Tereixa Constenla
El País, 27/03/2013
Los intelectuales latinoamericanos vivieron como propio el conflicto español.
Un ambicioso proyecto repasa en 19 tomos el eco de la contienda en el continente.
A los 22 años el argentino Dardo Cúneo fluctuaba aún entre
el estudiante y el periodista cuando una exclusiva resolvió la cuestión. La
tripulación del Sant Tomé se amotinó en alta mar. Los marineros no querían
desembarcar en Canarias, el puerto previsto, tras su caída en manos de los
militares sublevados contra la República. Cúneo publicó en Crítica el 30 de
julio de 1936 un artículo con la historia de aquella embarcación que acabaría
atracando en Senegal. Él iba a bordo.
Fue la primera de una serie de crónicas sobre la guerra
española de Cúneo, que pertenecía a esa estirpe de periodistas con intuición
para estar donde había que estar y conocer a quien había que conocer. En Madrid
frecuentó a Pablo Neruda, André Malraux, María Teresa León y Rafael Alberti.
También a Indalecio Prieto y Santiago Carrillo que, vestido con mono y fumando
en pipa, le paseó por el frente mientras le decía: “Cuando triunfemos sobre los
militares sublevados estaremos en la mitad del camino. Habrá que seguir
avanzando. Habrá que cubrir las etapas que conducen hacia el socialismo”. Ese
era Carrillo entonces.
Cúneo es uno de los 200 argentinos que desfilan por la
colección Hispanoamérica y la guerra civil española. La voz de los
intelectuales, un ambicioso proyecto dirigido por Niall Binns para sumergirse
en la respuesta que suscitó en sus antiguas colonias el conflicto desatado en
1936 en la vieja potencia. La obra, que comprende 19 volúmenes publicados por
la editorial Calambur y que es el resultado de ocho años de investigación, se
ha estrenado este mes con los tomos de Argentina y Ecuador, a los que se
sumarán en breve los correspondientes a Chile y Perú. Binns, profesor de
Literatura Hispanoamericana en la Universidad Complutense y estudioso con
similar vehemencia de la Guerra Civil y de Nicanor Parra, ha comprobado que el
conflicto español se vivió como propio en diferentes sociedades
latinoamericanas, movilizadas en campañas a favor de unos y otros. Si pervivían
resquemores históricos por el pasado, el conflicto los enterró temporalmente.
Tras la implantación de la República, de hecho, las
relaciones se habían saneado. Los estados se miraron de frente, entre iguales.
“España deja de ser una potencia decadente y empieza a ser un ejemplo a seguir
tras la caída de la monarquía. Expresiones que antes eran rancias o
conservadoras como la ‘madre patria’ empiezan a ser patrimonio de los
progresistas latinoamericanos”, expone el investigador. La lucha centrifugó las
pasiones. “Jamás en los países de Hispanoamérica se había escrito tanto sobre
España”, subraya. Poemas, obras teatrales, artículos, panfletos, crónicas,
ensayos y cualquier otro género imaginable se puso al servicio de la causa
republicana y, en menor medida, la franquista. “¡Cuídate, España, de tu propia
España!”, escribió el peruano César Vallejo en su España, aparta de mí este
cáliz, el poemario que dedicó al conflicto en 1937, un año antes de morir en
París. En el exilio Vallejo escribía sin cortapisas. “Debido a la censura de la
dictadura, la mayoría de los textos peruanos a favor de la República se
publicarían en Francia, Chile, Argentina o España”, señala Binns.
Chile, por el contrario, fue un hervidero. Binns atribuye
esta intensidad al “motor” de María Zambrano, instalada en Santiago desde 1937,
y a su coyuntura política interior. “Chile sería el tercer país del mundo con
un gobierno del Frente Popular después de Francia y España”. Futuras glorias
nacionales como Vicente Huidobro o Pablo Neruda se vuelcan con la causa
republicana. “Generales/ traidores:/mirad mi casa muerta, mirad España rota”,
lloró Neruda, un activo participante de la Alianza de Intelectuales
Antifascistas, que luego implantó en Chile.
En los turbulentos treinta, el consulado de Chile en Madrid
parecía una puerta giratoria por la que entraban y salían futuros Nobel. Cuenta
Niall Binns que Neruda (premiado en 1971) sustituyó en 1935 a Gabriela Mistral
(distinguida en 1945), que fue destinada a Lisboa tras la difusión de una carta
con juicios poco diplomáticos sobre los españoles. Los detestara o no, Mistral
se conmovió tanto ante el drama de los niños vascos evacuados a países europeos
que les dedicó los beneficios de su libro Tala. “Es mi mayor asombro, podría
decir también que mi más aguda vergüenza, ver a mi América Española cruzada de
brazos delante de la tragedia de los niños vascos. En la anchura física y en la
generosidad natural de nuestro Continente, había lugar de sobra para haberlos
recibido a todos, evitándoles los países de lengua imposible, los climas agrios
y las razas extrañas”, escribió en el poemario, donde agradecía a Victoria
Ocampo, otro referente de las letras latinoamericanas aquellos días, que
hubiese regalado la impresión de Tala a través de su editorial. “No es la
descastada que suele decirse”, subrayaba Mistral.
Con la argentina Victoria Ocampo hubo sus más y sus menos.
Durante las primeras semanas de la guerra, la directora de Sur firmó un
manifiesto y se integró en un comité francés de ayuda a la República (la
derecha argentina llegaría a llamarla “la Pasionaria de la Aristocracia”),
aunque mantuvo a distancia la revista. Sin embargo, la cobertura que Ocampo dio
a Gregorio Marañón en Buenos Aires desató una polémica agria en las filas
republicanas. “No puedo entender cómo usted (…) ha podido tener ese gesto, creyendo
amparar con una aparente, falsa generosidad quijotesca, que usted acaso
considera valerosa, la cobardía de ese renegado de todo”, le reprochó José
Bergamín en un duro intercambio epistolar.
La causa de los sublevados también encontró eco en América Latina,
aunque ni el número ni el renombre de sus simpatizantes fue comparable al que
halló la defensa de la República. La ecuatoriana Hortensia Pagés (“Creo en
España una, fuerte, privilegiada e invencible”) organizó un comité de auxilio
y, en Argentina, resonó la voz del hijo de Leopoldo Lugones, gran poeta
modernista y primer intelectual fascista del país (“ha sonado otra vez, para
bien del mundo, la hora de la espada”). El poeta Lugones tuvo la singularidad
de guardar silencio con el argumento de que los argentinos no debían opinar
sobre asuntos extranjeros, pero su hijo, un comisario que pasó a la historia
por perfeccionar la tortura con el uso de la picana eléctrica y el techo (baño
en excrementos), escribió al Gobierno de Franco en febrero de 1939 una carta en
la que rechazaba la acogida de refugiados republicanos: “Dios quiera que jamás
pisen suelo argentino esos trabajadores díscolos embrutecidos con la prédica de
Moscú; que tampoco vengan para acá maestros que ya ni siquiera españoles ni
nada son (…) Y sobre todo que no aparezcan por tierra de San Martín los
intelectuales de izquierda autores directos del tétrico panorama de España”.
Y, en medio, Borges. Que escribió una necrológica de
Unamuno, que primero saludó la rebelión militar y luego la condenó nada más ver
la represión, sin citar las circunstancias de sus últimos meses del 36. Cuando
le preguntaron si el arte debía estar al servicio del problema social, dijo:
“Es una insípida y notoria verdad que el arte no debe estar al servicio de la
política. Hablar de arte social es como hablar de geometría vegetariana o de
artillería liberal o de repostería endecasílaba”.
http://cultura.elpais.com/cultura/2013/03/26/actualidad/1364324318_572352.html
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