viernes, 14 de diciembre de 2012

Reseña: La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre, en Cuadernos

La Bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre
Juan Carlos Suñén
Cuadernos, número 32, 27/05/2012


“Que los dioses perdonen”

La poesía de Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo [León], 1957) se caracteriza por una musculatura verbal cuyo origen, probablemente, no se encuentre tanto en autores de su entorno, nacional o generacional, cuanto ( y léase como percepción del lector, no como afirmación de detective) en las propuestas de grandes atletas de la respiración como Whitman, Huidobro o, más recientemente, Ashbery.

Mestre ha conducido su lenguaje hacia una suerte de mística que cede la ocultación de su secreto a la liberalidad de sus exégetas y cuyas imágenes parecen construidas precisamente para escapar de ellos. Así, obliga a inventar un oído para su oración, una piel para el estremecimiento de su hermetismo, una imaginación para esas metáforas concebidas contra cualquier intento de recreación mental, un vértigo para asumir la perspectiva en la que, antes o después, se transforma su voz. No es una representación del mundo, sino una versión del lenguaje que conduce a bifurcaciones sin límite, a meandros rápidos y cascadas sin solución.

Entre ese caudal incontenible brilla el verso precioso, la joya exacta, el correlato justo, o se retorna (emerge, se hunde, emerge) una prosopografía tras la que el autor en persona hace el papel de la poesía misma. Son esos momentos grandes los que nos mantienen admirados frente a su discurso como frente a la ardentía del agua. Pero entre un buen puñado de poemas persuasivos y memorables surge cierta fatiga, y con ella la duda.

Quien esto escribe la sentía ya en La casa roja, la fatiga, la duda: ¿es equilibrado este reparto de cargas? Porque la efusión del contenido pide a gritos una forma que lo equilibre. Quizá le sobra cada vez más ese verso que, a ratos, deja Mestre disolverse sonoramente en la nada, quizá (por más que sea la marca de la casa) no debería abandonarnos tanto al falso esfuerzo de desentrañar aforismos polisémicos hasta la mistificación. No se me entienda mal: no estoy leyendo a la luz de la actualidad, sino a la de la poesía de los grandes, y entiendo perfectamente el arraigo creacionista del autor y su inclinación a lo que llamaré (para ser gráfico) irracionalidad democrática, pero lamento lo desigual de su receta en La bicicleta del panadero, un libro que de entrada exhibe un estimulante cambio de registro (lo que acrecienta nuestra expectativa) y que contiene páginas memorables, pero que reclama, por su extensión, por su ambición, una arquitectura de la que finalmente carece, lo que hace que, a partir de cierto momento, deje de progresar, aunque se sucedan los buenos poemas, los momentos felices. Ahogada por un contexto que no deja de estirarse, distraída entre la metáfora y la adivinanza, la lectura recela ( y con razón) de que su esfuerzo (de interpretación o de fe) esté siendo recompensado. Claro que encontrará lectores a los que no les preocupe pasar por eso mientras una experiencia, digamos, revisitable permanezca en ellos tras haberlo cerrado (como sucede). Su resultado es desequilibrado, sí, y, en ese sentido, se sostiene tan sólo por su propio peso, pero también tiene algo de proeza y desde luego ambición.

Hay que hablar de la ambición de un libro al que nada le es ajeno, en el que todo está convocado y todo se hace presente hasta el punto de que casi extraña que no termine (por añadir a Pound a las referencias posibles) diciendo aquello de «Dejad hablar al viento / ése es el Paraíso / Que los dioses perdonen / lo que he hecho / Que aquellos que amo traten de perdonar / lo que he hecho»).

http://issuu.com/elcuadernocultural/docs/elcuaderno32/1?mode=a_p

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