Francisco
Díaz de Castro
República de las Letras. Revista de la
Asociación Colegial de Escritores de España. Número
127. Abril-junio 2012
En torno a la poesía última de Antonio
Hernández
La
publicación de Insurgencias, la
poesía completa de Antonio Hernández, ha ofrecido a los lectores de poesía la
posibilidad de leer seguida una impresionante secuencia de quince libros que
abarcan desde el juvenil El mar es una
tarde con campanas (1965), premio Adonáis y publicado a los veintidós años
de edad, hasta el reciente A palo seco
(2007), que el poeta ha publicado rondando los sesenta y cinco. Casi todas las
edades del autor y de su protagonista poético, tan idénticos, se acogen a ese
título global de Insurgencias, tan
acertado en todos los aspectos, por la índole del personaje que Hernández ha
ido creando a lo largo de treinta y tantos años.
Leer
Insurgencias de corrido permite
acceder al desarrollo y maduración de una voz poética cercana y directa,
reflexiva y vital, cuyo efecto de autenticidad otorga a los textos esa
impresión de poemas necesarios que la mejor poesía necesita. Vida y poesía
aparecen en todos estos libros estrechamente unidad, desde «La montaña»,
emblemático poema que abre el primer libro, hasta «Adiós en Arcos» y «Testamento», que cierran
por ahora la poesía del autor. Y decir vida y poesía es decir también Historia
y tierras vividas, pues no estamos antes una voz solip sista, sino ante la de
alguien que al hablar de sí mismo nos habla también de un tiempo y un espacio
muy vividos y muy pensados críticamente, como enlos versos «Andalucía» tercer
poema de El mar es una tarde con campanas
–«Hasta los jornaleros, en vez de justicia, / resignación decían»– y como hemos
podido leer, muy tardíamente, en los poemas inéditos ahora restituidos al libro
Oveja negra (1969), obviamente
dedicados a un tiempo de soledad que aún se prolongaría demasiado en medio de
la mediocridad ambiente denunciada en una irónica «Nueva oda elemental».
Más
de novecientas páginas ocupan estas Insurgencias
que nos hablan, casi siempre sin elevar el tono y con esa condición a la vez
reflexiva y testimonial, del hacerse de un personaje singular y poco frecuente
en el panorama poético de la época, por su clara vinculación biográfica, por lo
directo de su discurso y, con frecuencia, por lo autocrítico de sus
observaciones en torno a los ejes constantes del amor, la memoria, la conciencia
histórica y el mundo andaluz. Resulta muy interesante comprobar la fidelidad,
la perduración ene este poeta de estos motivos esenciales y de los valores que
los sustentan en los poemas. Ciertamente, el estilo y la personalidad de quien
habla a partir de Donde da la luz (1978)
apenas experimentan variaciones relevantes en la trayectoria posterior,
salvando, naturalmente, la especifidad de cada libro. En el recién citado, por
ejemplo, se funden los diversos temas protagonistas de toda la poesía de Hernández:
Andalucía, y Cádiz en particular, la reflexión histórica y social, el discurso
amoroso –ya desde el título– a Mari Luz, siempre presente en toda la poesía de
Antonio Hernández desde su primer libro hasta sus últimos poemas, y el homenaje
a los poetas andaluces del 27 muertos o exiliados apoyado en el guiño a Rafael
Alberti en el poema que cierra el libro, «Poetas andaluces de ahora»: «Igual
duran la gloria y la injusticia».
Si
la poesía crítica se funde con el homenaje literario en Metaory (1979), Homo loquens
(1981), otro de los mejores libros del autor, abre un espacio en el que un
mayor intimismo propicia la elevación lírica de algunos poemas y una mayor
sencillez expresiva, sin que el autoanálisis lleve nunca a perder pie en los
referentes de la realidad colectiva:
«contarme / para hablar de vosotros», ese mecanismo que dota de
coherencia y transitividad a esta poesía. Como el propio poeta señala en la
nota prologal, subrayando el designio de unidad y autenticidad de sus versos,
«mi poesía se percibe como verdad más mía y sin altibajos que definición en su
conjunto sucesivo difícilmente inconexo». Cumplen un papel destacado aquí la
expresión de una memoria sensorial plasmada en intensas imágenes, el canto a la
naturaleza tamizado por la conciencia melancólica del tiempo y también alguno
de esos quiebros de humorismo crítico cada vez más presentes en la escritura
del poeta y a menudo rubricados con versos memorables: «Excepto el que me
habite / todos los enemigos son veniales».
El
vitalismo de fondo no excluye las elegías fúnebres ni os emocionados testimonio
íntimos de Diezmo de madrugada (1982)
y Con tres heridas yo (1983), que
introducen en el fluir de esta escritura unas presencias que no dejarán de
habitarla en lo sucesivo y que particularizan la reflexión amplia sobre la
caducidad –«Vendrá la muerte y no tendrá cuidado»– que dimensiona y da sentido
a la autenticidad de un discurso poético que se abre también a la mistad y al
homenaje literario. Amor y muerte entrelazados con la intensa evocación de los
orígenes y de la infancia en una escritura que enciende «un candil contra la
muerte» por más que aprende su condición de pasión inútil frente a la ley
mortal de lo que existe: «Contra natura, el verbo, su extensión / decapitada,
fruto que a los días / ha de encender con días del pasado».
Con
una hondura insólita en su tiempo, evitando caer en los tópicos tan frecuentes
en estos temas, Compás errante (1985)
constituye un denso canto antropológico y también crítico a Andalucía y al
sentido del flamenco y sus voces, y da paso, desde Indumentaria (1986), aúna escritura que imbrica estrechamente la
escritura de la memoria con un prolongado ahondamiento en el mundo andaluz. En Indumentaria los poemas breves y las
dedicatoria recorren lo vivido en esa especial forma de «infancia recuperada a
voluntad» que en Hernández va salvando para la poesía vivencias, nombres y
numerosos homenajes particulares, nada imprecisos de acuerdo con la cita de
Rilke que los encabeza –«Era poeta y odiaba lo impreciso»–. Un demorado Ubi sunt? que es también una encendida
consideración de la naturaleza traza ese recorrido desde la emoción –«Todo me
lo han cambiado / por un nudo / en la garganta»– y desde la reconsideración intelectual
de una identidad siempre abierta al misterio y a la nostalgia: «Lo triste no es
ser viejo / y vivir / sino ser joven en la memoria».
El
protagonismo de lo andaluz se expande en dos libros que pueden verse como
complementarios y de tono más elevado que hasta ahora: el vitalismo sensorial
de Campo lunario (1988), con su
emocionante homenaje al mundo gaditano –«Guía secreta de una ciudad del Sur»– y
el de la compleja meditación histórica de Lente
de agua (1990): «Es más grande mi patria que mi tierra». En ambos la
identidad expresiva despliega poemas extensos y estrofas clásicas en esta
meditación sobre una identidad integrada en lo colectivo. Esta identidad, que
en Campo lunario se abre al misterio
de una naturaleza hecha mito y espacio mágico –«Pues más dona el misterio que
cuanto ven los ojos»– y se vuelve sobre la misma condición de la escritura
poética y el recuerdo literario, en Lente
de agua –homenaje, entre otros, a Julio Mariscal Montes–, abarca más ampliamente
y a partir de la cita de Américo Castro la entrañada reflexión histórica sobre
la realidad histórica de España, judíos, moros y cristianos, Cervantes y
Quevedo, el retorno de Alberti, etc.: «patria quebrada, / tunanta, / oposición
de ti, / te amo, te amo y beso / con un beso de hijo que te quiere y se ahora
[...] porque seas hermana de ti misma, / porque te quieras más, / porque
aprendas un rayo de tu historia en que fuiste / puente del alba».
La
andadura lenta y reflexiva de poema extenso que Antonio Hernández sigue
eligiendo en sus libros siguientes matiza la elegía intimista y andaluza que
domina las evocaciones de los alegóricos trenes de Sagrada forma (1994) y que incrementa la reflexión metapoética para
dar cuenta de una pasión de escritura que mantiene lo vivido más allá de la
conciencia de la pérdida: «Renuncio a esta tristeza, / pero no a sus desvanes /
donde están desvelados / los juguetes de un niño». Ese niño, precisamente, es
el que habita las evocaciones familiares de Habitación
en Arcos (1997), otro de los mejores libros de Antonio Hernández. Si, como
decía Unamuno, un poeta llega a ser más universal por ser más auténticamente de
su tierra, esa es la vocación de los largos monólogos que componen Habitación en Arcos, recuperando el canto
de amor y naturaleza de los orígenes desde otra condición más vivida y sufrida,
desde otra edad y desde un vitalismo al que el desengaño no resta intensidad ni
pasión.
Los
largos poemas de El mundo entero
(2001) abren otro tiempo en esa poesía en la que la imaginación cosmológica y
la sombra nostálgica de una edad dorada introducen una dimensión mítica que va
contrastando progresivamente con los perfiles de la realidad contemporánea y la
limita y pone en su sitio desde la distancia crítica. De esos densos poemas
poblados de presencias y nombres, de reflexiones y acotaciones de todo tipo, se
comienza a desprender un cierto balance desengañado que propicia las
modulaciones sarcásticas de un humorismo cuyo carácter sombrío contrasta, no
obstante, con la luminosidad del ámbito elemental y con la constancia de la
vida duradera de los mitos. Y, sobre todo, con una capacidad evocativa y un
voluntarismo vitalista que entre quiebros irónicos y bromas literarias insisten
en el retorno a la naturaleza y, sobre todo, en la valía del presente precario
de lo que somos porque hemos sido: «Hacer de tripas corazón, gozar. / Tal si el
infierno no hubiera existido». Balance, pues, argumentado, crítico y amargo den
muchos momentos, pero también agradecido, como expresan los versos finales:
«Gracias por el silencio, pues repudio / todo escándalo, excepto / la luz de
las campanas, flor del ruido. / Y, en fin, por esta playa / desconcertante y
bella, / contradictoria, solitaria / en estas horas, proclamando / que no se
puede nada contra el mar, / única criatura que comprende a la noche».
Tras
este esquemático recorrido, constancia de un placer de lectura y relectura mías
que no he querido ahorrarles, vamos a centrarnos en otro de los grandes libros
de Antonio Hernández, el último por ahora. A
palo seco (2007) se nos presenta con un aura algo morbosa que puede crear
en el lector incauto unas expectativas o unos presupuestos que la falacia
biográfica alimenta. La nota inicial del autor nos sitúa, no sé si con algo de
ese humor particular que advertimos en muchos de sus textos, ante el resultado
de una especie de terapia frente a la enfermedad:
Los poemas de este libro jalonan la evolución de una
enfermedad depresiva cuya mejora signa el cambio de ánimo percibido en ellos a medida que avanza el texto. De
esa metamorfosis positiva es responsable en buena medida mi amigo Javier
Reverte que, en todo momento me , me ayudó a superar la enfermedad y cada día
se empeñó en que escribiera poesía tras siete años sin hacerlo. A él está
dedicado, pues, lo que él alentó.
Yo
no sé si la escritura puede curar nada por más que su ejercicio alcance a
consolarnos. Creo más en la verdad que mencionaba Gustavo Adolfo Bécquer:
«Cuando siento no escribo». Es posible que los borradores pergeñados en
distintos momentos creativos y en diversos estados de ánimo correspondan a
desbordamientos o compensaciones intelectuales o sentimentales, pero me
costaría creer que esa hubiera sido solamente la condición de unos poemas y de
un conjunto tan serio, tan eficazmente comunicativo y tan bien organizado como
el que nos entregó finalmente el autor, con un título, eso sí, muy
significativo de su tono dominante y de su falta de complacencia explícita en
la faena.
Es
verdad que A palo seco nos hace
pensar en esos jarabes medicinales que se toman sin edulcorante ni agua o que,
en otra acepción, nos remite a la navegación en tiempo de borrasca sin
desplegar la vela. O también en una poesía sin adornos, como ha sido en otros
momentos la del autor y que aquí adquiere una relevante sencillez para expresar
lo que le importa. Sea como sea, el título suele venir después de la escritura
y, como le dice a Dios el poeta en el poema así también titulado, «bebe conmigo
[...]. Bebe y paga la cuenta».
A palo seco lleva la fecha de 2007.
Hasta este libro, después del paréntesis de nueve años que separaba Oveja negra (1969) de Donde da la luz (1978), Antonio
Hernández fue publicando sus libros en una secuencia de dos o tres años, cuatro
como mucho, hasta El mundo entero,
que es de 2001. Siete años de distancia nos sitúan ante una voz poética algo
cambiada, más despojada y más directa, planteada en sus primeros pasos desde
una perspectiva y en unos tonos muy amargos y oscuros, pero que a lo largo de
sus setenta y un poemas van a ir matizándose e irisándose de distintas luces a
medida que avanza y dando cabida al homenaje, al canto a la naturaleza, a la
memoria de la infancia y al amor, una vez establecidos una seca composición de
lugar y unos puntos de partida inapelables sobre la edad, la soledad, los
desengaños y la conciencia del cuerpo en deterioro.
Sin
embargo, como una de las virtudes literarias de este libro, lo que A palo seco pueda tener de diario
poético de una crisis, con sus desajustes previsibles de todo tipo, queda
subsumido en una secuencia, sin división ene secciones, claramente pensada y
organizada desde el intimismo angustiado hacia la reflexión filosófica, desde
la desolación hacia la esperanza, precaria y lúcida, desde luego, y desde el
protagonismo de la muerte y la nada hacia la evocación emocionada, el homenaje
a la amistad y la poesía y el discurso amoroso. También desde la angustia
dominante de la enfermedad y el deterioro propios hacia el ejercicio
autocrítico, la crítica social y los registros de un humorismo que testimonian
el equilibrio de la voz que culmina su balance con dos serenos poemas
testamentarios.
Las
dos citas que sirven de epígrafe orientan la lectura. La primera, de André
Gide, ajusta adecuadamente las evoluciones de la reflexión poética a lo largo
del libro: «Sólo los necios no se contradicen». La segunda, de Hölderlin,
subraya las referencias a la divinidad que se van planteando ya desde el
principio: «Porque siempre los combatió, los dioses, al fin, lo salvan». Tras
estos dos epígrafes, el primer poema, «Fugacidades», sitúa sobriamente el
sentimiento temporal del conjunto: vuelta la vista atrás, la belleza del mundo,
el amor. los libros y los hijos, el reconocimiento de los demás, cuanto pudo
hacernos sentir cerca de la felicidad se percibe amargamente desde la altura de
la edad como apenas nada, como un conjunto de brillos fugaces: «Todo,
inmisericorde, un centelleo». Es desde ese vértigo de la conciencia temporal
desde donde se desmenuza a continuación el contenido del corazón y de la
conciencia. Vale la pena destacar también en este poema prologal el
protagonismo de la literatura como instrumento de desvelamiento de la realidad,
que va a ser a lo largo del libro uno de los hilos temáticos en desarrollo:
«Los libros dieron lumbre / a la razón, se hizo el entendimiento / del sueño de
otros hombres entregados / a dar con el misterio desde que el mundo es mundo».
Con
la referencia a Dios aparece inmediatamente un tono sarcástico que va dominar
buena parte del libro. Tanto en «Dios» como en «Los dioses abismados», segundo
y tercer poemas, la voz poética juega a la paradoja, un recurso al que el autor
nos tiene acostumbrados: la alabanza a un dios creador se torna en reproche: «Loado
sea por siempre y alabado / aunque no le podamos perdonar / tanto y tanto
dolor». Es el mismo dios que creó a otros «dioses», Kafka, Pessoa, Celan, «pero
al final los vuelve locos, locos / para que no se crean sus vecinos». No hay
espacio apenas para intuir la trascendencia en este discurso. Y cuando hacia el
final del libro se mencione a Dios en la reflexión crítica de «Noticias del
día» será para ironizar: «Sigue la vida. ¿Cómo Dios / se va a aburrir, allá
arriba, en su palco?».
Muy
eficaz resulta, y no solo en los poemas de carácter sarcástico o satírico, el
uso del apifonema con que Antonio Hernández suele cerrarlos para intensificar
el sentido y su efecto en el lector. Eso sucede también en el poema siguiente,
«Así se empieza» o en «La senectud» que, junto a «La soledad» establecen a
continuación el predicado de base, el punto de partida de la voz poética y sus
desdoblamientos reflexivos: la enfermedad, la creciente conciencia de una
soledad interior heladora, entendida como «el ensayo general para la muerte»,
la idea del suicidio a partir de la cita de Camus –«El único problema
filosófico serio es el suicidio»– y que el voluntarismo moral deja a un lado,
aprovechando el guiño machadiano: «el último monólogo de la sinceridad / (Quien
anda solo espera encontrarse algún día)». «Senectud», en fin, combina
ausencias, memorias dolorosas y decadencia física para cerrarse con una
lapidaria conclusión que, de momento, sirve para cerrar esta secuencia con un
cierto desplante: «Solo queda ir muriendo / con dignidad, sin memoria. / Pues
vive entre los muertos quien de recuerdos vive». Sombrío epifonema nuevamente
que recuerda a Quevedo o los versos más oscuros del Vicente Aleixandre último y
que abre los poemas siguientes a un duro recuento de la cotidianidad del
presente y aun planteamiento autocrítico muy interesante que va a prolongarse
hasta casi el final del conjunto.
En
«Una edad que ya no trae abril», a la nómina de limitaciones físicas se añade,
entre otras reflexiones sentimentales, la del deterioro amoroso –«Una mujer que
ya no vive de lo que me ama / sino de lo que me amó»–, que sin embargo y pese a
otras alusiones, se relativizará al final del libro en el magnífico «Regalo de
amante». Pero se añaden, sobre todo, sarcasmos e ironías que van a propiciar el
desarrollo de ese planteamiento autocrítico que es una de las claves del libro:
«mi ego, tal vez lo único / que conservo intacto», y «el corazón en la cabeza;
no como antes, / que era un pájaro». En «Examen de conciencia» el poeta se dice
«demasiadas traiciones, sobre todo a mí mismo. / Rey yo ¿de qué desclasamiento?
/ ¿A qué precio, a costa de qué ideas?». En este interesante examen de
conciencia , directo y con un logrado efecto de sinceridad, destaca la
conclusión moral de «La envidia, mala novia»: si el odio, el deseo, la traición
o la calumnia pudieron aportar dudosos frutos, «Tan solo cuando manché mi alma
/ con la envidia no obtuve recompensa / por muy sucia que fuera».
A
esta luz inicial de descrédito del propio sujeto también el amor, la belleza,
la propia autoestima parecen desvelar su condición engañosa y efímera en «Amor,
amor, catástrofe del mundo», de saliniano título, «Degeneración del 68», «De
ayer a hoy» o en «Decrepitudes», en el que la conciencia de la decrepitud
moral, mucho más que la del deterioro físico, estriba en otra pérdida: «porque
el honor es una mota / apenas perceptible en el recuerdo / arrugado, porque ya
tengo un precio, / porque antes no olvidaba una promesa. / Y porque por mis
venas corre sangre y no amor». Hasta la tentación de la belleza joven –«impostura
/ de máscara magnífica ofreciéndose»– deja un sabor amargo de «De cuando en
cuando», tan clásico y tan cercano a otros poemas de Cernuda, Gil de Biedma o
Brines sobre el mismo asunto. Culmina esta zona autocrítica de A
palo seco en «¿Apócrifo?», con una seca conclusión: «¿todo porque me
quisieran? / [...] / ¡Solo porque me admiraran! / Pródigo como una fuente. /
Como una fuente sedienta».
A lo
largo de casi una veintena de poemas el autor ha desplegado un primer tiempo
del libro con el repertorio oscuro de sus reflexiones y desengaños: el tiempo,
el amor, la decadencia física y moral, la confesión desolada. Un tono amargo
domina algunas hermosas imágenes, que no se prodigan de momento, y la serie de
sarcasmos e ironías que se suceden en el balance autocrítico. Otro momento
diferente se abre a partir del poema «Canción de tumba», con una breve sucesión
de cuatro elegías por los muertos propios: la madre, el padre, el hermano, el
sobrino Manolo. Otra maestra de la maestría y el dominio de Antonio Hernández
la constituye la consecución de una emoción compartible en estos poemas que,
siendo poemas con nombres particulares –que ya nos resultan familiares de otros
libros anteriores–, elegías íntimas, alcanzan a despertar en el lector la
emoción de sus propias experiencias, algo que no es frecuente encontrar en este
tipo de poemas, en los que acecha el peligro del desbordamiento y del exceso de
patetismo. En cada uno de los cuatro una técnica distinta permite establecer la
distancia justa para evitar dicho exceso: en «Canción de tumba» la estructura
de canción y la secuencia de preguntas retóricas permiten que el artificio
controle la intensidad de la emoción cando, tras las terribles palabras
dirigidas a la madre «¿Por qué te echo de menos / si yo no te quería?», en la
conclusión el poeta se pregunta: «¿Por qué te has muerto, di? / ¿Para que sea
tu hijo / desesperadamente?». En «La paradoja» se subraya la figura retórica
que le da el título. Muertos ya quienes de niño le pegaron, padre, hermano,
madre, maestro, más lo hizo la vida cuando se los quitó. Un guiño juanramoniano
corta en seco la emoción –«La paradoja, Dios, la paradoja»– para que el verso
final la recupere en otra dirección: «Ahora, por fin, ya podrán perdonarme».
También
otra paráfrasis de Juan Ramón Jiménez viene a distanciar la conclusión del
largo diálogo con el hermano muerto en «Cuarenta y tres aniversario»: «como si
al recordarte, otra vez, / se hubieran ido los pájaros, / no se hubieran
quedado cantando». En «Mi sobrino Manolo», finalmente, la sencillez de su
evocación física se enriquece con una secuencia de imágenes sensoriales cuya
belleza sirve para que su historia trágica desemboque en la apariencia de otra
cosa: «Y se colgó de un árbol para volar más alto y más libre». Para cerrar
este segundo momento, el poema «A palo seco», ya mencionado antes, pasa la
cuenta a Dios por el dolor que causan sus «experimentos»: «Bebe y paga la
cuenta».
Otro
tono diferente se instala en el tercio central del libro, menos amargo aunque
siempre nostálgico, mas afirmativo aunque siempre irónico cuando no muy
crítico. A las elegías sucede una breve secuencia de homenajes y sátiras a
diversas personas cuyos nombres, en algún caso, despliegan y continúan aquí la
nómina de admiraciones, amistades y también desprecios que jalonan los libros
del poeta. Ocupan, por tanto, un espacio intermedio entre las elegías
familiares y los poemas de corte más filosófico que vienen a continuación y se
prolongan hasta casi el final.
Evidenciando
así la pensada ordenación del libro, estos homenajes participan de la elegía,
de la admiración y del calor de amistad que dura todavía. En «Generación
perdida (Grupo Liza)», la evocación de las ilusiones literarias de grupo
juvenil todavía lleva a constatar, en el último verso, que «existe una alegría
parecida a las ganas de llorar». Nostálgico y lleno de afecto, «En el
restaurante» es un homenaje al poeta y amigo Carlos Álvarez, tan políticamente
implicado en la lucha antifranquista, poeta de cárcel y revolución, magnífico
ejemplar de corazón solidario y solitario. A «Pepe Luque» se le evoca con
emoción, con humor y con un ajustado guiño al «Romance del prisionero»: «Él era
libre y ateo. / Dele Marx buen galardón», y de Saramago se elogia sus
testimonio de Alzado del suelo, en
«Publicidad de un libro». «La notte», sin embargo, se dirige a un «seboso sapo»
–se nos pueden ocurrir distintos nombres a cada uno– para establecer distancias
que resultan muy actuales, por cierto, entre las posiciones opuestas desde las
que quien habla y a quien se dirige critican al Gobierno: «La diferencia está
en que yo lo hago / con dolor y usted con alegría». Otra paráfrasis, esta vez
de Antonio Machad, cierra con rotundidad el poema: «No quiera confundirme, no
pretenda conmigo / que mi lengua suplante a su pistola». También en «El
banquete de Dionisio» y en «Auto de fe» el poeta extrema su sarcasmo contra la
enseñanza en nuestra generación usando como epígrafe un siniestro verso de José
María Pemán: «Los enciclopedistas dulcemente prohibidos». Y, en contraste, dos
nuevos homenajes –a Federico García Lorca y a J. M. M., iniciales de julio Mariscal
Montes, poeta de Arcos, en «Poeta en cruz»– completan esa serie de poemas con
nombre. La cierra, casi en el centro del libro, un poema memorable, el titulado
«Cine Ramírez». Seguramente es un fenómeno generacional pronto incomprensible
para los lectores jóvenes, pero que conviene anotar porque forma parte de la
educación sentimental de varias generaciones: la desaparición de los viejos
cines de barrio que proyectaban en sesión continua películas de aventuras o del
oeste que quedaron como materia de aventis en nuestra imaginación y en tantos
poemas de los sesenta y setenta, además de las novelas de Juan Marsé. Veamos el
poema: «Que Sitting Bull me derrote. / Que Nube Negra me siga / por las
Montañas Rocosas. / Que se enamore de otro / la más bella del salón. / Que saque el revólver antes /
el mastodonte John Wayne. / Que asalten la caravana. / Que en el póker me
desplumen. / Pero que no ponga The End / en mi corazón la infancia».
Vale
la pena destacar la gracia y la emoción elegíacas de este sencillo poema, que
contribuye a subrayar en este libro el valor que a su infancia le otorga el
protagonista a lo largo de toda su poesía. Pero también debe destacarse que con
este poema entra otro tono, el más tiernamente sentimental del libro, que solo
encontramos en contados poemas de un conjunto que, pese a la dureza, al
desengaño existencial (que no resulta nuevo en Insurgencias, desde luego9 y a la conciencia de la pérdida
dominantes, va remontando hacia un relativo equilibrio, hacia el que se orienta
el solitario soneto que ocupa el papel central en A palo seco, y siempre en vilo entre la lucidez y el desasosiego.
A
partir de aquí entran en el libro sucesivos poemas en los que los motivos
clásicos dan pie a una serie de reflexiones filosóficas sobre el mundo y la naturaleza
humana. Enlazan estos motivos con los poemas del libro anterior en los que los
mitos y el mundo clásico se contraponen a las realidades contemporáneas. Pero
en estos textos, como en otros hacia el final del libro, Anaxágoras,
Empédocles, Demócrito o Heráclito, más que servir de contraste, propician la
afirmación continuada de la valía del ser humano. «De aquel encuentro todos
heredamos / el don de persistir donde vayamos, / la libertad metódica del
viento», dice el poeta a propósito del origen del universo, en una línea en que
une Anaxágoras con Stephen Hawking. Menudean ahora las imágenes sensoriales en
estos poemas más «disfrutados», más abiertos al lirismo, como en la «Lectura de
Empédocles»: «La nube olisqueando por el aire / como un perro benéfico. / El
sol que asaetea de afilado. / Tuerta la noche, aunque no hay ojo / más bello
que la luna. / Sudor el mar de la tierra, / sal que protege de azul. / El mar,
la tierra y el cielo, / rastro en sus contradicciones de que en el cuerpo está
el alma». Estos poemas de carácter filosófico enriquecen la diversidad temática
y permiten dirigir el sentido del libro hacia la recuperación de un equilibrio
que incluso lleva a la consideración de una cierta esperanza. Así, en
«Inmensidades», la descripción simbólica del mar –«el mar es como un cielo con
orillas / [...] / Su inmensidad es pariente del tiempo / como el olvido hermano
de la muerte»– dirige el pensamiento poético a la intuición excepcional de una
esperanza en medio del desengaño básico: «A veces tal grandeza nos lleva a la
esperanza / de Dios, de Nada cobra su forma de espejismo».
Sin
embargo el poeta no parece querer ponerse metafísico más que en contadas
ocasiones y dispone a continuación varios poemas de carácter más ligero, la
mayoría breves, en lo que se sucede alguna broma sobre la jubilación («Todo
menos pasarle / al psiquiatra la nómina. / Menos enloquecer sin una causa de
luna»), sobre el olor del paraíso («Si no es humano el Edén, / ¿de qué sirve el
corazón, / mi maestro en la emoción y en la belleza?»), o nuevas paradojas: («Y
si todo es de la Nada, / ¿qué de la Muerte?»). en poemas sucesivos se glosa al
Juan Ramón de «no le toques más» («de desnuda que está nada la luna») y a Paul
Éluard: «hay mil muertes pequeñas / pero no existe muerte que repita a la
Muerte».
Después
de esta especie de interludio en el que han ido entrando en el libro poemas
cuya diversidad de tonos y temas ha despejado en parte la oscuridad del
comienzo, volvemos al balance crítico, pero ahora en otros tonos y desde una
serenidad mayor, que matiza considerablemente los finales del conjunto. Es esta
zona final se sitún algunos de los mejores y más interesantes poemas de A palo seco, equilibrando y evidenciando
lo cuidado de su estructura. En ellos la vuelta al análisis de la conciencia
propicia una nueva mirada crítica y confesional, en la que la ironía y algún
que otro toque de humor equilibran y permiten distanciar una diversidad de
reflexiones haciéndolas compartibles al lector. Es el caso, por ejemplo, de «El
desencanto». Un desencanto que no lo ha causado toda esa serie de personajes
que de alguna manera han podio agredir la sensibilidad social o íntima: antiguos
amigos vueltos mercachifles del poder público, animadores culturales,
reseñistas incultos, moscones cobistas, virtuosos de oropel o intelectuales
profundos, esos «estultos sabios / peores que los bobos ignorantes». Ya de por
sí la lista podría propiciar un desencanto colectivo que, sin embargo, va más
al fondo, a la pérdida de aquel en que nos miramos y pudo habernos enseñado
algo, el maestro, al que creí / volcado a la honradez y la justicia. / Rompió
mi espejo y aún escupo cristales». Una acertada imagen la de este verso final
que transmite desde la percepción sensorial mucho más que una larga
explicación.
Al
renovado tono moral de buena parte de estos poemas finales le aporta variedad y
gracia el valor autoirónico de algunos poemas como «Terapia» y «Honores».
Expresar una verdad paradójica con el grano de sal necesario a menudo
contribuye a hacerla más patente o creíble: «Me dispongo si hablan / bien de mí
en mi presencia. / Y también si no hablan nada de mí o apenas». dice en el
primero. Mayor calado tiene «Honores», que despliega, desde la conciencia de
quién se es a esas alturas de toda una trayectoria literaria, un largo balance
equilibrado y una aguda reflexión personal sobre el oficio de escribir y sobre
el reconocimiento colectivo. No se trata de mostrar una falsa modestia ante
premios y homenajes, porque «Supongo que lo opuesto todavía es peor / y por eso
respeto las condecoraciones», y quién no, si las acepta. Se trata, más bien, de
otra cosa, de no perder la conciencia de quién se es y de quién se ha sido, de
seguir reconociéndose en la memoria y, sobre todo, de reafirmar con hermosas
imágenes aquello de más valioso que ofrece como recompensa el oficio de
escribir –y de leer–: «Porque si existe pago es el augurio / que se da en la
emoción, esa presencia / del misterio, imprecisa, esa luz de alas, turbia, /
con tantas alas torpes como un nido. / Con tantas alas niñas que no obstante /
te hacen volar más alto que las nubes».
Entre
ironías y referentes clásicos se extiende por estos versos un humorismo que
muestra el renovado talante de una voz que ha logrado despojarse del exceso de
amargura inicial. Los estoicos consejos del poema «Narciso», por ejemplo, se
tiñen de sarcasmo: si debemos cuidar a los enemigos porque ellos son nuestra
medida, debemos fortalecernos en el orgullo de lo que la adversidad ha hecho de
nosotros, «en esa aristocracia de la luz disidente». El personaje insurgente de
toda esta poesía se reafirma en la conclusión de su libro. Lo hace contra la
muerte, en «Mitologías ciertas», en su posicionamiento crítico frente a la
discordia colectiva, en «Dualismo», «Noticia del día», «Otra noticia de
Oriente», etc. Pero también, nuevamente, y con buen humor, frente a sí mismo en
«Dulce compañía» le ofrece una sonrisa de refuerzo. Vale la pena citar el final
de poema por cómo ilustra un nuevo tono y la disposición moral de este final
del libro: «Tengo un amigo que habla bien de mí / y le doy las gracias por su
sinceridad / mañanera cuando voy a afeitarme / y me sonríe, pícaro, como
diciendo: “Otro día / de aúpa, malabar, sé fanático de ti / pues sin embuste no
hay milagro, hermano”. / Y al no poder frenar la carcajada / salta la espuma,
eso que somos, corre / opositora a nada por el cristal brillante / una vez
hecha líquido, directa al sumidero. / Y entonces salgo al día como la marioneta
/ que es una pluma al viento / confiado a tan solo una causa: mi Ángel / de la
Guarda infantil y fantasioso».
Sin
duda el poema que mejor representa el punto de llegada en este proceso de
recuperación de todo tipo es “Regalo de amante”, un título que, entre otras
cosas, nos recuerda el de Ricardo Molina, y que es quizá el mejor homenaje con
que Antonio Hernández podía haber culminado este libro. Un homenaje, quizás el
mejor posible en coherencia con los valores poéticos del autor, que comienza
reconociendo: «Puede que el alma exista. Yo la he visto / con tantas formas que
el caso sería / decidir cuál es la más ajustada». Superior y preciso homenaje a
cuanto de lo vivido sobrevive como un milagro en la memoria, desde una tarde de
lluvia en el desierto o un pacífico partido de baloncesto entre blancos y
negros en Harlem hasta un pase de pecho de Morante de la Puebla. Pero también
y, sobre todo, más allá de algunos refunfuños en poemas anteriores del libro,
homenaje amoroso a Mari Luz, siempre presente: el alma «en cuatro continentes
la he visto desnudarse, / símbolo de los símbolos o síntesis del caos. / Y en
Mari Luz cuando, de pronto, / decide que otra vez su boca / quiere cumplir
veinte años y un día».
Dos
poemas, en fin, cierran el libro con registro testamentario: «Adiós en Arcos» y
«Testamento». Arcos ha sido un referente constante en la poesía de Antonio
Hernández, escenario de numerosos poemas, espacio real y espacio mítico,
protagonista de tantas evocaciones del paraíso de la infancia con su naturaleza
siempre acogedora, espacio de raíces y mirador de un mundo prístino alternativo
a la realidad histórica. Desde la reiteración de la voluntad de que sus cenizas
se esparzan desde la Peña de Arcos para perdurar allí, «con naturalidad,
anónimo», el poeta despliega una última descripción emocionada y emocionante de
su río y su llano, «Incluso algún jilguero / o un dulce chamariz al picar en
las frutas / del Llano de las Huertas / añadirá a su canto algún secreto mío /
su inédita sustancia. Y será el canto suave / al que apenas la vida me dio
opción».
Más
seco, más ceñido a la expresión de un registro moral que es, al fin y al cabo,
el que resulta de todo el conjunto: «Que no me coma la envidia, / la peor
enfermedad; / que so sepa de venganza / ni aun cumpliéndose en justicia, / que
guardián no sea el odio / de una apagada alegría; / que el rencor no me
empobrezca / a la hora del balance. / Y que todo sea así / no para ganarme el
Cielo, / sino porque vuele en paz / mi ceniza en el olvido».
La
poesía de A palo seco arranca desde
una desolación y un desajuste existenciales en que la conciencia angustiada del
tiempo, el desengaño ante lo colectivo y la desnuda autocrítica ponen algunas
de las notas más duras y desgarradas en la poesía de Antonio Hernández. Sin
embargo, el valor poético y vital de este libro confesional radica en su
plausible construcción de un sentido en última instancia afirmativo, precariamente afirmativo, sin duda, pero que gracias al papel de la
memoria, a la capacidad de distanciamiento de sí mismo, nada complaciente por
otra parte, y a la convincente autenticidad de sus reflexiones sobre el sentir,
sobre la experiencia del deterioro, sobre la fugacidad y la muerte, y también
sobre cuanto de trascendente existe en la capacidad creadora del ser humano,
construye un magnífico ejemplo de poesía de madurez, o de senectude, como queramos. Un paso adelante en una espléndida
trayectoria que, en mi opinión, exige continuidad, porque no desearía en modo
alguno que el verso final del libro y de Insurgencias
fuese una despedida de la poesía.
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