Revista Iberoamericana, [Año IX (2009). No. 36]
Ignacio García Aguilar: Poesía y edición en el Siglo de Oro. Madrid: Calambur. 2009. 442 páginas.
Las de 1543 y 1648 son dos fechas clave en la historia de la lírica impresa del Siglo de Oro, pues marcan respectivamente la aparición de las Obras de Boscán y Garcilaso y del Parnaso español de Quevedo. Los 105 años que los separan fueron esenciales para la lírica en castellano, que vivió una transformación total tanto en sus objetivos como en su contexto y consideración social. La lírica culta no religiosa de comienzos del siglo XVI que culmina en el libro de Boscán y Garcilaso debe entenderse en su ambiente cortesano. Era una de las habilidades que adornaban al caballero, y por tanto tenía tanto sus productores como sus receptores y sentido en el exclusivo contexto de la corte, donde servía para estrechar los vínculos entre determinados nobles. La concepción del género como adorno poco prestigioso en contraste con otras formas literarias comenzó a cambiar precisamente tras la publicación póstuma de las Obras de Boscán y Garcilaso. Desde entonces, la lírica del siglo XVI pasó por un proceso de autoafirmación tras el cual consiguió finalmente el reconocimiento como modalidad literaria elevada y prestigiosa, hasta llegar al momento en que Quevedo pudo orgullosamente preparar su producción para la imprenta, a mediados del siglo siguiente.
Estas dos fechas, hitos en la historia de la literatura áurea, marcan el perímetro del libro de Ignacio García Aguilar. Poesía y edición en el Siglo de Oro es un erudito y exhaustivo estudio de la lírica impresa afrontado desde el punto de partida de los paratextos, es decir, los cotextos
—portada, preliminares— que acompañan al texto y que, junto a él, contribuyen a formar el significado del libro. García Aguilar comienza analizando los diferentes paratextos —portadas, aprobaciones, etc.— y examinando su evolución cronológica desde 1543 hasta mediados del siglo XVII. Sobre esta base empírica, el autor construye un capítulo final (“Una propuesta de análisis diacrónico y tipológico”) que resume los hallazgos del libro y estudia las implicaciones de los mismos. El resultado de esta disposición es un producto excepcionalmente sólido, firmemente basado en copiosos datos, sus fuentes primarias: 193 ediciones de lírica áurea enumeradas en el apéndice. Además, es un trabajo plenamente consciente de la bibliografía secundaria, que aprovecha o al menos reseña, dependiendo del caso, de modo ejemplar.
García Aguilar abre el libro con espíritu de recontextualización, llevando a cabo un repaso de la normativa legal sobre la publicación de libros en el Siglo de Oro que presta especial atención a la historia de las ordenanzas reales sobre la imprenta, y también al papel de la Iglesia en la censura de libros. Estas páginas incluyen reflexiones de sumo interés, como las que versan sobre la Junta de Reformación, cuya influencia sobre la imprenta española ha sido estudiada en trabajos clásicos como los de Jaime Moll (1974) o Anne Cayuela (1993). Tras este panorama inicial, García Aguilar sigue construyendo su base contextualizadora estudiando la influencia que ejercieron en los libros áureos diversos elementos materiales del taller de la imprenta. Especialmente interesantes son las páginas que dedica a la evolución y función del frontispicio, cuya relación con la emblemática el autor pone de relieve. En esta sección, como en el resto del libro, García Aguilar utiliza con admirable soltura la tradición bibliográfica hispánica, anglosajona, francesa e italiana, aunque no se limita en absoluto a repasar lo ya escrito sobre el tema por autores como Pierre Civil, Aurora Egido, Felipe B. Pedraza Jiménez o Pedro Ruiz Pérez. García Aguilar aporta también sus análisis propios, casi siempre relacionados con la interacción entre lírica impresa y su contexto: la sociedad áurea en general y el mercado editorial en particular.
Por ejemplo, García Aguilar entiende la evolución de los frontispicios a lo largo del Siglo de Oro como un síntoma del enaltecimiento del género lírico: la lírica secular pasó de ser menospreciada por la tradición medieval y humanista a ser celebrada por sus cualidades a partir de las últimas décadas del siglo XVI, y esto se percibe en el progresivo enriquecimiento ornamental y simbólico de los frontispicios. Otro ejemplo es la lectura que García Aguilar hace de la evolución del formato, letrería y puesta en página de los libros de lírica. El autor repasa primeramente los cambios más importantes del campo —la invención del octavo (pp. 197-204) o el paso de tipo gótico a tipo redondo— y explica a continuación, a la luz de la bibliografía existente y de reflexiones propias, cómo debemos entenderlos en el contexto mercantil del momento. Una tercera muestra la constituye el modo en que García Aguilar trata el caso de las aprobaciones: primeramente resume ampliamente y con lujo de detalles la legislación acerca de las mismas, y después analiza un aspecto concreto en su evolución que resulta esencial para comprender la lírica áurea. Se trata del cambio en el contenido de las aprobaciones, que a lo largo del siglo XVI comienzan a acompañar las acostumbradas consideraciones morales con reflexiones o juicios estéticos. García Aguilar lo ejemplifica con el caso de Alonso de Ercilla, en cuyas aprobaciones de diversas obras de lírica de la época encontramos comentarios acerca del gran esfuerzo que dejan ver dichas obras. García Aguilar relaciona hábilmente este detalle, estudiado por Víctor Infantes (1991), con uno de los hilos conductores de su Poesía y edición en el Siglo de Oro: el importante cambio en la consideración de la lírica que se dio entre 1543 y 1648. El que Ercilla enfatice el trabajo del poeta supone una defensa de la dignidad de la lírica, que ya está muy lejos de ser el producto de la ociosidad y sprezzatura de los cortesanos renacentistas como Boscán y Garcilaso. El desplazamiento de los centros de producción y consumo de la lírica desde las cortes y círculos de nobles amigos hasta las ciudades de fin del siglo XVI afectó profundamente la consideración, motivación y distribución de la lírica. Gracias al público urbano y a la imprenta, que permitía alcanzar este público masivo, los autores líricos convirtieron la lírica en un producto del trabajo, en un negocio, totalmente opuesto al ocio que inspiraba al género en época de Garcilaso. Se trata de un cambio fundamental, que influyó notablemente en el modo de leer lírica. Esto se debe a que con este cambio la poesía mélica pasó de un contexto delimitado, en el que todos los agentes participantes en el proceso de producción y recepción eran conocidos, al maremagno de la ciudad y del mercado. En la nueva situación, dominante a partir de la segunda mitad del siglo XVI, el lector rarísimamente conocía al autor o era consciente de las circunstancias concretas a las que aludía un poema. Por tanto, el lector necesitaba un código interpretativo que le ayudara a leer los poemas, como, por ejemplo, una ordenación —biográfica o no— o una serie de paratextos (pp. 184-185). Esta reflexión sobre la importancia del mercado, sutil pero claramente evidenciable en la retórica de las aprobaciones, es uno de los ejemplos de cómo García Aguilar utiliza los paratextos para explicar la lírica áurea, y de cómo se apoya en datos empíricos —la labor de Ercilla, en este caso— para llegar a las tesis centrales del libro, dando cohesión al mismo.
En este rico recorrido por los diversos paratextos, todos debidamente analizados para explicar su relevancia para la lectura de la lírica, destacan una serie de temas recurrentes que podemos encontrar estudiados en diversos capítulos del libro, y luego convenientemente resumidos en el capítulo final (la aludida “Propuesta de análisis diacrónico y tipológico”). Uno es el papel pionero de Lope de Vega, cuyo uso revolucionario de la imprenta y, por tanto, de todos los paratextos que acompañan a la lírica impresa, García Aguilar pone de relieve. García Aguilar analiza cómo el Fénix usa los frontispicios y sus emblemas —como el conocido centauro de las Rimas y varias Partes de comedias—, los múltiples retratos, los prólogos, las famosas dedicatorias, las aprobaciones, etc. Por ejemplo, García Aguilar parte del estudio de los retratos y títulos de las colecciones lopescas para reflexionar sobre la ordenación de los libros de lírica. El autor estudia la fortuna de la ordenación biográfica petrarquista en Italia y en España, y relaciona la renovación que ejemplifica la lírica lopesca con la profesionalización del autor. Es decir, si Lope difunde sin cesar sus retratos y acuña títulos relacionados —Rimas (1604), Rimas sacras (1614), Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos (1634)—, alusivos a cíclicos procesos de pecado y arrepentimiento, ello se debe a la necesidad de promocionarse y de justificar un producto nuevo y distinto cada vez, pero pese a ello reconocible y consumible como “de Lope”. En este sentido, García Aguilar presta especial atención al hecho de que los libros de lírica españoles abandonan generalmente la estructura biográfica del Canzoniere y optan, a partir del último tercio del siglo XVI, por una variedad de metros y temas que atraiga y distraiga al lector (p. 221) —como estudia García Aguilar a partir de un riguroso análisis de la evolución de los títulos (pp. 254-272)— y que llega a incluir, ya entrado el XVII, poemas mitológicos narrativos (pp. 241; 247). Como explica García Aguilar, la profesionalización del autor exige abandonar el modelo del Canzoniere. Un autor profesional tiene que publicar algo cada cierto tiempo, y no se puede permitir esperar hasta el final de su vida para publicar su lírica y a ordenarla entonces de acuerdo con un ciclo de enamoramiento, muerte de la amada y arrepentimiento (p. 144), como pedía el modelo biográfico petrarquista. Esta exigencia, unida a la necesidad, ya analizada, de agradar el gusto del público lector, influyó decisivamente en la ordenación de los libros de nuestra lírica áurea, como ejemplifica el caso lopesco.
Además, Lope le sirve al autor de Poesía y edición en el Siglo de Oro para ejemplificar la evolución en el concepto del decoro que se da a finales del siglo XVI. García Aguilar entiende el decoro como la adecuación o equilibrio entre res y verba, tema y estilo, y relaciona la primera parte del binomio con la inventio y el docere, y la segunda con la elocutio y el delectare (pp. 107; 118). La renovación barroca implica para el autor la ruptura de este equilibrio a favor del segundo de los grupos —estilo y elocutio— y a favor, por tanto, del gusto frente a lo justo, por expresarlo con una rima lopesca. García Aguilar estudia este paso que tienen en común Lope y sus enemigos, los cultistas, como una consecuencia de los factores económicos a los que tanta atención presta Poesía y edición en el Siglo de Oro: puesto que con la imprenta y la ciudad la lírica se ha convertido en un producto de consumo, es lógico que el gusto del público consumidor acabe determinando las reglas del juego.
Esta atención especial a Lope de Vega —reconocida por el propio autor (p. 137)— no debe hacernos limitar Poesía y edición en el Siglo de Oro a una monografía en potencia sobre el Fénix, porque el libro es mucho más que eso: los ejemplos sobre Lope son abundantes y apasionantes, pero en absoluto los únicos. Por ejemplo, resulta especialmente interesante el estudio de otros autores plebeyos y protoprofesionales que también utilizaron magistralmente la imprenta, como Jorge de Montemayor; de escritores eruditos que emplearon la lírica impresa para hacerse un lugar en el campo literario del momento, como Fernando de Herrera —también ejemplar y extensamente estudiado por García Aguilar—; o de autores que buscaban en la impresión de su obra beneficio económico en tiempos difíciles —Góngora— o un lugar en el Parnaso literario del momento —Quevedo—.
En suma, Poesía y edición en el Siglo de Oro es el libro más completo sobre la poesía áurea que ha aparecido en los últimos años: es a un tiempo erudito y ameno, riguroso y original. Pese a ello, en su por otra parte encomiable exhaustividad deja a veces notar que procede de una tesis doctoral, hecho que explica, por ejemplo, que el autor se considere obligado a incluir una especie de apéndice sobre la publicación de obras líricas en centros periféricos como Valencia, Lisboa o Amberes, que resulta un poco ajeno a la exquisita estructura del libro. Su rigor no excluye algunos errores —de erratas está casi totalmente limpio, pues sólo hemos notado una, la falta de la nota 28—. Por ejemplo, García Aguilar escribe consistentemente “Vander Hammer” en lugar de “Van der Hammen”, y cae en el tópico de indicar que La Dragontea lopesca no menoscaba al enemigo inglés (p. 36), aunque en la obra notemos que la inspiración inglesa es el diablo y que Draque acaba su existencia retorciéndose de dolor mientras su alma baja precisamente al lugar que, según Lope, merecen él y todos los herejes ingleses, el infierno. Poesía y edición en el Siglo de Oro compensa con creces estos mínimos defectos, pues ambos podrían ser perfectamente justificables —la grafía del nombre de Van der Hammen es errática ya desde el siglo XVII, y el tópico sobre La Dragontea viene avalado por la autoridad de, nada más y nada menos, Joaquín de Entrambasaguas—. Para empezar, Poesía y edición en el Siglo de Oro comparte con otra obra de García Aguilar —Imprenta y literatura en el Siglo de Oro: la poesía de Lope de Vega (2006)— grandes cualidades que hacen que sirva como ejemplar obra de referencia sobre varios temas, destacablemente la evolución de la imprenta áurea en todos los aspectos relacionados con la lírica. Además, su impresionante dominio de la literatura primaria y secundaria, junto con la profundidad e importancia de sus reflexiones sobre el contexto de la lírica del Siglo de Oro, hacen de Poesía y edición en el Siglo de Oro un libro esencial, y una lectura obligada para especialistas.
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