La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre
Eduardo Moga
Cuadernos hispanoamericanos, nº 748, octubre de 2012
La denuncia y el amor
La poesía de Juan Carlos Mestre
(Villafranca del Bierzo, 1957) se ha caracterizado siempre por su
derroche imaginativo, por la fuerza —la violencia, incluso— con la que
su fabulación prende en la página. Tras La casa roja, Premio Nacional de
Poesía en 2009, en el que parecía culminar un proceso de transmutación
metafórica del mundo, iniciado con el ya remoto Siete poemas escritos
junto a la lluvia —para hacerlo, paradójicamente, más real: más mundo—,
su nueva entrega, La bicicleta del panadero, demuestra que no hay
palabra que alcance su fin: la palabra siempre puede radicalizarse. En
los 298 poemas de este libro, Mestre lo aúna todo, lo alea todo, con un
propósito existencial, humilde y feroz a la vez: " si lo has imaginado,
eso mismo has vivido",afirma en "Puerta del perdón". La imaginación
conduce a más vida: acrece el latido. Los versos —y, en su interior, los
sintagmas— se engarzan, promiscuos, tumultuosos, sin otra relación que
la que se desprende de su abrupta adyacencia —pero relación inimpugnable
desde su mismo alumbramiento, evidente en su redondo e infrangible
ser—, formando retahílas de imágenes que se disponen como largos
convoyes ferroviarios:"miércoles dentro de los paños verdes del hospital
de los incurables y en los nidos del mal agüero cuya invención ejecutan
los boquiabiertos en la despedida de las grandes bandadas de pájaros",
escribe Mestre en un solo versículo de "Semana sin fin". Uno de los
méritos no menores de este procedimiento acumulativo es que se lleve a
cabo sin disminuir el ritmo de la invención, sin que desfallezca la
capacidad de ensartar cuentas tan distantes. A veces, el delirio es
absoluto: en "Áspera elegía", "un trotskista sueco [es] perseguido en
Málaga por un piolet", "los pastores protestantes adoctrinan al oso
hormiguero" y "ni el extintor pelirrojo ni la lencería de leopardo de
los poemas [se merecen] chantilly royal". Pero los temas, que siempre se
identifican tras el ensamblaje metafórico, y ciertas incisiones en la
realidad, en el manto reconocible de lo existente, sostienen los poemas,
y las anáforas y enumeraciones, vueltas estructura, los vertebran. Una
feraz intertextualidad-bíblica, literaria, pictórica, histórica,
filosófica, mitológica-, aunque trastocada por la alquimia permanente de
la analogía, contribuye al trenzado de los hechos y las ensoñaciones, a
la urdimbre de lo imaginado y lo real. Tres poemas consecutivos,
"Primera página", "Federico García Lorca" y "Poema Doce", ilustran estos
mecanismos fabriles: al dato, en ocasiones desnudo, que nos introduce
con naturalidad en lo comprensible, sigue el hachazo de lo inesperado,
que nos enreda en lo incomprensible, y, por ende, en lo poético. Así
empieza el segundo poema mencionado: "En el Broadway de los años
cuarenta las cosas se estaban poniendo feas para Salvador Dalí, aunque
el Retrato de la abuela Ana cosiendo ya le había cambiado la vida a más
de un vendedor de seguros. (...) Las langostas hablaban por teléfono con
su hermano muerto...". En la poesía de Juan Carlos Mestre, en su
inclinación a la epopeya y su irracionalismo impetuoso, pero también en
su materialidad desesperada, se aprecian los modos de un neovanguardismo
vívido y la fecunda impregnación de la mejor poesía chilena
contemporánea, desde el creacionismo de Vicente Huidobro hasta el
orfismo de Rosamel del Valle, y algunas voces y acontecimientos del
pasado chileno del poeta se asoman a los poemas, como en "La hija del
dueño de la dulcería Schubert" —precedido por una larga cita de Violeta
Parra, hermana de Nicanor Parra—, donde se menciona a los "chanchos" la
protagonista del poema les grita "cafiches a los carabineros".
Sin
embargo, la radicalización que supone La bicicleta del panadero
respecto a la obra anterior de Juan Carlos Mestre no es gratuita. Una
causa biográfica, la pérdida reciente del padre —cuya figura aparece ya,
oblicuamente, en el título del poemario—, justifica los numeroso poemas
rememorativos y elegíacos, así como el sentimiento de melancolía que
impregna numerosos pasajes del libro. Pero ese padre pobre, honrado y
muerto es símbolo, a su vez, de todos los hombres que trabajan y sufren,
de todos cuantos soportan la opresión de los poderosos. Un aire de
indignación preside La bicicleta del panadero, al que contribuye la
dolorosa desaparición de alguien a quien se ha amado, pero también la
evidencia del latrocinio, el clamor por la injusticia y la irritación
por la manipulación dolosa del lenguaje. El libro, con su palabra
desconcertante, casi dadaísta, renueva la poesía social, lo que no es
hazaña pequeña: Mestre reivindica a las víctimas frente a los
victimarios, a los humildes frente a los engreídos, a los callados
frente a los que mienten. Y una larga panoplia de menesterosos es
representada a menudo por figuras arquetípicas, como la del judía,
destinatario de todas las ignominias, presente en muchas composiciones,
al igual que el verdugo, el nazi. El poeta particulariza la alegoría
mediante el recuerdo de la represión franquista y nazi de sus propios
antepasados, como en "La hija del sastre", donde "en abril del 41
Antonio Abella, vecino de Paradaseca, muere en Mauthausen / Y José
Mestre desaparece el primero de febrero del 42 en el campo de exterminio
de Gusen". La figura de la víctima por antonomasia se prolonga en una
sostenida consideración de lo hebraico, y no es desdeñable la influencia
estilística que la Biblia y la tradición talmúdica han ejercido en esa
poesía: el uso del versículo ("versículos como venas henchidas",
escribe en "La sastrería"), las fórmulas retóricas, las repeticiones, la
coordinación sintáctica. En La bicicleta del panadero, Mestre se revela
antinacionalista, anticapitalista, antirreligioso, anticlerical y
partidario de la rebelión, tanto poética como política, a la que llama
en uno de los fragmentos de "Las tabas de la hechicera": "Se prohíbe no
escribir poesía (...) / Súmate ala revuelta malgasta tu sueño en la
reivindicación del mundo". No obstante, su enfado no hace hirsuto al
libro: la indignación aparece contrapesada por la ironía, o trasmutada
en humor, que es una de las formas más saludables de sobrellevar la ira,
un humor grotesco a veces, o sutilmente disuelto en las escenas del
poema, con personajes y situaciones que recuerdan a las comedias del
cine mudo; un humor que cuaja en décimas paradójicas, como "Motel Mar",
donde recrea cómicamente las coplas de Jorge Manrique, o recae en el
propio autor, como en "Los viernes de la cacharrería", donde no ofrece
un retrato amable de los poetas: "Se odian todo lo que es posible, se
quitan / los premios, se desean el escorbuto". Pero no solo las ideas
expresadas, o el tono empleado, acreditan las opciones éticas de Mestre:
también su discurso resulta coherente con ellas, y con la íntima y
anterior convicción del poeta de que todo el diccionario es poesía, y de
que toda la realidad, aun la más sórdida, lo es. Así, los vulgarismos y
las frases hechas, que se mezclan con las metáforas más elevadas,
reflejan ese mundo poblado por el vulgo. En "De memoria", donde propugna
una poesía en combate con la tradición, antimimética, afirma, con
sucesión de aliteraciones, no escribir "para echarle afrecho a los
chanchos de domingo de guzmán encaramado en los retablos de Berruguete",
y, a continuación, puntualiza: "Cuando oigo debatir acerca de las
poéticas del silencio, me descojono de risa. Andan enredadas unas y
otras con el asunto de lo claridoso y la fosforescencia, intentando
venderles la moto a los mutilados de la pretensión...".Con este
propósito chaplinesco, contrario a toda etereidad —y a toda
grandilocuencia—, Mestre también mezcla algunas figuras reverenciales de
la literatura, como Cervantes, con otras de la cultura popular, como
Mortadelo y Filemón. Su afán es intrahistórico, reivindicativo de la
nobleza privada. Un afán que conviene a este libro aluvial, colérico,
hiperbólico, pero también íntimo, cuya denuncia se formula sin mengua de
la delicadeza, sin sustraer amor.
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