparente
el pulso del beso se abre en ondas radiantes,
mientras te inclinas a su húmedo rosal
que un instante te enclaustra
en alto y efímero sentir;
para regresar después al solitario espacio innominado
donde el tiempo se redime
con todo lo que fuiste.
Entre ti y lo amado
suena lento el atardecer.
*******************
La memoria de la tarde
declina en el silencio,
ajeno en su horizonte,
de un olvidado ramo de rosas.
Hay en todo una penumbra triste
que se hunde sin rostro
mientras el corazón se escucha
el latido puro de las sombras.
Una nube fija irradia
en lento vaho tu nombre
y toda la habitación se empeña
con su cuerpo transparente.
El tiempo es vuelo sin anuncio
en el que la mirada se pierde
hasta que el pensamiento alumbra
núbil criatura de espuma.
Un advenimiento sin nadie
se consuma entonces en el pecho,
y las lágrimas se nublan
en su hondo cielo sellado.
Una cegada luna
fluye sin hora en la sangre,
mientras la soledad es una estancia
que se va quedando sin aire.
La memoria de la tarde declina
como un labio entreabierto sin beso.
Javier Lostalé nació en Madrid, en 1942. Además de por su condición de poeta, Lostalé es ampliamente conocido por su trabajo en el mundo de la radio. Desde Radio Nacional de España ha venido desarrollando una constante labor divulgadora de la literatura y especialmente de la poesía, a través de programas como Escribir, El ojo crítico y La estación azul. Su poesía –reunida en la antología La rosa inclinada (Calambur) y espigada a lo largo de los años en libros como Jimmy, Jimmy (1976, 2000), Figura en el paseo marítimo (1981), La rosa inclinada (1995), Hondo es el resplandor (1998) y La estación azul (1998-2000)- crece ceñida a los sentimientos. “Poesía del corazón”, en palabras de Antonio Colinas, intensa aproximación al sentido mágico de la existencia, exaltación del amor como centro de gravedad, emoción al margen de escuelas poétcias y modas pasajeras. Lostalé cultiva el esplendor del instante y dibuja los escenarios del alma. porque, como él mismo dice, ese alma “no existe, nos existe”, porque “somos desde el olvido con que su llama nos quema”. En 1971 fue incluido en la antología Espejo del amor y de la muerte y antologó la poesía de Aleixandre (uno de sus máximos referentes poéticos, junto con Cernuda) con el título de Antología del mar y la noche. Entre los premios que ha recibido están el Ondas, el Nacional de Fomento de la Lectura a través de los medios de comunicación, el Internacional para medios audiovisuales Antonio Machado por su programa sobre poesía, el de Poesía Juan de Baños por La rosa inclinada y el Villa de Madrid de Poesía Francisco de Quevedo.
Túa Blesa
“No es nada”, la expresión que da título a este libro y a uno de sus poemas, es común en la lengua coloquial y sirve para quitar importancia a un hecho o un sentimiento, para relativizar un incidente, y da nombre aquí a un extenso conjunto de poemas en el que Kepa Murua (Zarautz, Guipúzcoa, 1962) aborda una gran variedad temática, la muerte, los muertos recordados, el amor actual o perdido, etc., y de todo ello sería la conclusión ese “no es nada”: la vida continúa, todo, hasta lo más trágico o lo más tierno, pasa a la memoria o al olvido. Sin embargo, sí queda
un resto de todo ese mundo que se nombra: estos poemas y no son precisamente poca cosa.
Con un decir que se acerca al de la conversación, a lo que contribuye la reiterada presencia de un tú a quien se habla y que en ocasiones es representación del lector, Murua lleva a cabo en este libro una especie de recapitulación general de una vida con una mirada a la que, como queda señalado, casi nada le es ajeno. Y todo eso que pasa, en los poemas, en la vida, conduce a una conciencia de que hay que vivir desprendiéndose de las verdades heredadas, los ideales, que llegan tantas veces a justificar hasta lo más horrendo. Se trata, pues de una conciencia escéptica: “Nada es lo que parece: / la duda nos rodea con su luz / como lámparas que coinciden / en mostrar las verdades inútiles”, dice uno de los textos invirtiendo el simbolismo de la luz como conocimiento. Hay aquí, como en los anteriores libros de este autor, una efectividad poética de la palabra, en cada uno de los poemas y, por supuesto, en el conjunto del libro. Pese a ese coloquialismo apuntado, el decir recurre a imágenes sorprendentes, que sirven de contrapunto eficaz a lo que podría haber sido un discurso confesional.
No es nada se diría escrito como si se quisiera comprender la vida y este empeño descomunal conduce a que “Nada es lo que parece / cuando la vida no tiene sentido. / Nada la soledad si el amor no existe”. Ésa es en fin la fuerza de la vida y lo que da sentido a este libro de un autor de lectura imprescindible.
Antonio Gamoneda (poema) / Mercedes Zavala (música)
María Victoria Atencia (poema) / Claudio Prieto (música)
"¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son."
Sobre verdad y mentira en sentido extramoral / F. Nietzsche
La arbitrariedad del lenguaje llevaba a Nietzsche a preguntarse sobre el valor de la verdad en la génesis de la palabra. Sólo mediante el olvido, el hombre puede habitar las palabras como provisional asilo que le permite dar cuenta del mundo, compartir el mundo, a costa de simularlo. Un olvido de sí mismo como sujeto que a cambio consigue dar la forma universal, tranquilizadora de una conciencia.
Sin embargo, cabe pensar que el simulacro sea precisamente una condición de la verdad, y el olvido una condición para el simulacro, aquello que sostiene el impulso hacia ese principio de verdad. Entonces, simulacro y olvido entrarían en juego en la creación para rastrear o para desarmar la posibilidad de una conciencia, cuando no es posible conquistar ese asilo o acomodo.
Desarmar una conciencia:
He atravesado las creencias. Durante mucho tiempo
nevó sin esperanza.
Había madres que enloquecían al amanecer: oigo sus gritos
amarillos.
Aún nieva. Creo en la desaparición.
Creo en la ira.
A. Gamoneda (de Arden las Pérdidas)
Un acto que contiene el sinsentido de nuestro acceso a lo real. Se trata de poner carne en el concepto, prenderlo en lo real no como una pregunta, no una abstracción, un discurso armado para un destino, sino como visión sensible, objeto. Hay que leer lo concreto donde creemos leer lo general, eso que quedaría en algo compartido o canónico si no se dejara mecer en el olvido del discurso y en la reminiscencia de los sentidos, que nos llega rota en los nombres particulares de cada cosa, cada sentimiento, que entra en el presente con sus paradójicas estampas. Es la verdad: ráfagas en síntesis del mundo.
Rastrear la conciencia:
Llegué cuando una luz muriente declinaba.
Emprendieron el vuelo los flamencos dejando
el lugar en su roja belleza insostenible.
Luego expuse mi cuerpo al aire. Descendía
hasta la orilla un suelo de dragones dormidos
entre plantas que crecen por mi recuerdo solo.
Levanté con los dedos el cristal del agua,
contemplé su silencio y me adentré en mi misma.
M.V. Atencia (de Compás Binario)
ABCD de las Artes y las Letras (ABC), 5 de julio de 2008
Luis García Jambrina
La casa roja es el nuevo libro de Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, León, 1957), tras la publicación de La tumba de Keats en 1999. Se trata de un poemario extenso y abarcador, escrito bajo la advocación de Walt Whitman, al que se menciona en el encabezamiento (¿Qué oyes, Walt Whitman?) y en varios momentos del mismo (Asunto delicado tumbarse en la hierba con alguien que no ha leído a Whitman) y con el que el autor comparte una marcada predilección por la poesía de largo aliento, torrencial y expansiva, que, por lo general, se derrama en extensos versículos y que, en el caso de Mestre, desemboca en el poema en prosa, del que es uno de nuestro mejores cultivadores.
LA SENDA DE LORCA. Su poesía tiene, por supuesto, mucho de canto y de himno, pero también de denuncia y de crítica del mundo contemporáneo; de hecho, en sus últimos libros, el autor ha logrado hacer compatibles el irracionalismo y la expresión alucinada con el compromiso ético, siguiendo en ello la senda abierta por Lorca en Poeta en Nueva York, lo que, a su vez, lo ha convertido a él en un referente fundamental para los jóvenes poetas que se mueven en esta órbita.
En La casa roja, este aspecto cobra una mayor eficacia gracias al empleo de la parodia y la ironía, con todo su poder desacralizador y desmitificador de los lenguajes del poder. Esto explica la gran variedad de formas discursivas a las que el poeta apela, irónicamente, a la hora de construir los textos: el salmo (Bienaventurado el que a la cuarentena no ha conocido la recompensa y llama virtud al cordón de un zapato), la alocución (Sastres y compatriotas: Ya lo dijo el marxismo: lo más parecido a lo igual es casi siempre lo mismo), la conferencia (Señoras y señores: cuando yo comencé a escribir ustedes no habían nacido), la ponencia, el informe (Cada cuarto de hora alguien compra una peluca de pájaro), la confesión (Padre, sé que he prometido enmendarme, pero confieso que los ricos que siguen poniendo furioso...), las instrucciones, la epístola, el telegrama, el reparto, el calendario, el epitafio..., incluso encontramos un poema –“¡Ojo con Polifemo!”- que incluye al final una especie de bibliografía consultada.
En los poemas, por otra parte, no habla un yo único e individualizado, sino una multiplicidad de máscaras o voces. El título alude, por lo demás, a la propia poesía (Mi casa es una casa roja bajo la fibra de un rayo, mi casa es la visión y la beldad de una isla. Aquí cabe la gala del mandarín y la escrupulosa usura de las edades antiguas. Esta casa mira al norte hacia las lagunas de helechos, esta casa mira al sudeste azotada por el aliento de los que piden limosna). Asimismo, hay varios textos que nos hablan de la situación de la poesía (A partir de este momento la lírica no existe, / con el permiso de ustedes la poesía / ha decidido dar por terminadas sus funciones este invierno) y de la condición del poeta en estos tiempos de indigencia espiritual (Antes los poetas maldecían a los burgueses / los poetas malditos / los malditos poetas / la poesía ya no sirve a la felicidad de los burgueses / los pequeños burgueses detestan a los poetas oficinistas / cuentan las sílabas con los dedos, roban estilográficas).
LO ÚLTIMO QUE SE PIERDE. En muchos poemas, además, el yo lírico dialoga irónicamente con otros autores (“Eclipse con Rimbaud”, “A la memoria de Joseph”), reescribe o reinventa sus fábulas (Aquella mañana, después de un sueño reparador, / Gregorio Samsa despertó sobre su cama convertido en una adorable persona) o recrea y actualiza los viejos mitos (el ya mencionado “¡Ojo con Polifemo!”, “El pasaporte de Orfeo”). Además de la parodia y la ironía, encontramos otros recursos que se mueven en esa misma línea, como la deslexicalización o desautomatización de expresiones fijas (Tintero del que no has de beber déjalo, acaso, correr; la ignorancia es lo último que se pierde). Asimismo, destaca la gran originalidad de sus símiles (Tengo razones para sostener que la verdad anda zascandileando como un canguro que ha extraviado a sus crías; llueve como si estrujaran ropa en la lavandería).
Pero lo más importante de estos poemas es su gran fuerza rítmica e imaginativa, que da lugar a una escritura proteica y vigorosa, muy coherente con su intencionalidad crítica y ética. Porque, para Mestre, como para su admirado John Keats, la verdad es belleza y la belleza es verdad. Es la poesía entendida, en definitiva, como una forma de resistencia moral frente a la injusticia y la banalidad del mundo.
Luis Artigue
Cecilia Quílez representa y resume una forma de entender la poesía y la feminidad. Y ya que en lo femenino está el origen de la lírica –por eso hoy leemos a Safo como regresando a donde todo empieza- esta poeta bien cimentada en sus clásicos escribe y exhibe su intimismo no sólo para defenderse y proclamarse, sino también para redefinirnos a todos nosotros.
Cada vez está más claro que ha quedado obsoleto el tradicional y sobreactuado modelo masculino mayoritario y, como nos enseña ese elogio de la convivencia que siempre es la poesía, urge una evolución en la forma de ser hombre. Por eso hay que leer mucha poesía escrita por mujeres.
En este sentido la poesía de Celicilia Quílez, perfectamente insertada en la tradición selecta de la poesía escrita por mujeres a lo largo de toda la historia de la cultura, e imbricada igualmente en las más actuales poéticas del realismo, propone indirecta pero decisivamente una revisión del modelo dominante de masculinidad. En esta clave puede leerse su primer libro –La Posada del Dragón- atendiendo especialmente a poemas como El chico del Cosmopolitan, El traje nuevo del emperador o El infiel- y también así el segundo titulado brillantemente Un mal ácido –ahí deslumbran temáticamente poemas como El milagro de los peces o Llegas de nuevo-.
Pero si en La Posada del Dragón había una poesía fresca, con voz, con imaginación y ritmo, muy preocupada por construir un discurso poético sin salirse de los márgenes del realismo postmoderno –lo mejor de ese libro es, como se ha dicho, el logrado ritmo y la alternancia de poemas breves y otros de largo aliento, en Un mal ácido esta poeta incorpora otro valor que ya caracteriza su obra: el ingenio. Y esos dos componentes –el talento rítmico y el ingenio metafórico- llegan a su cenit en su nuevo poemario recién publicado por la Editorial Calambur y titulado El cuarto día -colección de poemas que sorprende por la naturalidad con la que efectúa un impactante streep-tease emocional-.
El cuarto día es, pues, un libro intimista de cuidado ritmo donde, gracias al peculiar ingenio de la autora, se llega a una plasticidad casi radical en las metáforas. Además las referencias culturales que salpican los poemas dan hondura al texto y, a la vez, configuran un mundo poético denso y apetecible (junto con “Prólogo”, merece especial atención el poema “Regresar desde el agua”, bello alegato que nos demuestra que toda poética es una forma de ver la vida).
Se trata de un libro duro, catártico, con voluntad de contención en lo formal -aunque no rehuye los poemas largos cuando es necesario- y en el cual llama la atención el ritmo construido mediante la intuición y la repetición, como en el jazz. Pero, de nuevo, temáticamente fulgura esa forma panteísta de entender lo femenino y lo poético para convertir este libro en un necesario testimonio.
He aquí pues el último libro de la poeta más próxima que hay en España, en mi opinión, al tono y al mundo de Anne Sexton y Marianne Moore, las poetas dolorosas y desairadas, las reencarnaciones de Safo, las mujeres-dragón, mujeres-jaguar, madres del minotauro, flores hermosas con pétalos de mil colores y no monocromáticas...
No es cierto que hay que leer mucha poesía escrita por mujeres para entender a las mujeres. Hay que leer mucha poesía escrita por mujeres para entendernos a nosotros mismos y mejorar la convivencia en nuestro mundo; para saber que necesitamos un nuevo modelo de hombre más allá del que nos muestra el cine, los estadios de fútbol y la prensa rosa, para un mejor acercamiento entre hombres y mujeres y para un mayor grado de felicidad doméstica que es la base, en mi opinión, de la felicidad.
Suplemento cultural ABABOL, del diario La Verdad, junio de 2008
José Belmonte Serrano
La trayectoria literaria de Sebastián Mondéjar ha sido impecable. En poco más de diez años ha publicado tan sólo tres libros, dos de ellos, El jardín errante y el que aquí reseñamos, La herencia invisible, premiados con dos importantes galardones: el primero con el Oliver Belmás, mientras que con el segundo de los citados ha sido distinguido como único finalista del I Premio Internacional Los Odres, de la Fundación López Rejas. Trayectoria impecable que hace justicia a una poesía que sabe a fruta madura, a vida vivida intensamente y no precisamente debido al ajetreo del autor; un hombre que viene de la música más serena, del jazz, sino a sus finas dotes de privilegiado observador que contempla el paso del tiempo desde su butaca y en primera fila, sin que se le escape el más mínimo detalle.
De esa manera, la poesía de Sebastián Mondéjar (Murcia, 1956) se nos antoja, para empezar, cosa sencilla, porque sus palabras atesoran esa música antigua que siempre ha acompañado al hombre desde que el mundo es mundo: desde el sonido de la lluvia hasta la respiración acompasada de una dama que nos aguarda a altas horas de la madrugada. No nos extraña, pues, que algunos de estos poemas estén dedicados a otros escritores y poetas, amigos y contemporáneos de Mondéjar, como Pepe Rubio, Eloy Sánchez Rosillo, Pedro García Montalvo o José Antonio Martínez Muñoz.
La herencia invisible sabe a verdad, como un abrazo, como el calor que desprende una criatura mientras duerme. Nos parece muy significativa la cita que va al frente de uno de sus primeros poemas, titulado “Introspección”, del casi ya olvidado escritor francés Michel de Montaigne: “Que me arrastren los años si quieren, pero hacia atrás”: “La vida es tan potente, que la muerte –escribe Mondéjar en esa misma composición- / es pura anécdota, discreto asentimiento”. Ahí reside la clave, a nuestro entender, de este poemario que posee una sólida cohesión interna, y que, asimismo, destila música por todos sus poros. Son memorables muchos de sus poemas extensos, como el titulado “El malecón”, dedicado no por casualidad, a uno de los novelistas más exquisitos de todo el panorama de la narrativa nacional, Pedro García Montalvo. Pero tampoco conviene dejar a un lado esos otros poemas con los que, en apenas dos o tres versos, inventa un mundo desde la nada, o desde ese todo que es la vida: “Ala quieta del instante. / Latido detenido en su constancia”: Amén.
Aquella noche se oyó en las ciudades el estruendo alegre de la victoria sobre la selección italiana, pero algunos estábamos en la Casa Roja, la que se levanta en las afueras y cuya ilusión está llena de peces que no ven el fútbol. Las avenidas tronantes de cláxones y pólvora roja y amarilla están lejos de esta casa, que tiene paredes de agua y la Vía Láctea por techo. Había dieciséis millones de españoles pendientes del penalti de Cesc y un puñado de desobedientes golpeados por el calor del que carga una mochila llena de recados por las aceras solitarias del mediodía y se refugia a la sombra del que se quita el sombrero ante un cerezo en flor . Esa misma mañana se abrieron las puertas de la Casa con el discurso sobre la dignidad de los humildes que, durante unos minutos, puso ramas a los desnudos plátanos de la Alameda villafranquina, justo cuando el Burbia trajo una brisa de silencio que se cortaba con la voz del poeta, el testigo incómodo cuyas palabras testimonian verdad ante el tribunal donde no se sentencia castigo . Algunos creerán que La Casa Roja es un nuevo libro de poemas de un tal Juan Carlos Mestre, el hijo del panadero de Villafranca, el nieto del sastre que cruzó el mar en una cruz de palo, el niño apoyado hace cuarenta años en uno de esos árboles del jardín que hoy agradece a sus antepasados la caña de pescar relámpagos en el arroyo ilegal de la belleza. Bendita ingenuidad. ¿Acaso alguien cree que el hechicero necesita escribir un libro para levantar la fortaleza a la que van a parar los latidos salados de la emoción? Esta noche volverá a pararse el mundo ante las pantallas redondas de los gladiadores y un montoncito de rebeldes con causa buscará otra vez refugio en la Casa Roja, ese país abandonado por gente como nosotros.
JESÚS RUIZ MANTILLA - Madrid - 06/06/2008
Una poeta como Dios manda debe tener la intuición afilada. Por eso, a Pilar Paz Pasamar de poco la sirvió que Ava Gardner acudiera a la presentación de su primer libro en Madrid de la mano de Mario Cabré. Se titulaba Mara y aquel puñado de versos deslumbró también a Juan Ramón Jiménez. En una entrevista, el pope de la poesía española le confesó a Ricardo Gullón que se trataba de "una niña genial". Corrían los años cincuenta y aquella chica de Jerez de la Frontera era la dulce promesa de la lírica. Pero fue la intuición, dice ella, quien la apartó de todo aquel ruido. Por eso se fue. Desapareció y volvió a Andalucía: "Algo me decía que allí iba a ser feliz", comenta.
Ayer regresó. Con la misión del hallazgo de sus días dichosos más o menos cumplida, con cuatro hijos, cinco nietos y un nuevo libro debajo del brazo. Se trata de otro poemario que mira a aquella dorada juventud y busca dentro respuestas a preguntas hondas. Se titula Los niños interiores (Calambur) y sus versos atestiguan la madurez y la calidad elevada que intuyeron en su día Juan Ramón, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Gerardo Diego o sus compañeros de la ahora conocida como generación del 50.
"Yo fui muy precoz y ellos eran muy golfos. De todas formas, me convertí en la niña que querían proteger. Cuando llegaba la noche y se perdían por las tabernas, a mí me mandaban a casa, con mis padres", recuerda Pilar. No querían por nada del mundo José Caballero Bonald o Fernando Quiñones, sus amigos del alma, que se distrajera. "Lo malo es que también se gastaron en parrandas un dinero que nos envió Juan Ramón desde Puerto Rico para ayudarnos".
Pero nunca se lo tendrá en cuenta. La amistad es sagrada para ella. Como la poesía. O como Dios... Uno de los temas a los que ha dado vueltas y vueltas probando que aquel deslumbramiento de nueva poesía mística intuido en ella por el autor de Platero y yo era cabal. "Para mí es una búsqueda, lo que va más allá del conocimiento, de la trascendencia, incluso". ¿No es dogma entonces? "¡Huy, por Dios, qué va. Él es nuestra libertad, chiquillo!". Pero además de la sombra de los místicos, ha estado atenta a las vanguardias, aunque apartada, ajena a los mundillos. "A mí no me gustaba toda aquella parafernalia, no me iba". Aun así es consciente de que Ava Gardner no ha ido a la presentación de muchos autores de la época. "Vino con Mario Cabré al Ateneo porque él quería ser poeta. No recuerdo ni lo que me dijo, porque yo sólo me veo a mí, como una boba, dándole la mano y mirando a aquella diosa. No he visto una mujer más guapa en mi vida".
Tanto como las estrellas de cine, a Pilar le impresionaban los poetas en carne y verso. Aunque a Juan Ramón nunca le vio, se intercambiaron cartas. "Siete u ocho. Fueron un gran aliento para mí. Imagínate, una jovencita perdida, sin saber si lo que escribía merecía la pena...". A Vicente Aleixandre también quiso conocerle. Nunca olvidará su estampa en Velintonia, aquella casa que fue el refugio de todos los exilios interiores y que tanto está costando salvar de las especulaciones. "Recibía en un sofá, con una mantita sobre las rodillas. Pero desde allí sentado lo dominaba todo: la poesía que se hacía dentro y la del exilio".
Hoy, suele escuchar a todos los jóvenes que la buscan como a una reliquia. Le gusta la poesía que se hace hoy y no le preocupa el futuro. "Como en todos los finales y principios de siglo, parece que se avecina una catástrofe. Pero el mundo no se acaba", dice. Aunque nadie va a poder evitar ciertas transformaciones. "Las nuevas generaciones no serán ajenas a lo que llegue de Internet, los jóvenes poetas de hoy han viajado más, hablan más idiomas y eso se verá reflejado para bien en su poesía. Lo que no deben olvidar es que en sus versos prenda la emoción, el sentimiento, ese pellizco que debe surgir como en el cante".