Suplemento cultural ABABOL, del diario La Verdad, junio de 2008
José Belmonte Serrano
La trayectoria literaria de Sebastián Mondéjar ha sido impecable. En poco más de diez años ha publicado tan sólo tres libros, dos de ellos, El jardín errante y el que aquí reseñamos, La herencia invisible, premiados con dos importantes galardones: el primero con el Oliver Belmás, mientras que con el segundo de los citados ha sido distinguido como único finalista del I Premio Internacional Los Odres, de la Fundación López Rejas. Trayectoria impecable que hace justicia a una poesía que sabe a fruta madura, a vida vivida intensamente y no precisamente debido al ajetreo del autor; un hombre que viene de la música más serena, del jazz, sino a sus finas dotes de privilegiado observador que contempla el paso del tiempo desde su butaca y en primera fila, sin que se le escape el más mínimo detalle.
De esa manera, la poesía de Sebastián Mondéjar (Murcia, 1956) se nos antoja, para empezar, cosa sencilla, porque sus palabras atesoran esa música antigua que siempre ha acompañado al hombre desde que el mundo es mundo: desde el sonido de la lluvia hasta la respiración acompasada de una dama que nos aguarda a altas horas de la madrugada. No nos extraña, pues, que algunos de estos poemas estén dedicados a otros escritores y poetas, amigos y contemporáneos de Mondéjar, como Pepe Rubio, Eloy Sánchez Rosillo, Pedro García Montalvo o José Antonio Martínez Muñoz.
La herencia invisible sabe a verdad, como un abrazo, como el calor que desprende una criatura mientras duerme. Nos parece muy significativa la cita que va al frente de uno de sus primeros poemas, titulado “Introspección”, del casi ya olvidado escritor francés Michel de Montaigne: “Que me arrastren los años si quieren, pero hacia atrás”: “La vida es tan potente, que la muerte –escribe Mondéjar en esa misma composición- / es pura anécdota, discreto asentimiento”. Ahí reside la clave, a nuestro entender, de este poemario que posee una sólida cohesión interna, y que, asimismo, destila música por todos sus poros. Son memorables muchos de sus poemas extensos, como el titulado “El malecón”, dedicado no por casualidad, a uno de los novelistas más exquisitos de todo el panorama de la narrativa nacional, Pedro García Montalvo. Pero tampoco conviene dejar a un lado esos otros poemas con los que, en apenas dos o tres versos, inventa un mundo desde la nada, o desde ese todo que es la vida: “Ala quieta del instante. / Latido detenido en su constancia”: Amén.
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