Luis Artigue
Cecilia Quílez representa y resume una forma de entender la poesía y la feminidad. Y ya que en lo femenino está el origen de la lírica –por eso hoy leemos a Safo como regresando a donde todo empieza- esta poeta bien cimentada en sus clásicos escribe y exhibe su intimismo no sólo para defenderse y proclamarse, sino también para redefinirnos a todos nosotros.
Cada vez está más claro que ha quedado obsoleto el tradicional y sobreactuado modelo masculino mayoritario y, como nos enseña ese elogio de la convivencia que siempre es la poesía, urge una evolución en la forma de ser hombre. Por eso hay que leer mucha poesía escrita por mujeres.
En este sentido la poesía de Celicilia Quílez, perfectamente insertada en la tradición selecta de la poesía escrita por mujeres a lo largo de toda la historia de la cultura, e imbricada igualmente en las más actuales poéticas del realismo, propone indirecta pero decisivamente una revisión del modelo dominante de masculinidad. En esta clave puede leerse su primer libro –La Posada del Dragón- atendiendo especialmente a poemas como El chico del Cosmopolitan, El traje nuevo del emperador o El infiel- y también así el segundo titulado brillantemente Un mal ácido –ahí deslumbran temáticamente poemas como El milagro de los peces o Llegas de nuevo-.
Pero si en La Posada del Dragón había una poesía fresca, con voz, con imaginación y ritmo, muy preocupada por construir un discurso poético sin salirse de los márgenes del realismo postmoderno –lo mejor de ese libro es, como se ha dicho, el logrado ritmo y la alternancia de poemas breves y otros de largo aliento, en Un mal ácido esta poeta incorpora otro valor que ya caracteriza su obra: el ingenio. Y esos dos componentes –el talento rítmico y el ingenio metafórico- llegan a su cenit en su nuevo poemario recién publicado por la Editorial Calambur y titulado El cuarto día -colección de poemas que sorprende por la naturalidad con la que efectúa un impactante streep-tease emocional-.
El cuarto día es, pues, un libro intimista de cuidado ritmo donde, gracias al peculiar ingenio de la autora, se llega a una plasticidad casi radical en las metáforas. Además las referencias culturales que salpican los poemas dan hondura al texto y, a la vez, configuran un mundo poético denso y apetecible (junto con “Prólogo”, merece especial atención el poema “Regresar desde el agua”, bello alegato que nos demuestra que toda poética es una forma de ver la vida).
Se trata de un libro duro, catártico, con voluntad de contención en lo formal -aunque no rehuye los poemas largos cuando es necesario- y en el cual llama la atención el ritmo construido mediante la intuición y la repetición, como en el jazz. Pero, de nuevo, temáticamente fulgura esa forma panteísta de entender lo femenino y lo poético para convertir este libro en un necesario testimonio.
He aquí pues el último libro de la poeta más próxima que hay en España, en mi opinión, al tono y al mundo de Anne Sexton y Marianne Moore, las poetas dolorosas y desairadas, las reencarnaciones de Safo, las mujeres-dragón, mujeres-jaguar, madres del minotauro, flores hermosas con pétalos de mil colores y no monocromáticas...
No es cierto que hay que leer mucha poesía escrita por mujeres para entender a las mujeres. Hay que leer mucha poesía escrita por mujeres para entendernos a nosotros mismos y mejorar la convivencia en nuestro mundo; para saber que necesitamos un nuevo modelo de hombre más allá del que nos muestra el cine, los estadios de fútbol y la prensa rosa, para un mejor acercamiento entre hombres y mujeres y para un mayor grado de felicidad doméstica que es la base, en mi opinión, de la felicidad.
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