Ángel Antonio Herrera: «Soy un yonqui de la poesía»
Por Manuel de la Fuente
ABC, 07/02/2015
El poeta y periodista acaba de publicar un poemario combustible, El piano del pirómano, Premio Barcarola
No conozco personalmente a Ángel Antonio Herrera. Todo se andará, pero de momento, casi mejor. Porque es un poeta que echa chispas. Y asegura que vestido de civil (casi siempre de oscuro, aunque algunos cronicones cuentan que en la Martinica, si está vestido, lo hace con camisas hawaïanas), sin los trastos líricos en la mano, sus interlocutores, sobre todo los cortos de ánimo y donosura, se chamuscan. De incendios y arrebatos nos pone al día en su fantástico nuevo libro, El piano del pirómano (Ed. Calambur; Premio de Poesía Barcarola). Preparen su traje ignífiguo, y a incinerarse con este sorprendente vate.
¿El piano del pirómano es un libro de poesía o es un episodio de autocombustión?
Podría ser las dos cosas. Y es un viaje en medio de la noche a la luz del fondo, siguiendo aquello de Rimbaud, ese forajido hermano: «El poeta es un ladrón de fuego». Se lo digo a usted sin tanto adorno: me gusta birlar ahí donde quizá te quemas.
Estos versos echan chispas. ¿Se duchaba con agua fría después de cada estrofa?
Después de cada estrofa no, pero sí después de cada sesión de escritura, que a menudo era de ocho o incluso diez horas, que es lo máximo que yo aguanto en el atletismo de la escritura. Y lo de atletismo tampoco lo empleo de manera alegre, porque creo mucho en la escritura como acto físico, como sentada de paliza, algo así como ponerse a nadar, o a boxear.De modo que de un poema salgo sin resuello, desencuadernado, y de un poemario ya ni le cuento, casi cadáver. Escribir también es perder peso. La imaginación, o la memoria, son el footing de los que nunca hacemos footing. Ni haremos.
¿Qué pinta el piano en este incendio?
Me gustaba la estampa de un piano, ahí enmedio, con toda la música dentro, mientras todo arde, incluido el pianista, por momentos.
Parece que estaba usted en trance al escribirlo. Fue algo natural o medió alguna especia?
Lo natural que puede llegar a ser el encerrarse a solas con la bestia encendida del lenguaje, a ver qué nos averigua de nosotros mismos, cuando la vida se pone entre jodida y muy jodida. No sólo usted ha visto algo, o mucho, o bastante, de estupefaciente en el libro, y no me desgrada el adjetivo. Al contrario. Pero aquí no hay más droga que el daño, y yo sólo escribo versos muy fumado de vértigo.
¿En su vida privada también echa usted chispas?
Naturalmente. Yo cuido mucho a mi salvaje.
Para las quemaduras poéticas, lo mejor siempre ha sido vinagre de endecasílabos o betadine de sonetos. Usted ha preferido usar ungüentos de prosa poética.
El poema en prosa, sí. El poema como una imaginación de imanes, que es lo que a mí me gusta. Yo quería para este libro de excesos un molde de desmesura, o sea, ningún molde. Para que el lenguaje trabajara libérrimo, barroco hacia dentro y viajara lejos. Se trataba de escribir a lo ancho, con todo el desacato al galope musical, y pegando aquí y allá un susto de metáfora. A mí el susto de la metáfora siempre me pareció una delicia.
¿Que su libro eche humo significa que escribir le deja a usted quemado?
Pues no. Estoy como empecé, bajo el desorden de mi espíritu, que ya advierto que de pronto va, entra en despiste, y se pone a componer lírica de nuevo.
Supongo que con tanto combustible sobre el folio no se atrevería a encender un cigarro.
Lo que pasa es que a menudo el cigarro ni lo apagaba. Muy a menudo no sé si fumo para escribir o escribo para fumar.
Ya puestos, ¿le habría gustado descubrir el fuego, o incendiar el Olimmpo o chamuscar a las musas?
Lo de chamuscar a alguna musa me emociona especialmente. Decía Huidobro, un poeta hoy desatendido, como tantos de relámpago verbal, que «los verdaderos poemas son incendios». Y atina. Está la vida que arde, y luego la jubilación.
¿Qué poetas le han encendido o incendiado a lo largo de su vida?
Los muchos que nutren «a raza de los acusados», según la acuñación de Cocteau. Los feroces, los que escogen la dirección prohibida, los que ven en el idioma una rebeldía. De todos modos, yo consumo versos bajo un perfecto desmadre. Creo que ya se lo dije a usted en otra ocasión: «Ante todo, soy un yonqui de la poesía».
Cuando lea esto en público le van a tener que poner al lado una bombona de oxígeno. Se va a asfixiar.
No, amigo. La asfixia o ciertas asfixias, ya las pasé. Aunque aquí convido a un abrazo de dinamita.
Pasemos al piano. ¿Es el de Sam de «Casablanca» o el de Arthur Rubinstein?
Mi piano es el de los desesperados. Eso sí, con corista al lado, si no es mucho pedir.
El caso es que este libro parece escrito a cuatro manos.
Porque dentro lleva un hombre. Y un hombre es una asamblea.
¿Con «El piano del pirómano» se ha dejado usted los dedos sobre el teclado?
Todo está dicho, todo está por decir. Disculpe el tópico, pero es verdad mayor. Todo libro es el borrador del siguiente, si es que algún día hay siguiente.
¿Qué hace un poeta arrebatado en los programas del corazón, ponerse taquicárdico?
Hace ya tiempo que los programas del corazón no los frecuento. Pero en su momento me ayudaron a invitar a mis amigos canallas a viajes de ricos. O a sacarles de algún desahucio, domiciliar o sentimental. Según lo mires, el dinero es poesía.
¿Aparte de pirómano y pianista, hace algo de provecho?
A veces logro perder la mañana, en Madrid, viendo pasar valquirias desde un café de la Gran Vía.
Dígame la verdad ¿cuántas veces tuvo que llamar al 112 mientras escribía?
La verdad le digo. Por no llamar al 112 me puse a escribir este libro.
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