miércoles, 2 de julio de 2008

Fronterizos

Diario de León, 29 de junio de 2008

MIGUEL Á. VARELA

Aquella noche se oyó en las ciudades el estruendo alegre de la victoria sobre la selección italiana, pero algunos estábamos en la Casa Roja, la que se levanta en las afueras y cuya ilusión está llena de peces que no ven el fútbol. Las avenidas tronantes de cláxones y pólvora roja y amarilla están lejos de esta casa, que tiene paredes de agua y la Vía Láctea por techo. Había dieciséis millones de españoles pendientes del penalti de Cesc y un puñado de desobedientes golpeados por el calor del que carga una mochila llena de recados por las aceras solitarias del mediodía y se refugia a la sombra del que se quita el sombrero ante un cerezo en flor . Esa misma mañana se abrieron las puertas de la Casa con el discurso sobre la dignidad de los humildes que, durante unos minutos, puso ramas a los desnudos plátanos de la Alameda villafranquina, justo cuando el Burbia trajo una brisa de silencio que se cortaba con la voz del poeta, el testigo incómodo cuyas palabras testimonian verdad ante el tribunal donde no se sentencia castigo . Algunos creerán que La Casa Roja es un nuevo libro de poemas de un tal Juan Carlos Mestre, el hijo del panadero de Villafranca, el nieto del sastre que cruzó el mar en una cruz de palo, el niño apoyado hace cuarenta años en uno de esos árboles del jardín que hoy agradece a sus antepasados la caña de pescar relámpagos en el arroyo ilegal de la belleza. Bendita ingenuidad. ¿Acaso alguien cree que el hechicero necesita escribir un libro para levantar la fortaleza a la que van a parar los latidos salados de la emoción? Esta noche volverá a pararse el mundo ante las pantallas redondas de los gladiadores y un montoncito de rebeldes con causa buscará otra vez refugio en la Casa Roja, ese país abandonado por gente como nosotros.

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