Reseña de El año del ombligo, de Pablo Jauralde
El Cultural (El Mundo),
29 de enero de 2009
Por Túa Blesa
Concebir que la vida es, entre otras cosas, un intento permanente de entender el mundo, el vivir mismo, los afanes, la muerte, y, pese a los esfuerzos, una y otra vez la verdad, supuesto que la haya, continúa oculta. Esta certeza —y la aceptación— de que ni la sabiduría sabe, ni en definitiva tampoco compensa y da la felicidad, de raíz estoica, aparece y reaparece por los poemas de El año del ombligo, cuarto de los libros de poesía de Pablo Jauralde (Palencia, 1944), a quien se deben numerosos estudios sobre literatura, en particular, sobre la del Siglo de Oro. Quizá esta proximidad del profesor e investigador con la poesía de ese período hace que no sean pocos los sonetos que el libro contiene, a los que el aligeramiento de la rima —asonante en los pares— o su falta les da una musicalidad más próxima al lector contemporáneo que la estructura clásica. Pero Pablo Jauralde no se limita a esa forma textual, sino que, entre otros tipos, hay aquí poemas en dodecasílabos, verso muy poco usual, y bastantes otros en que los blancos se introducen en el poema dispersando la escritura por la página, muestras de modernidad y también de pericia en el decir poético. Un decir, que mayoritariamente adopta un registro próximo al coloquial, lo que aproxima lo dicho a la confidencia y es tono apropiado porque mucho de lo que se cuenta pertenece a lo íntimo —que sea real o ficcional es otro asunto—, a lo cotidiano, desde el regar las plantas de casa al vituperio de la universidad, de las rebajas de El Corte Inglés a la expresión del peso de la edad y las limitaciones que va imponiendo o a la petición, con pie en dictum de Juan Ramón Jiménez, de desprenderse del lenguaje —“Inteligencia, quítame el nombre / de cada cosa”— para tener nada más que las cosas mismas y “vivir a ciegas”. Todo el libro se lee con interés, invitando a la reflexión, incitando a la sonrisa, ya la página ahonde en lo grave, ya vuele a lo ligero, ya aúne lo uno y lo otro. El correr del tiempo, que anuncia nuestra desaparición, no da en un discurso desesperado —incompatible con el estoicismo—, ni la aceptación de las miserias del vivir lleva a la rendición: “No. Todavía hay que decir que no”.
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