La bicicleta del panadero
José Luis G. Toré
Literaturas.com, marzo 2013
“Los descontentos y los débiles hacen la vida más bella”. Con esta cita de Francis Picabia se abre el último libro de Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, 1957), autor, entre otros, de poemarios como La poesía ha caído en desgracia, La tumba de Keats (una de sus obras más ambiciosas y probablemente también uno de sus mayores logros) o La casa roja, galardonada en 2009 con el Premio Nacional de Poesía. La cita es significativa porque, pese a la apariencia lúdica, y aun humorística, de buena parte de los pasajes del libro y pese también a cierto aire desmitificador que afecta también a la propia lírica y al personaje del poeta, hay en este libro, La bicicleta del panadero, como en otros textos de Mestre, una confianza, apenas confesada, en la capacidad de la poesía para abrir fisuras en una realidad en apariencia monolítica. El poema se convierte así ya en una ventana abierta, ya en un espejo deformante que refleja burlón las convenciones sociales y a los lenguajes del poder. Así, la poesía es el lugar de una celebración, que apenas se atreve a decir su nombre, pero también la expresión de un descontento, de un acto de resistencia que paradójicamente toma fuerzas de su propia debilidad. El poeta moderno no puede, salvo excepciones, recuperar el mito sin asumir al mismo tiempo la desmitificación. “Belleza, cabeza de chorlito, mantén tu promesa” escribe Mestre desde la conciencia de que la utopía solo puede decirse ya en voz baja o entre carcajadas, o acaso con una media sonrisa. Con todo, aunque el tono predominante del libro es la ambigüedad entre la ligereza del juego y el estupor, en el fondo nada intrascendente, ante lo real, no faltan textos como “La hija del sastre” o el conmovedor “Honra del padre” en los que ese sentido lúdico casi desaparece para mostrar una emoción casi desnuda, si no fuera porque es la palabra siempre la protagonista de la obra de Mestre, una palabra que se convierte en custodia de la memoria, en lugar de piedad y de revelación.
El constante juego de imágenes, encadenadas sin cesar en un admirable ejercicio de imaginación pero también de ritmo (la maestría rítmica de Mestre, es, sin duda, un aspecto nada secundario de su escritura) puede resultar en ocasiones excesivo, y de hecho tal vez hubiera sido deseable una mayor contención en algunos momentos. Sin embargo, esa locuacidad de los símbolos, ese movimiento perpetuo de la máquina del lenguaje, quiere ser ante todo la expresión de una lengua en libertad. Más allá de sus afirmaciones o sus negaciones, la propia escritura, en su textura verbal, evidencia una voluntad liberadora, un horizonte utópico que, aun en los momentos en que parece negarse a sí mismo, deja en el aire algo semejante a una promesa.
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