jueves, 31 de enero de 2013

Reseña: Insurgencias, de Antonio Hernández, en República de las letras

Insurgencias, de Antonio Hernández
Francisco Díaz de Castro
República de las Letras. Revista de la Asociación Colegial de Escritores de España. Número 127. Abril-junio 2012

En torno a la poesía última de Antonio Hernández

La publicación de Insurgencias, la poesía completa de Antonio Hernández, ha ofrecido a los lectores de poesía la posibilidad de leer seguida una impresionante secuencia de quince libros que abarcan desde el juvenil El mar es una tarde con campanas (1965), premio Adonáis y publicado a los veintidós años de edad, hasta el reciente A palo seco (2007), que el poeta ha publicado rondando los sesenta y cinco. Casi todas las edades del autor y de su protagonista poético, tan idénticos, se acogen a ese título global de Insurgencias, tan acertado en todos los aspectos, por la índole del personaje que Hernández ha ido creando a lo largo de treinta y tantos años.

Leer Insurgencias de corrido permite acceder al desarrollo y maduración de una voz poética cercana y directa, reflexiva y vital, cuyo efecto de autenticidad otorga a los textos esa impresión de poemas necesarios que la mejor poesía necesita. Vida y poesía aparecen en todos estos libros estrechamente unidad, desde «La montaña», emblemático poema que abre el primer libro, hasta «Adiós  en Arcos» y «Testamento», que cierran por ahora la poesía del autor. Y decir vida y poesía es decir también Historia y tierras vividas, pues no estamos antes una voz solip sista, sino ante la de alguien que al hablar de sí mismo nos habla también de un tiempo y un espacio muy vividos y muy pensados críticamente, como enlos versos «Andalucía» tercer poema de El mar es una tarde con campanas –«Hasta los jornaleros, en vez de justicia, / resignación decían»– y como hemos podido leer, muy tardíamente, en los poemas inéditos ahora restituidos al libro Oveja negra (1969), obviamente dedicados a un tiempo de soledad que aún se prolongaría demasiado en medio de la mediocridad ambiente denunciada en una irónica «Nueva oda elemental».

Más de novecientas páginas ocupan estas Insurgencias que nos hablan, casi siempre sin elevar el tono y con esa condición a la vez reflexiva y testimonial, del hacerse de un personaje singular y poco frecuente en el panorama poético de la época, por su clara vinculación biográfica, por lo directo de su discurso y, con frecuencia, por lo autocrítico de sus observaciones en torno a los ejes constantes del amor, la memoria, la conciencia histórica y el mundo andaluz. Resulta muy interesante comprobar la fidelidad, la perduración ene este poeta de estos motivos esenciales y de los valores que los sustentan en los poemas. Ciertamente, el estilo y la personalidad de quien habla a partir de Donde da la luz (1978) apenas experimentan variaciones relevantes en la trayectoria posterior, salvando, naturalmente, la especifidad de cada libro. En el recién citado, por ejemplo, se funden los diversos temas protagonistas de toda la poesía de Hernández: Andalucía, y Cádiz en particular, la reflexión histórica y social, el discurso amoroso –ya desde el título– a Mari Luz, siempre presente en toda la poesía de Antonio Hernández desde su primer libro hasta sus últimos poemas, y el homenaje a los poetas andaluces del 27 muertos o exiliados apoyado en el guiño a Rafael Alberti en el poema que cierra el libro, «Poetas andaluces de ahora»: «Igual duran la gloria y la injusticia».

Si la poesía crítica se funde con el homenaje literario en Metaory (1979), Homo loquens (1981), otro de los mejores libros del autor, abre un espacio en el que un mayor intimismo propicia la elevación lírica de algunos poemas y una mayor sencillez expresiva, sin que el autoanálisis lleve nunca a perder pie en los referentes de la realidad colectiva:  «contarme / para hablar de vosotros», ese mecanismo que dota de coherencia y transitividad a esta poesía. Como el propio poeta señala en la nota prologal, subrayando el designio de unidad y autenticidad de sus versos, «mi poesía se percibe como verdad más mía y sin altibajos que definición en su conjunto sucesivo difícilmente inconexo». Cumplen un papel destacado aquí la expresión de una memoria sensorial plasmada en intensas imágenes, el canto a la naturaleza tamizado por la conciencia melancólica del tiempo y también alguno de esos quiebros de humorismo crítico cada vez más presentes en la escritura del poeta y a menudo rubricados con versos memorables: «Excepto el que me habite / todos los enemigos son veniales».

El vitalismo de fondo no excluye las elegías fúnebres ni os emocionados testimonio íntimos de Diezmo de madrugada (1982) y Con tres heridas yo (1983), que introducen en el fluir de esta escritura unas presencias que no dejarán de habitarla en lo sucesivo y que particularizan la reflexión amplia sobre la caducidad –«Vendrá la muerte y no tendrá cuidado»– que dimensiona y da sentido a la autenticidad de un discurso poético que se abre también a la mistad y al homenaje literario. Amor y muerte entrelazados con la intensa evocación de los orígenes y de la infancia en una escritura que enciende «un candil contra la muerte» por más que aprende su condición de pasión inútil frente a la ley mortal de lo que existe: «Contra natura, el verbo, su extensión / decapitada, fruto que a los días / ha de encender con días del pasado».

Con una hondura insólita en su tiempo, evitando caer en los tópicos tan frecuentes en estos temas, Compás errante (1985) constituye un denso canto antropológico y también crítico a Andalucía y al sentido del flamenco y sus voces, y da paso, desde Indumentaria (1986), aúna escritura que imbrica estrechamente la escritura de la memoria con un prolongado ahondamiento en el mundo andaluz. En Indumentaria los poemas breves y las dedicatoria recorren lo vivido en esa especial forma de «infancia recuperada a voluntad» que en Hernández va salvando para la poesía vivencias, nombres y numerosos homenajes particulares, nada imprecisos de acuerdo con la cita de Rilke que los encabeza –«Era poeta y odiaba lo impreciso»–. Un demorado Ubi sunt? que es también una encendida consideración de la naturaleza traza ese recorrido desde la emoción –«Todo me lo han cambiado / por un nudo / en la garganta»– y desde la reconsideración intelectual de una identidad siempre abierta al misterio y a la nostalgia: «Lo triste no es ser viejo / y vivir / sino ser joven en la memoria».

El protagonismo de lo andaluz se expande en dos libros que pueden verse como complementarios y de tono más elevado que hasta ahora: el vitalismo sensorial de Campo lunario (1988), con su emocionante homenaje al mundo gaditano –«Guía secreta de una ciudad del Sur»– y el de la compleja meditación histórica de Lente de agua (1990): «Es más grande mi patria que mi tierra». En ambos la identidad expresiva despliega poemas extensos y estrofas clásicas en esta meditación sobre una identidad integrada en lo colectivo. Esta identidad, que en Campo lunario se abre al misterio de una naturaleza hecha mito y espacio mágico –«Pues más dona el misterio que cuanto ven los ojos»– y se vuelve sobre la misma condición de la escritura poética y el recuerdo literario, en Lente de agua –homenaje, entre otros, a Julio Mariscal Montes–, abarca más ampliamente y a partir de la cita de Américo Castro la entrañada reflexión histórica sobre la realidad histórica de España, judíos, moros y cristianos, Cervantes y Quevedo, el retorno de Alberti, etc.: «patria quebrada, / tunanta, / oposición de ti, / te amo, te amo y beso / con un beso de hijo que te quiere y se ahora [...] porque seas hermana de ti misma, / porque te quieras más, / porque aprendas un rayo de tu historia en que fuiste / puente del alba».

La andadura lenta y reflexiva de poema extenso que Antonio Hernández sigue eligiendo en sus libros siguientes matiza la elegía intimista y andaluza que domina las evocaciones de los alegóricos trenes de Sagrada forma (1994) y que incrementa la reflexión metapoética para dar cuenta de una pasión de escritura que mantiene lo vivido más allá de la conciencia de la pérdida: «Renuncio a esta tristeza, / pero no a sus desvanes / donde están desvelados / los juguetes de un niño». Ese niño, precisamente, es el que habita las evocaciones familiares de Habitación en Arcos (1997), otro de los mejores libros de Antonio Hernández. Si, como decía Unamuno, un poeta llega a ser más universal por ser más auténticamente de su tierra, esa es la vocación de los largos monólogos que componen Habitación en Arcos, recuperando el canto de amor y naturaleza de los orígenes desde otra condición más vivida y sufrida, desde otra edad y desde un vitalismo al que el desengaño no resta intensidad ni pasión.
Los largos poemas de El mundo entero (2001) abren otro tiempo en esa poesía en la que la imaginación cosmológica y la sombra nostálgica de una edad dorada introducen una dimensión mítica que va contrastando progresivamente con los perfiles de la realidad contemporánea y la limita y pone en su sitio desde la distancia crítica. De esos densos poemas poblados de presencias y nombres, de reflexiones y acotaciones de todo tipo, se comienza a desprender un cierto balance desengañado que propicia las modulaciones sarcásticas de un humorismo cuyo carácter sombrío contrasta, no obstante, con la luminosidad del ámbito elemental y con la constancia de la vida duradera de los mitos. Y, sobre todo, con una capacidad evocativa y un voluntarismo vitalista que entre quiebros irónicos y bromas literarias insisten en el retorno a la naturaleza y, sobre todo, en la valía del presente precario de lo que somos porque hemos sido: «Hacer de tripas corazón, gozar. / Tal si el infierno no hubiera existido». Balance, pues, argumentado, crítico y amargo den muchos momentos, pero también agradecido, como expresan los versos finales: «Gracias por el silencio, pues repudio / todo escándalo, excepto / la luz de las campanas, flor del ruido. / Y, en fin, por esta playa / desconcertante y bella, / contradictoria, solitaria / en estas horas, proclamando / que no se puede nada contra el mar, / única criatura que comprende a la noche».

Tras este esquemático recorrido, constancia de un placer de lectura y relectura mías que no he querido ahorrarles, vamos a centrarnos en otro de los grandes libros de Antonio Hernández, el último por ahora. A palo seco (2007) se nos presenta con un aura algo morbosa que puede crear en el lector incauto unas expectativas o unos presupuestos que la falacia biográfica alimenta. La nota inicial del autor nos sitúa, no sé si con algo de ese humor particular que advertimos en muchos de sus textos, ante el resultado de una especie de terapia frente a la enfermedad:

Los poemas de este libro jalonan la evolución de una enfermedad depresiva cuya mejora signa el cambio  de ánimo percibido en ellos a medida que avanza el texto. De esa metamorfosis positiva es responsable en buena medida mi amigo Javier Reverte que, en todo momento me , me ayudó a superar la enfermedad y cada día se empeñó en que escribiera poesía tras siete años sin hacerlo. A él está dedicado, pues, lo que él alentó.

Yo no sé si la escritura puede curar nada por más que su ejercicio alcance a consolarnos. Creo más en la verdad que mencionaba Gustavo Adolfo Bécquer: «Cuando siento no escribo». Es posible que los borradores pergeñados en distintos momentos creativos y en diversos estados de ánimo correspondan a desbordamientos o compensaciones intelectuales o sentimentales, pero me costaría creer que esa hubiera sido solamente la condición de unos poemas y de un conjunto tan serio, tan eficazmente comunicativo y tan bien organizado como el que nos entregó finalmente el autor, con un título, eso sí, muy significativo de su tono dominante y de su falta de complacencia explícita en la faena.
Es verdad que A palo seco nos hace pensar en esos jarabes medicinales que se toman sin edulcorante ni agua o que, en otra acepción, nos remite a la navegación en tiempo de borrasca sin desplegar la vela. O también en una poesía sin adornos, como ha sido en otros momentos la del autor y que aquí adquiere una relevante sencillez para expresar lo que le importa. Sea como sea, el título suele venir después de la escritura y, como le dice a Dios el poeta en el poema así también titulado, «bebe conmigo [...]. Bebe y paga la cuenta».

A palo seco lleva la fecha de 2007. Hasta este libro, después del paréntesis de nueve años que separaba Oveja negra (1969) de Donde da la luz (1978), Antonio Hernández fue publicando sus libros en una secuencia de dos o tres años, cuatro como mucho, hasta El mundo entero, que es de 2001. Siete años de distancia nos sitúan ante una voz poética algo cambiada, más despojada y más directa, planteada en sus primeros pasos desde una perspectiva y en unos tonos muy amargos y oscuros, pero que a lo largo de sus setenta y un poemas van a ir matizándose e irisándose de distintas luces a medida que avanza y dando cabida al homenaje, al canto a la naturaleza, a la memoria de la infancia y al amor, una vez establecidos una seca composición de lugar y unos puntos de partida inapelables sobre la edad, la soledad, los desengaños y la conciencia del cuerpo en deterioro.
Sin embargo, como una de las virtudes literarias de este libro, lo que A palo seco pueda tener de diario poético de una crisis, con sus desajustes previsibles de todo tipo, queda subsumido en una secuencia, sin división ene secciones, claramente pensada y organizada desde el intimismo angustiado hacia la reflexión filosófica, desde la desolación hacia la esperanza, precaria y lúcida, desde luego, y desde el protagonismo de la muerte y la nada hacia la evocación emocionada, el homenaje a la amistad y la poesía y el discurso amoroso. También desde la angustia dominante de la enfermedad y el deterioro propios hacia el ejercicio autocrítico, la crítica social y los registros de un humorismo que testimonian el equilibrio de la voz que culmina su balance con dos serenos poemas testamentarios.

Las dos citas que sirven de epígrafe orientan la lectura. La primera, de André Gide, ajusta adecuadamente las evoluciones de la reflexión poética a lo largo del libro: «Sólo los necios no se contradicen». La segunda, de Hölderlin, subraya las referencias a la divinidad que se van planteando ya desde el principio: «Porque siempre los combatió, los dioses, al fin, lo salvan». Tras estos dos epígrafes, el primer poema, «Fugacidades», sitúa sobriamente el sentimiento temporal del conjunto: vuelta la vista atrás, la belleza del mundo, el amor. los libros y los hijos, el reconocimiento de los demás, cuanto pudo hacernos sentir cerca de la felicidad se percibe amargamente desde la altura de la edad como apenas nada, como un conjunto de brillos fugaces: «Todo, inmisericorde, un centelleo». Es desde ese vértigo de la conciencia temporal desde donde se desmenuza a continuación el contenido del corazón y de la conciencia. Vale la pena destacar también en este poema prologal el protagonismo de la literatura como instrumento de desvelamiento de la realidad, que va a ser a lo largo del libro uno de los hilos temáticos en desarrollo: «Los libros dieron lumbre / a la razón, se hizo el entendimiento / del sueño de otros hombres entregados / a dar con el misterio desde que el mundo es mundo».

Con la referencia a Dios aparece inmediatamente un tono sarcástico que va dominar buena parte del libro. Tanto en «Dios» como en «Los dioses abismados», segundo y tercer poemas, la voz poética juega a la paradoja, un recurso al que el autor nos tiene acostumbrados: la alabanza a un dios creador se torna en reproche: «Loado sea por siempre y alabado / aunque no le podamos perdonar / tanto y tanto dolor». Es el mismo dios que creó a otros «dioses», Kafka, Pessoa, Celan, «pero al final los vuelve locos, locos / para que no se crean sus vecinos». No hay espacio apenas para intuir la trascendencia en este discurso. Y cuando hacia el final del libro se mencione a Dios en la reflexión crítica de «Noticias del día» será para ironizar: «Sigue la vida. ¿Cómo Dios / se va a aburrir, allá arriba, en su palco?».

Muy eficaz resulta, y no solo en los poemas de carácter sarcástico o satírico, el uso del apifonema con que Antonio Hernández suele cerrarlos para intensificar el sentido y su efecto en el lector. Eso sucede también en el poema siguiente, «Así se empieza» o en «La senectud» que, junto a «La soledad» establecen a continuación el predicado de base, el punto de partida de la voz poética y sus desdoblamientos reflexivos: la enfermedad, la creciente conciencia de una soledad interior heladora, entendida como «el ensayo general para la muerte», la idea del suicidio a partir de la cita de Camus –«El único problema filosófico serio es el suicidio»– y que el voluntarismo moral deja a un lado, aprovechando el guiño machadiano: «el último monólogo de la sinceridad / (Quien anda solo espera encontrarse algún día)». «Senectud», en fin, combina ausencias, memorias dolorosas y decadencia física para cerrarse con una lapidaria conclusión que, de momento, sirve para cerrar esta secuencia con un cierto desplante: «Solo queda ir muriendo / con dignidad, sin memoria. / Pues vive entre los muertos quien de recuerdos vive». Sombrío epifonema nuevamente que recuerda a Quevedo o los versos más oscuros del Vicente Aleixandre último y que abre los poemas siguientes a un duro recuento de la cotidianidad del presente y aun planteamiento autocrítico muy interesante que va a prolongarse hasta casi el final del conjunto. 

En «Una edad que ya no trae abril», a la nómina de limitaciones físicas se añade, entre otras reflexiones sentimentales, la del deterioro amoroso –«Una mujer que ya no vive de lo que me ama / sino de lo que me amó»–, que sin embargo y pese a otras alusiones, se relativizará al final del libro en el magnífico «Regalo de amante». Pero se añaden, sobre todo, sarcasmos e ironías que van a propiciar el desarrollo de ese planteamiento autocrítico que es una de las claves del libro: «mi ego, tal vez lo único / que conservo intacto», y «el corazón en la cabeza; no como antes, / que era un pájaro». En «Examen de conciencia» el poeta se dice «demasiadas traiciones, sobre todo a mí mismo. / Rey yo ¿de qué desclasamiento? / ¿A qué precio, a costa de qué ideas?». En este interesante examen de conciencia , directo y con un logrado efecto de sinceridad, destaca la conclusión moral de «La envidia, mala novia»: si el odio, el deseo, la traición o la calumnia pudieron aportar dudosos frutos, «Tan solo cuando manché mi alma / con la envidia no obtuve recompensa / por muy sucia que fuera».
A esta luz inicial de descrédito del propio sujeto también el amor, la belleza, la propia autoestima parecen desvelar su condición engañosa y efímera en «Amor, amor, catástrofe del mundo», de saliniano título, «Degeneración del 68», «De ayer a hoy» o en «Decrepitudes», en el que la conciencia de la decrepitud moral, mucho más que la del deterioro físico, estriba en otra pérdida: «porque el honor es una mota / apenas perceptible en el recuerdo / arrugado, porque ya tengo un precio, / porque antes no olvidaba una promesa. / Y porque por mis venas corre sangre y no amor». Hasta la tentación de la belleza joven –«impostura / de máscara magnífica ofreciéndose»– deja un sabor amargo de «De cuando en cuando», tan clásico y tan cercano a otros poemas de Cernuda, Gil de Biedma o Brines sobre el mismo asunto. Culmina esta zona autocrítica de  A palo seco en «¿Apócrifo?», con una seca conclusión: «¿todo porque me quisieran? / [...] / ¡Solo porque me admiraran! / Pródigo como una fuente. / Como una fuente sedienta».

A lo largo de casi una veintena de poemas el autor ha desplegado un primer tiempo del libro con el repertorio oscuro de sus reflexiones y desengaños: el tiempo, el amor, la decadencia física y moral, la confesión desolada. Un tono amargo domina algunas hermosas imágenes, que no se prodigan de momento, y la serie de sarcasmos e ironías que se suceden en el balance autocrítico. Otro momento diferente se abre a partir del poema «Canción de tumba», con una breve sucesión de cuatro elegías por los muertos propios: la madre, el padre, el hermano, el sobrino Manolo. Otra maestra de la maestría y el dominio de Antonio Hernández la constituye la consecución de una emoción compartible en estos poemas que, siendo poemas con nombres particulares –que ya nos resultan familiares de otros libros anteriores–, elegías íntimas, alcanzan a despertar en el lector la emoción de sus propias experiencias, algo que no es frecuente encontrar en este tipo de poemas, en los que acecha el peligro del desbordamiento y del exceso de patetismo. En cada uno de los cuatro una técnica distinta permite establecer la distancia justa para evitar dicho exceso: en «Canción de tumba» la estructura de canción y la secuencia de preguntas retóricas permiten que el artificio controle la intensidad de la emoción cando, tras las terribles palabras dirigidas a la madre «¿Por qué te echo de menos / si yo no te quería?», en la conclusión el poeta se pregunta: «¿Por qué te has muerto, di? / ¿Para que sea tu hijo / desesperadamente?». En «La paradoja» se subraya la figura retórica que le da el título. Muertos ya quienes de niño le pegaron, padre, hermano, madre, maestro, más lo hizo la vida cuando se los quitó. Un guiño juanramoniano corta en seco la emoción –«La paradoja, Dios, la paradoja»– para que el verso final la recupere en otra dirección: «Ahora, por fin, ya podrán perdonarme».

También otra paráfrasis de Juan Ramón Jiménez viene a distanciar la conclusión del largo diálogo con el hermano muerto en «Cuarenta y tres aniversario»: «como si al recordarte, otra vez, / se hubieran ido los pájaros, / no se hubieran quedado cantando». En «Mi sobrino Manolo», finalmente, la sencillez de su evocación física se enriquece con una secuencia de imágenes sensoriales cuya belleza sirve para que su historia trágica desemboque en la apariencia de otra cosa: «Y se colgó de un árbol para volar más alto y más libre». Para cerrar este segundo momento, el poema «A palo seco», ya mencionado antes, pasa la cuenta a Dios por el dolor que causan sus «experimentos»: «Bebe y paga la cuenta».

Otro tono diferente se instala en el tercio central del libro, menos amargo aunque siempre nostálgico, mas afirmativo aunque siempre irónico cuando no muy crítico. A las elegías sucede una breve secuencia de homenajes y sátiras a diversas personas cuyos nombres, en algún caso, despliegan y continúan aquí la nómina de admiraciones, amistades y también desprecios que jalonan los libros del poeta. Ocupan, por tanto, un espacio intermedio entre las elegías familiares y los poemas de corte más filosófico que vienen a continuación y se prolongan hasta casi el final.
Evidenciando así la pensada ordenación del libro, estos homenajes participan de la elegía, de la admiración y del calor de amistad que dura todavía. En «Generación perdida (Grupo Liza)», la evocación de las ilusiones literarias de grupo juvenil todavía lleva a constatar, en el último verso, que «existe una alegría parecida a las ganas de llorar». Nostálgico y lleno de afecto, «En el restaurante» es un homenaje al poeta y amigo Carlos Álvarez, tan políticamente implicado en la lucha antifranquista, poeta de cárcel y revolución, magnífico ejemplar de corazón solidario y solitario. A «Pepe Luque» se le evoca con emoción, con humor y con un ajustado guiño al «Romance del prisionero»: «Él era libre y ateo. / Dele Marx buen galardón», y de Saramago se elogia sus testimonio de Alzado del suelo, en «Publicidad de un libro». «La notte», sin embargo, se dirige a un «seboso sapo» –se nos pueden ocurrir distintos nombres a cada uno– para establecer distancias que resultan muy actuales, por cierto, entre las posiciones opuestas desde las que quien habla y a quien se dirige critican al Gobierno: «La diferencia está en que yo lo hago / con dolor y usted con alegría». Otra paráfrasis, esta vez de Antonio Machad, cierra con rotundidad el poema: «No quiera confundirme, no pretenda conmigo / que mi lengua suplante a su pistola». También en «El banquete de Dionisio» y en «Auto de fe» el poeta extrema su sarcasmo contra la enseñanza en nuestra generación usando como epígrafe un siniestro verso de José María Pemán: «Los enciclopedistas dulcemente prohibidos». Y, en contraste, dos nuevos homenajes –a Federico García Lorca y a J. M. M., iniciales de julio Mariscal Montes, poeta de Arcos, en «Poeta en cruz»– completan esa serie de poemas con nombre. La cierra, casi en el centro del libro, un poema memorable, el titulado «Cine Ramírez». Seguramente es un fenómeno generacional pronto incomprensible para los lectores jóvenes, pero que conviene anotar porque forma parte de la educación sentimental de varias generaciones: la desaparición de los viejos cines de barrio que proyectaban en sesión continua películas de aventuras o del oeste que quedaron como materia de aventis en nuestra imaginación y en tantos poemas de los sesenta y setenta, además de las novelas de Juan Marsé. Veamos el poema: «Que Sitting Bull me derrote. / Que Nube Negra me siga / por las Montañas Rocosas. / Que se enamore de otro / la más bella del salón. / Que saque el revólver antes / el mastodonte John Wayne. / Que asalten la caravana. / Que en el póker me desplumen. / Pero que no ponga The End / en mi corazón la infancia».

Vale la pena destacar la gracia y la emoción elegíacas de este sencillo poema, que contribuye a subrayar en este libro el valor que a su infancia le otorga el protagonista a lo largo de toda su poesía. Pero también debe destacarse que con este poema entra otro tono, el más tiernamente sentimental del libro, que solo encontramos en contados poemas de un conjunto que, pese a la dureza, al desengaño existencial (que no resulta nuevo en Insurgencias, desde luego9 y a la conciencia de la pérdida dominantes, va remontando hacia un relativo equilibrio, hacia el que se orienta el solitario soneto que ocupa el papel central en A palo seco, y siempre en vilo entre la lucidez y el desasosiego.
A partir de aquí entran en el libro sucesivos poemas en los que los motivos clásicos dan pie a una serie de reflexiones filosóficas sobre el mundo y la naturaleza humana. Enlazan estos motivos con los poemas del libro anterior en los que los mitos y el mundo clásico se contraponen a las realidades contemporáneas. Pero en estos textos, como en otros hacia el final del libro, Anaxágoras, Empédocles, Demócrito o Heráclito, más que servir de contraste, propician la afirmación continuada de la valía del ser humano. «De aquel encuentro todos heredamos / el don de persistir donde vayamos, / la libertad metódica del viento», dice el poeta a propósito del origen del universo, en una línea en que une Anaxágoras con Stephen Hawking. Menudean ahora las imágenes sensoriales en estos poemas más «disfrutados», más abiertos al lirismo, como en la «Lectura de Empédocles»: «La nube olisqueando por el aire / como un perro benéfico. / El sol que asaetea de afilado. / Tuerta la noche, aunque no hay ojo / más bello que la luna. / Sudor el mar de la tierra, / sal que protege de azul. / El mar, la tierra y el cielo, / rastro en sus contradicciones de que en el cuerpo está el alma». Estos poemas de carácter filosófico enriquecen la diversidad temática y permiten dirigir el sentido del libro hacia la recuperación de un equilibrio que incluso lleva a la consideración de una cierta esperanza. Así, en «Inmensidades», la descripción simbólica del mar –«el mar es como un cielo con orillas / [...] / Su inmensidad es pariente del tiempo / como el olvido hermano de la muerte»– dirige el pensamiento poético a la intuición excepcional de una esperanza en medio del desengaño básico: «A veces tal grandeza nos lleva a la esperanza / de Dios, de Nada cobra su forma de espejismo».
Sin embargo el poeta no parece querer ponerse metafísico más que en contadas ocasiones y dispone a continuación varios poemas de carácter más ligero, la mayoría breves, en lo que se sucede alguna broma sobre la jubilación («Todo menos pasarle / al psiquiatra la nómina. / Menos enloquecer sin una causa de luna»), sobre el olor del paraíso («Si no es humano el Edén, / ¿de qué sirve el corazón, / mi maestro en la emoción y en la belleza?»), o nuevas paradojas: («Y si todo es de la Nada, / ¿qué de la Muerte?»). en poemas sucesivos se glosa al Juan Ramón de «no le toques más» («de desnuda que está nada la luna») y a Paul Éluard: «hay mil muertes pequeñas / pero no existe muerte que repita a la Muerte».

Después de esta especie de interludio en el que han ido entrando en el libro poemas cuya diversidad de tonos y temas ha despejado en parte la oscuridad del comienzo, volvemos al balance crítico, pero ahora en otros tonos y desde una serenidad mayor, que matiza considerablemente los finales del conjunto. Es esta zona final se sitún algunos de los mejores y más interesantes poemas de A palo seco, equilibrando y evidenciando lo cuidado de su estructura. En ellos la vuelta al análisis de la conciencia propicia una nueva mirada crítica y confesional, en la que la ironía y algún que otro toque de humor equilibran y permiten distanciar una diversidad de reflexiones haciéndolas compartibles al lector. Es el caso, por ejemplo, de «El desencanto». Un desencanto que no lo ha causado toda esa serie de personajes que de alguna manera han podio agredir la sensibilidad social o íntima: antiguos amigos vueltos mercachifles del poder público, animadores culturales, reseñistas incultos, moscones cobistas, virtuosos de oropel o intelectuales profundos, esos «estultos sabios / peores que los bobos ignorantes». Ya de por sí la lista podría propiciar un desencanto colectivo que, sin embargo, va más al fondo, a la pérdida de aquel en que nos miramos y pudo habernos enseñado algo, el maestro, al que creí / volcado a la honradez y la justicia. / Rompió mi espejo y aún escupo cristales». Una acertada imagen la de este verso final que transmite desde la percepción sensorial mucho más que una larga explicación.

Al renovado tono moral de buena parte de estos poemas finales le aporta variedad y gracia el valor autoirónico de algunos poemas como «Terapia» y «Honores». Expresar una verdad paradójica con el grano de sal necesario a menudo contribuye a hacerla más patente o creíble: «Me dispongo si hablan / bien de mí en mi presencia. / Y también si no hablan nada de mí o apenas». dice en el primero. Mayor calado tiene «Honores», que despliega, desde la conciencia de quién se es a esas alturas de toda una trayectoria literaria, un largo balance equilibrado y una aguda reflexión personal sobre el oficio de escribir y sobre el reconocimiento colectivo. No se trata de mostrar una falsa modestia ante premios y homenajes, porque «Supongo que lo opuesto todavía es peor / y por eso respeto las condecoraciones», y quién no, si las acepta. Se trata, más bien, de otra cosa, de no perder la conciencia de quién se es y de quién se ha sido, de seguir reconociéndose en la memoria y, sobre todo, de reafirmar con hermosas imágenes aquello de más valioso que ofrece como recompensa el oficio de escribir –y de leer–: «Porque si existe pago es el augurio / que se da en la emoción, esa presencia / del misterio, imprecisa, esa luz de alas, turbia, / con tantas alas torpes como un nido. / Con tantas alas niñas que no obstante / te hacen volar más alto que las nubes».

Entre ironías y referentes clásicos se extiende por estos versos un humorismo que muestra el renovado talante de una voz que ha logrado despojarse del exceso de amargura inicial. Los estoicos consejos del poema «Narciso», por ejemplo, se tiñen de sarcasmo: si debemos cuidar a los enemigos porque ellos son nuestra medida, debemos fortalecernos en el orgullo de lo que la adversidad ha hecho de nosotros, «en esa aristocracia de la luz disidente». El personaje insurgente de toda esta poesía se reafirma en la conclusión de su libro. Lo hace contra la muerte, en «Mitologías ciertas», en su posicionamiento crítico frente a la discordia colectiva, en «Dualismo», «Noticia del día», «Otra noticia de Oriente», etc. Pero también, nuevamente, y con buen humor, frente a sí mismo en «Dulce compañía» le ofrece una sonrisa de refuerzo. Vale la pena citar el final de poema por cómo ilustra un nuevo tono y la disposición moral de este final del libro: «Tengo un amigo que habla bien de mí / y le doy las gracias por su sinceridad / mañanera cuando voy a afeitarme / y me sonríe, pícaro, como diciendo: “Otro día / de aúpa, malabar, sé fanático de ti / pues sin embuste no hay milagro, hermano”. / Y al no poder frenar la carcajada / salta la espuma, eso que somos, corre / opositora a nada por el cristal brillante / una vez hecha líquido, directa al sumidero. / Y entonces salgo al día como la marioneta / que es una pluma al viento / confiado a tan solo una causa: mi Ángel / de la Guarda infantil y fantasioso».

Sin duda el poema que mejor representa el punto de llegada en este proceso de recuperación de todo tipo es “Regalo de amante”, un título que, entre otras cosas, nos recuerda el de Ricardo Molina, y que es quizá el mejor homenaje con que Antonio Hernández podía haber culminado este libro. Un homenaje, quizás el mejor posible en coherencia con los valores poéticos del autor, que comienza reconociendo: «Puede que el alma exista. Yo la he visto / con tantas formas que el caso sería / decidir cuál es la más ajustada». Superior y preciso homenaje a cuanto de lo vivido sobrevive como un milagro en la memoria, desde una tarde de lluvia en el desierto o un pacífico partido de baloncesto entre blancos y negros en Harlem hasta un pase de pecho de Morante de la Puebla. Pero también y, sobre todo, más allá de algunos refunfuños en poemas anteriores del libro, homenaje amoroso a Mari Luz, siempre presente: el alma «en cuatro continentes la he visto desnudarse, / símbolo de los símbolos o síntesis del caos. / Y en Mari Luz cuando, de pronto, / decide que otra vez su boca / quiere cumplir veinte años y un día».

Dos poemas, en fin, cierran el libro con registro testamentario: «Adiós en Arcos» y «Testamento». Arcos ha sido un referente constante en la poesía de Antonio Hernández, escenario de numerosos poemas, espacio real y espacio mítico, protagonista de tantas evocaciones del paraíso de la infancia con su naturaleza siempre acogedora, espacio de raíces y mirador de un mundo prístino alternativo a la realidad histórica. Desde la reiteración de la voluntad de que sus cenizas se esparzan desde la Peña de Arcos para perdurar allí, «con naturalidad, anónimo», el poeta despliega una última descripción emocionada y emocionante de su río y su llano, «Incluso algún jilguero / o un dulce chamariz al picar en las frutas / del Llano de las Huertas / añadirá a su canto algún secreto mío / su inédita sustancia. Y será el canto suave / al que apenas la vida me dio opción».
Más seco, más ceñido a la expresión de un registro moral que es, al fin y al cabo, el que resulta de todo el conjunto: «Que no me coma la envidia, / la peor enfermedad; / que so sepa de venganza / ni aun cumpliéndose en justicia, / que guardián no sea el odio / de una apagada alegría; / que el rencor no me empobrezca / a la hora del balance. / Y que todo sea así / no para ganarme el Cielo, / sino porque vuele en paz / mi ceniza en el olvido».

La poesía de A palo seco arranca desde una desolación y un desajuste existenciales en que la conciencia angustiada del tiempo, el desengaño ante lo colectivo y la desnuda autocrítica ponen algunas de las notas más duras y desgarradas en la poesía de Antonio Hernández. Sin embargo, el valor poético y vital de este libro confesional radica en su plausible construcción de un sentido en última instancia afirmativo, precariamente afirmativo, sin duda, pero que gracias al papel de la memoria, a la capacidad de distanciamiento de sí mismo, nada complaciente por otra parte, y a la convincente autenticidad de sus reflexiones sobre el sentir, sobre la experiencia del deterioro, sobre la fugacidad y la muerte, y también sobre cuanto de trascendente existe en la capacidad creadora del ser humano, construye un magnífico ejemplo de poesía de madurez, o de senectude, como queramos. Un paso adelante en una espléndida trayectoria que, en mi opinión, exige continuidad, porque no desearía en modo alguno que el verso final del libro y de Insurgencias fuese una despedida de la poesía.

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