Por Asunción Escribano (Universidad Pontificia de Salamanca)
Lectura y signo, 9 (2014), pp. 139-14
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Trazar la salvaguarda, el último poemario de José
Luis Puerto, es un libro hermoso. Pero no con la belleza fácil de quien se
complace cómodo en el mundo, sino con la hermosura que surge de quien, a pesar
de percibir las heridas que van dejando los que ejercen el poder sobre las
cosas que rozan, es capaz de transformar estas en señales de lo vivo y
verdadero. A pesar de su organización interior en cuatro partes: «Hilos de
tiempo», «Nueve huellas de marzo», «Cinco motivos clásicos» y «Dextro: la
salvaguarda», Trazar la salvaguarda es un poemario estructurado
unitariamente y, sobre todo, es una obra que responde a una misma mirada, la
que convierte en objeto de su interés los rincones más desapercibidos, pero que
permiten al hombre que recala en ellos el aprendizaje de la salvación personal.
Precisamente es en esta última parte, «Dextro», donde el escritor relata cómo buscaba palabras con «x» para la elaboración de un diccionario, y que fue en el ideológico de Casares donde «me encontré con el término dextro: espacio de terreno alrededor de una iglesia, dentro del cual se gozaba de derecho de asilo».El diccionario apuntaba, por tanto, a un terreno de protección y de salvaguarda, lugar común a todos los libros de Puerto, y centro temático de Trazar la salvaguarda. El libro de Puerto construye, por tanto, desde el título su apuesta poética original. La obra supone de este modo la búsqueda simbólica de un refugio donde protegerse. Como sucedía cuando éramos niños y jugábamos a quién se la quedaba en el pilla-pilla o en el escondite inglés, y siempre estaba como última guarida la «casa». Allí nadie nos rozaba con su daño. Después, con el paso de los años, ya de adultos, ni la casa nos protege. Pero todos volvemos una y otra vez a buscar ese espacio íntimo de la memoria para refugiarnos del daño y su miedo, y ese es el nudo en el que sea tan todos los poemas en el libro.
Precisamente es en esta última parte, «Dextro», donde el escritor relata cómo buscaba palabras con «x» para la elaboración de un diccionario, y que fue en el ideológico de Casares donde «me encontré con el término dextro: espacio de terreno alrededor de una iglesia, dentro del cual se gozaba de derecho de asilo».El diccionario apuntaba, por tanto, a un terreno de protección y de salvaguarda, lugar común a todos los libros de Puerto, y centro temático de Trazar la salvaguarda. El libro de Puerto construye, por tanto, desde el título su apuesta poética original. La obra supone de este modo la búsqueda simbólica de un refugio donde protegerse. Como sucedía cuando éramos niños y jugábamos a quién se la quedaba en el pilla-pilla o en el escondite inglés, y siempre estaba como última guarida la «casa». Allí nadie nos rozaba con su daño. Después, con el paso de los años, ya de adultos, ni la casa nos protege. Pero todos volvemos una y otra vez a buscar ese espacio íntimo de la memoria para refugiarnos del daño y su miedo, y ese es el nudo en el que sea tan todos los poemas en el libro.
De este modo, Puerto da nombre consciente–como en realidad
lo ha hecho siempre en todos sus libros- a esos espacios en los que se siente a
salvo, rastreados y sugeridos anteriormente en sus poemarios en términos como
«señales»,«estelas», «sílabas del mundo» o «moradas»…, aunque ese rastreo en
esta obrase ha realizado más honda y conscientemente. Y esos amparos logrados
siempre están vinculados al corazón, como bien se señala desde el inicio en las
citas de Hölderlin y de Chagall, donde se habla de dar «nombre a lo que se ama»
y de que «sólo es mío el país que se encuentra en mi alma». Comparten ambas
menciones la alusión a esa doble naturaleza de ciertas cosas de estar fuera del
hombre, pero también de haber pasado a formar parte de esa estructura interior
que sostiene, como ocurre con los pilares de los edificios, la propia vida.
Los objetos se revelan ante el poeta. Esa es la esencia
verdadera de la poesía: comunión. Todo dialoga con quien es capaz de mirarlo
todo con temblor. El primer poema es, de esta manera, especialmente
significativo y fulgurante. El poeta conversa con el mundo y este le habla de
su naturaleza esencial. Pero de todos los mensajes elige dos o tres con los que
construye el abanico de sus certezas y de su identidad. Somos aquél diálogo que
hemos elegido como guía cierta de nuestra existencia. Lo escuchamos en palabras
de Puerto en el poema inicial, titulado «Bayas»: «Dice:/ En el pequeño arbusto/
tan cargado de bayas,/ en el atardecer,/ los jilgueros en una algarabía/ gozosa
picotean/ los frutos de un festín/ destinado a los cielos.// Las bayas de esa
voz/ son lasque me alimentan».
De esta manera, Puerto escoge para hablar de sí mismo y de
su poesía –él mismo sobre el papel- el centro de su fe: las bayas de una voz
(la del mundo, la de la vida…) que le ofrecen, como si de un jilguero se
tratara, sus frutos en el atardecer (¿simbólico, real?), un festín que está
destinado a los cielos, pero que hasta los seres más pequeños, los pájaros,
pueden disfrutar. Pero, ante todo, lo relevante en este poema no es quién
habla, el sujeto sino lo que se dice, el objeto. Y ese contenido del decir es
en el que instala el poeta su vida. Las bayas con las que alimenta su trinar
son los poemas que constituyen el poemario. Los espacios físicos o mentales que
hablan de lo esencial.
Entre ellos, y en primer lugar, la belleza de los excluidos.
Una estética que tiene más que ver con la dignidad que con la ornamentación, y
que deja su huella por todas partes. Pero, al tiempo, es una belleza que exige
sobre todo del hombre un equilibrio en su contemplación suficiente como para
poder recalar serenamente en ella. Está en objetos tan diversos como los
edificios que han superado la prueba del tiempo, pero donde quedan los rastros
de los expulsados. El tiempo aparece así como justo señor, y en las piedras –lo
más duro- aparecen talladas las señales de lo más frágil, como ocurre en el
abrazo en la ermita de Calatañazor: «Dos cuerpos enlazados/ frente a toda
intemperie,/ frente al daño que causan/ la avaricia del tiempo,/ la crueldad de
los otros», huella que ha conseguido superar los límites humanos; o en la Seo
de Zaragoza, donde perdura la estela de «la belleza que dejaron/quienes serían
expulsados de/ los espacios del reino./ Y permanece aquí/ con todo su fulgor,/
sobre pasando el tiempo/y hablando de un lugar/ que hoy ya es posible que
habitemos todos,/ pues el mundo es morada/ más allá de exclusiones y de dogmas».
De igual manera, también los espacios ofrecen a la mirada compasiva del autor
una evidente muestra de la exclusión, por lo que le hacen afirmar con tristeza
que «Este día proclama el abandono/ de la tierra que piso, que transito/tierras
achicharradas/ amarillos del todo calcinados/ pueblos dejados de la mano de/ un
Dios vuelto de espaldas».
En segundo lugar están los mediadores de la protección, los
rechazados, quienes, por poseer la cualidad de lo vivo, gozan también capacidad
de protección, como conciliadores, como enviados, a modo de ángeles (en el
sentido etimológico del término). Son lugares sagrados, espacios naturales que
hablan al hombre de la Verdad, con mayúsculas. Son ámbitos bienhechores y cifra
de lo ajeno al poder económico y a sus profanaciones. Espacios con alma a
quienes se les encomienda el cuidado de lo que se ama. De esta manera, al Ara
votiva de La Albercale demanda el poeta la defensa de su propio espacio
intocado: «Tú, diosa desplazada,/ Ilúrbeda, patrona/ del lugar, de los bosques,/
protege lo sagrado/ que pervive en mi espacio del origen/ y líbralo de tantas/
profanaciones a que es sometido./ Secreta diosa de un oeste pobre,/ te ofrezco
hoy, por todo lo que pido,/ el ara más leal de mis palabras». Otros elementos
también se tornan en intercesores, por ejemplo una piña de cedro que, además de
hablar de su pertenencia al mundo antiguo, «la necesita el corazón» como hilo de
su telar, para lograr la tela más limpia del alma. O un puñado de tierra, que
loes todo, aunque pase desapercibida, por ser la base del hogar, el cuenco para
las semillas, o el amparo futuro para el cuerpo,«don que al misterio me liga»…
Por el poemario transitan, de este modo, lugares, personas y
experiencias salvadoras a las que se les pide ayuda y que, aunque pasen
inadvertidas, nos sostienen y por ello les debemos gratitud:«Otoño/ te pido
protección/ esta mañana clara de diciembre,/ envuélveme en la luz/ y hazme
arder en tus oros».
Con frecuencia son elementos pequeños o frágiles, que
recuerdan al hombre su naturaleza fundamental, por ejemplo, las alas de la
mariposa que «es la belleza humilde/ que me regala el día», y que es signo y
posibilidad de un vuelo vital más alto. Son las grafías pequeñas que hablan de
otras huellas más grandes y poderosas, y a las que el poeta saber mirar de
manera desacostumbrada, traduciéndolas al idioma de los afectos. Muchos de
estos signos se vinculan a la infancia como refugio y el escritor las muestra
como paradigma delos códigos salvadores de entonces: «Qué llevas en tu
vientre,/ pequeño pez de plata» (…),«Dame tu protección, / dime cuál es la
frase/ sagrada que contienen tus adentros» (…), «Transpórtame hasta el centro
de mi origen»… Son los espacios tocados por la gracia, los ámbitos del corazón,
portadores de mensajes de amparo: «Pétalos delicados/ que creáis un espacio
circular/ defendido de todos los peligros». Ejemplos de lo pequeño
desapercibido, solo descubierto cuando nos visita su fulgor, como ocurre en el
poema titulado «Candelina», en el que lo que asciende lo hace por la ligereza
de su ser:«Pequeño insecto moteado/ que haces delo minúsculo el emblema/ Más
hermoso y más libre».
Entre esos ámbitos redentores, llama la atención por su
intensa presencia emocional el mundo de lo femenino, lugar de sanación de todas
las heridas. Son los diferentes rostros de la mujer los que preservan la vida
del escritor: la madre, la esposa, la hija…, el hogar por excelencia, espacio
de plenitud, morada y amparo: «Extiendo bien mi mano,/ la coloco en tu vientre/
como esfera lograda de mi mundo,/ lugar de las semillas,/ calidez protectora,/
espacio femenino que nos salva»… Y junto al salvador espacio femenino, también
sostienen la vida propia la experiencia redentora de los más ancianos, que
portan la mirada llena del amor y la dignidad de quien va por delante en lo
vivido, y cuyo vocablo transporta la claridad con su melodía antigua, «La voz de
los ancianos/ la de la potestad/ la que conoce el mundo y lo pronuncia/ la voz de
la advertencia y el aviso/ también la dela súplica/ la de la profecía». En la
poesía de José Luis Puerto, toda la vida posee un temblor sagrado y todos los
objetos naturales tienen esa capacidad de ser intercesores de la bondad.
El tercer ámbito temático es la palabra y su supuesto rostro
antagónico, representado por el silencio, cuya cadencia recóndita es
reivindicada por el escritor. Puerto considera así que las voces de la derrota
se hacen escuchar siempre y, aunque su momento se dilate, su presencia se acaba
imponiendo, a pesar de la presión de los poderosos por acallarlas. «Proclama tu
silencio/ la melodía de la dignidad./Se oyen las voces de los derrotados,/sus
herederos hablan,/ los fusilados del amanecer./ Cunetas y cunetas/ al olvido entregadas/
por la barbarie de los vencedores./ Hay que desenterrar/ la melodía hermosa/ de
los asesinados/ que callen las descargas,/ que ofrezca la lengua/ reconciliada
y fraternal de todos./ Habla tú melodía/ por tanto tiempo sepultada,/ la del
honrado pueblo soberano».
Con el único lenguaje posible, el dela paradoja, ensayado de
manera vigorosa desde antiguo en nuestro idioma por poetas y místicos, José
Luis Puerto se refiere ala doble identidad de las palabras. Esa doble
naturaleza de los vocablos cuando son íntimos que obliga a que para nombrar con
contundencia se tenga necesariamente que rozar los territorios del
mutismo(«Calla/ y di desde el silencio»; «Pájaro y hombre,/ canto y silencio,/
todo proclama/ la hermosa melodía/ que a todos nos abraza»). Términos que, por
otro lado, cuanto más auténticos son, más se imprimen en el alma de quien los
pronuncia.
La palabra es, por tanto, un don sagrado y presenta las
cualidades que la hacen poseer esta peculiaridad. La palabra puede mostrar
todos los gestos posibles de la redención: callada, cantada, rezada, entregada,
esperada, buscada, anhelada, ofrecida, sentida… Es «melodía que nos salva» y
que nos lleva hasta la plenitud en su afán cabalístico: «¿Y cuáles son las
sílabas/ que den con el prodigio que esperamos?», escribe en esta dirección
Puerto. Se busca y halla, por otro lado, en el vértice entre lo que percibimos
y lo que hay.
Frente a la palabra del poder, vacía,«el gastar palabras
para poco», en la que se violenta su sentido sacral, el poema se sitúa en el
cruce íntimo entre el mirar y el ser, «el silencio secreto del que calla /el vuelo
de los pájaros». De ahí que en la línea de J. R. Jiménez que pedía a la
inteligencia su exactitud, Puerto pide al alma que abrace en ella los senderos
del corazón: «Canta/ pronuncia la palabra/exacta y clara/ de la mañana/
acaricia las cosas/ abrázalas». La caricia, por tanto, frente al pensamiento.
La apuesta por la sensibilidad en lugar de la razón… Por ello, esta actitud
respetuosa, casi sacral, frente al nombrar exige unas dosis intensas de sosiego
y lentitud al nombrar para permitir el paladeo nominal que hace degustar al
vida, como un mantra en el que el escritor consigue «calmar la sed/ y apaciguarnos».
Es esta una forma de humildad escogida de quien decide permanecer fuera de los
focos, y con ello conseguir hallar las «señales de lo que está escondido».
Finalmente, el cuarto ámbito está constituido por todos
aquellos poemas que apuntan a la identidad del hombre verdadero, el hombre que
lleva su dignidad como un faro que ilumina. Aquí se encuadrarían una serie de
poemas estructurados de manera original en torno a un único componente
oracional, que se reitera en variantes anafóricas, con la intención de
focalizar y resaltar su importancia: «El que camina con su dignidad/el que va
por la calle a cuerpo limpio/ el sobrio, el que se entrega/ el que no pide nada
y va en silencio»… Como se puede comprobar, en estos poemas el escritor decide
prescindir del verbo principal, puesto que lo que le interesa es el resalte, la
función deíctica, señaladora -tan bien manejada por los niños en sus primeros años-
manifestada también en la sintaxis, e incidir en la relevancia de esa forma de ser,
convertida a través de estos textos en paradigma de autenticidad: «El amigo del
sueño,/ el amigo de las constelaciones,/el buscador nocturno de luciérnagas,/
el amigo del vuelo de los pájaros,/ del canto de los pájaros,/ el que contempla
desde abajo el mundo/ (…) Ese».
Se construye, de este modo, a través de la reiteración
acumulativa de propiedades al hombre auténtico, el digno de ser imitado por los
demás. Por ello no extraña que Puerto recomiende a sus lectores «estate bien
cerca/ De todo lo que importa»,puesto que lo verdadero se encuentra ya en el
propio proceso del buscar y en sus señales lingüísticas. Entre estas, y de manera
significativa, el imperativo adquiere en los poemas las propiedades de la advertencia,
de la invitación suave pero contundente, a la que apunta con su certeza de
verdad. Por ello podemos escuchar en palabras del escritor las siguientes
sugerencias convincentes: «Ama las lejanías», «busca, busca»… Además de la
sintaxis quebrada y del uso emocional del imperativo, toda la semántica de la
entrega se pone al servicio de la construcción de la identidad humana genuina.
El Hombre, con mayúsculas, aparece así descrito en sintagmas como los
siguientes: «disuelto en lo pequeño», «buscaba hallar plenitud», «se perdía por
lo más recóndito»,«se desvivía, amaba»…
Es la poesía de José Luis Puerto, en definitiva, una poesía
muy auténtica, al tiempo que enormemente esperanzada. Una poesía que, a pesar
de su permanente registro de la injusticia, muestra los numerosos elementos con
los que nos podemos salvar. Así lo manifiesta el escritor en el poema titulado
«nos queda», donde indica que «nos queda el alma», el «vaso de cristal», el
«amanecer», los «árboles», las«sílabas limpias», las «palabras intactas»,los
«otros», la «mujer», el «viento», y todo ello dirigido a «que no fracase/ la
melodía hermosa/ de la fraternidad». Es por ello un poemario que abre las
ventanas dela vida y enseña a mirar y a sentir la belleza que nos rodea. No es
fruto de una impostura intelectual, sino que anima al cambio vital necesario
tras acercarse a un poemario. Consigue, de este modo, lo que a mi entender
debería lograr cualquier libro, especialmente si este es de poesía, no dejar
intacto al lector y que esté salga transformado de su lectura. Y, sin duda, tras
leer Trazar la salvaguarda de José Luis Puerto uno vuelve de este viaje
intelectual y vital siendo otro, tras haber tenido el privilegio de escuchar
«ese rumor que purifica,/ el de los más humildes».
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Fuente de la reseña academia.edu.
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