Especímenes tipográficos españoles. Catalogación y estudio de las muestras de letras impresas hasta el año 1833, de Albert Corbeto
Guillermo Gómez Sánchez-Ferrer
Cuadernos de Aleph, número 4, 2012
Breve historia de las letras españolas
Hace ahora apenas unos días que la prensa española celebraba la
llegada a las librerías de la Península del ensayo de humor Es mi tipo.
Un libro sobre fuentes tipográficas del periodista británico Simon
Garfield como fruto de una tradición puramente inglesa, cristalizada en
diversos estudios sobre historia de la imprenta, en contraposición con
«el profundo analfabetismo tipográfico de nuestro país». Sin embargo,
los aficionados a los estudios bibliográficos sabrán que el año pasado
Albert Corbeto, historiador del arte vinculado profesionalmente a la
Real Academia de Buenas Letras de Barcelona dedicado al estudio de la
imprenta y la tipografía españolas, publicaba en la editorial Calambur
su estudio Especímenes tipográficos españoles, que poco tiene que
envidiar al libro de Garfield. Quien se adentre en las páginas del
volumen publicado dentro de la colección Biblioteca Litterae, consagrada
en exclusiva a estudios relacionados con la historia del libro, se
encontrará con el mundo de la imprenta manual y el comercio que detrás
de ella existió tanto de tipos –promocionados en hojas sueltas con las
nuevas muestras de letras– como de otros materiales relacionados con el
oficio del editor-impresor.
Es de justicia señalar que ha sido
larga la ausencia por parte de los estudiosos –bibliógrafos e
historiadores– a la hora de atender a la industria tipográfica, objeto
igualmente interesante para la literatura, pues con tipos se componen
los textos que se dan a las prensas, y para la historia del arte, pues
el diseño de las letrerías y su composición en el taller de imprenta
responden también a una intención estética. Además, si hasta principios
del siglo XX esta disciplina no tuvo la suerte de contar con un estudio
de conjunto, a partir de la aparición delos Printing types. Their
history, forms and use (Harvard University Press, 1922) del tipógrafo
estadounidense Daniel B. Updike poco más se ha avanzado en el
conocimiento de los juegos de letras diseñados por artesanos españoles.
Llenando ese hueco que hasta ahora teníamos en la historia de la
imprenta, Albert Corbeto ha escrito una breve historia de las letras
españolas –literalmente– a partir de las muestras impresas que se han
podido recuperar desde finales del siglo XVII, cuando los primeros
abridores de punzones se propusieron crear un mercado interno en la
Península que permitiese el autoabastecimiento, hasta 1833, año del
último pliego de letras conservado antes de la muerte de Fernando VII y
testimonio de las postrimerías de la impresión de textos de manera
tradicional.
La historia de la etapa dorada de la tipografía
española que aquí se traza es el reflejo más familiar de una realidad
sociopolítica más amplia, es la intrahistoria del mercado del libro
durante algo más de siglo y medio en el que las prensas españolas
conocieron desde el teatro de Calderón de la Barca hasta los primeros
artículos de Mariano José de Larra recogidos en los periódicos de
principios del XIX.
El curioso lego disfrutará con la lectura de
los Especímenes tipográficos, a poco que se arme de paciencia para no
desistir ante un discurso demasiado histórico, cuando descubra que las
fuentes de letra que suele utilizaren su ordenador nacieron hace varios
siglos de la mano de orfebres como Garamond –curiosamente llamado igual
que el tipo de letra que aparece en su procesador de texto–, Ganjon, Le
Bé, Guyot, Haultin o van denKeere o cuando descubra que lo que hoy la
informática mide en puntos, se medía antes en grados de nombres tan
sonoros como Glosilla, Breviario, Lectura, Atanasia, Texto, Parangona o
Peticanon.
Al filólogo y al historiador, sin embargo, le
interesará más saber que las vicisitudes de los impresores y tipógrafos
siempre estuvieron ligadas al favor de los gobernantes y que el fracaso
continuado de la industria española en el diseño de tipos desde el
primer intento de Pedro Dises, allá por los últimos años del siglo XVII,
no ha tenido mejor suerte más tarde a pesar de que las inversiones
ocasionales nos hayan dejado joyas como la edición hecha por Joaquín
Ibarra de La conjuración de Catalina de Cayo Salustio (el Salustio)
impresa con los tipos diseñados por Antonio Espinosa de los Monteros,
probablemente el punzonista más importante de nuestro país, que mereció
ser considerada como «la gran obra maestra de la imprenta española»
(38). Tal y como explica Corbeto en las páginas de la introducción del
libro, tras un rebrote por el interés tipográfico que tiene su cumbre en
la segunda mitad del siglo XVIII, el estado atiende a la formación de
punzonistas conforme a su situación económica y la cultura de los
dirigentes que ven en ello alternativamente un gasto o una inversión que
redunde en beneficio de la propia Imprenta Real, institución que a la
postre imprimía buen número de textos estatales. Y todo ello a pesar de
que en España es donde tenemos uno de los primeros muestrarios de letras
de imprenta, mucho anterior a los especímenes específicamente creados
para la venta de material de los que nos habla Corbeto, que es el Arte
subtilissima por la cual se enseña a escribir perfectamente de Juan de
Icíar (Zaragoza, Pedro Bernuz, 1550); y todo ello a pesar de que en
España tenemos uno de los primeros tratados de composición dedicado a
los impresores, la Institución y origen del arte de la imprenta de
Alonso Víctor de Paredes (c. 1680).
A través del estudio de la
venta de letrerías y del diseño de nuevas caligrafías Albert Corbeto nos
está dando el envés de la sociedad difundida en letras de molde en su
realidad más comercial, con brevísimas excursiones hacia los impresores
que durante más de siglo y medio proveyeron de lectura a los aficionados
a la literatura. No deja de ser significativo, desde un punto de vista
sociológico y literario, saber que la magna edición del Quijote que
preparó Joaquín Ibarra (Madrid, 1780) para la Real Academia Española vio
la luz en todo su esplendor gracias a la nueva fundición de la
tipografía de Jerónimo Gil que se guardaban en la Real Biblioteca. Del
mismo modo, los interesados en la prensa del siglo XVIII no pasarán por
alto el hecho de que tanto el Mercurio como la Gaceta tuvieron desde el
principio algún tipo de privilegio real que ayudara a hacer realidad
esos periódicos, salvando así «el alto coste de los juegos de matrices y
la dificultad que para un impresor particular suponía su importación de
los centro productores europeos» (45), y que no tardó el Estado en
comprar ambas publicaciones junto con los correspondientes materiales
utilizados por Miguel José Daoiz y Francisco Miguel Goyenche,
respectivamente, provocando con ello que durante el último tercio del
siglo XVIII la Imprenta Real se convirtiese en la Imprenta de la Gaceta.
Aún
más les interesará saber a los conocedores de la literatura y la
cultura (pre)romántica que «a principios del siglo XIX el público lector
ya no requería tan solo libros sino también otro materiales de
información práctica, como periódicos, catálogos comerciales, carteles,
anuncios, etcétera. Los nuevos impresos que demandaban las sociedades
surgidas de la revolución industrial estimularon las fundiciones
tipográficas»(60). Los incipientes lectores de artículos políticos, de
leyendas o de cuadros de costumbres se acercaron a la literatura de
manera masiva y por primera vez desde la doble experiencia estética que
implica tanto el contenido del libro como su presentación en página,
asociada a los avances técnicos y la facilidad de difusión –de textos e
imágenes– que ello supuso. Los diseñadores de tipos en esta época, como
lo demuestran las Muestras de los caracteres de la fundición de J. B.
Clement-Sturme (1831), no debían de ser ajenos a la presencia de ese
público lector cada vez más abundante y cada vez menos cultivado que
accedía ahora a la letra impresa. Es muy probable que esta sea la razón
de que quienes se dedican al diseño de nuevos tipos aboguen por unas
letrerías de grado mayor que la omnipresente Lectura de épocas pasadas y
por diseños de fantasía antes inexistentes.
El mérito de Corbeto
en este libro es doble: no solo ha sido capaz de plantearnos el
panorama de una de las realidades culturales más ocultas de la historia
del libro sino que además ha descrito y clasificado, tras una breve nota
metodológica (en el segundo apartado de la monografía), todas las
muestras de tipos conservadas en las secciones tercera y cuarta del
libro. En estos capítulos ofrece reproducciones parciales de setenta y
dos de esos pliegos comerciales minuciosamente analizados en las partes
anteriores, lo que convierte los Especímenes tipográficos españoles en
una obra de consulta para todos los investigadores que se sirvan de las
bondades de la bibliografía material a la hora de trabajar con el fondo
antiguo y estudiar la difusión y recepción de los textos compuestos
durante la época de la imprenta manual.
El libro termina con un
índice de punzonistas, fundidores e impresores y un registro de la
localización de los ejemplares mencionados en el trabajo que facilitan
el trabajo a quienes sigan esta línea de investigación que ha despertado
muy recientemente la atención de estudiosos y tipógrafos de la era
digital de manera paralela. No cabe duda de que la obra de Corbeto fija
la dirección que habrán de seguir los estudios tipográficos y da los
primeros pasos hacia una mejor comprensión del mercado del libro español
anterior a 1833.
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