Compromiso con Rosales
Por Manuel Francisco Reina
Babelia, El País, 16/03/2013
Observo de un tiempo que las propuestas más rompedoras en poesía no vienen, como debieran, de la mano de los poetas jóvenes, sino de los mayores. Sin citar a nadie, para no levantar suspicacias, he de decir que este libro de Antonio Hernández es un ejemplo claro de propuesta radical, en sentido etimológico, tanto de raíz literaria como de propuesta extrema. Un disparo a bocajarro de la conciencia, de la sensibilidad y del oficio de escribir. Los bríos de sus versos y contenido en este poemario serían más propios de un enfant terrible que cante sin prevenciones las verdades del barquero, pero su quehacer es el de un autor ya hecho, con la maestría y el poso de lo vivido y escrito. Nueva York después de muerto nace del difícil compromiso del poeta con su amigo Luis Rosales, como explica en la justificación de la obra: “mi maestro, me dijo un día, antes de dejarlo escrito, que quería terminar su obra con una trilogía titulada Nueva York después de muerto; que en ese texto quería hablar del exilio, del problema de la gran ciudad, de la lucha de clases y de razas así como de otros conflictos que agobian al hombre. Y que lo que representaba para él Nueva York era, grosso modo, la mecanización, el automatismo de la vida, la desigualdad entre distintas razas, el imparable avance del mestizaje… y, obviamente, Federico”. La enfermedad y poco después la muerte impidió a Rosales el cumplimiento de esta obra pero comprometió a su discípulo entonces, Antonio Hernández, la realización de la misma, con confidencias e información que se ven reflejados ahora en este libro silente muchos años con el sueño de la prudencia.
Es éste un libro insertado en eso que Octavio Paz o Ernesto
Cardenal llamaron “la poesía total”, y que tanto interesó a Rosales, que
suponía la asunción en lo poético de los recursos y técnicas de otros géneros
como la narrativa, el teatro o el cine. Poesía que sin perder la cadencia
musical de la rima, aportase nuevas fuerzas y técnicas de géneros ajenos.
Antonio Hernández va incluso un poco más lejos, incorporando recursos propios
del periodismo, con la aportación de datos, fechas, noticias… Dividido en tres
partes, de forma aristotélica y su preceptiva, pero sobre todo como homenaje a
esta trilogía comprometida por Luis Rosales, el poemario como la santísima
Trinidad es trígono y uno; a saber: en él están entre otras las voces de Luis Rosales,
de Lorca y de Nueva York, con su silbo de sirena simbólica, pero quien las
unifica en su misterio, es la voz reconocible y única en nuestra poesía de hoy,
de Antonio Hernández. Una poesía más relacionada con los americanos citados con
anterioridad, de la llamada “poesía total”, si no fuese porque en este poema
cántico, a la forma del coro griego en el que muchas voces se convierten en una
sola voz, asoma la tradición andaluza más universal de la que Hernández es
claro ejemplo. En la metafísica paseante de estos versos sobrecogedores,
aparece la reflexión filosófica de un senequismo contemporáneo como cuando
dice: “Recordar, recordar, cangrejo de las lágrimas”. Otro apunte de los tantos
de esta poética pulsión meditadora sería: “Pero así es la vida, así: la
paradoja. / Como dicen que el Caos se ordena en la Felicidad, / en donde hay
desdicha, hay materia sagrada. / ¿No hay que sacar las cosas de quicio, no,
señor? / Hasta el ombligo en el gozo, hasta lo hondo, / hasta lo más hondo del
corazón en la tristeza. / Incluso Dios. En Luzbel, en lo que más quería”. Lorca
y su tragedia están presentes, como buena parte de nuestra más negra y luminosa
historia, que marcó a Rosales y también a nosotros como pueblo, como una nueva
épica emocional en el fragmento que se inicia “El azar tiene la sangre fría” y
continúa: “Únicamente necesita / tener a un tonto cerca, a un / asesino cerca,
a un infeliz / para hacerlo feliz por un día, / o a un ser angelical, o a un
genio / para que nunca más utilice sus alas”. En estos versos, y en su
reflexión, se retrata la culpabilidad de toda una sociedad ante la muerte del
poeta de Granada: “Nada más duro que una tentación / que es libertad en otro.
El tiro más letal / lo da la cobardía”. Pero también aparece el Lorca riente,
vivo e ilusionado por un joven, Juan Ramírez “enamorado triste / y que acusó
con las manos alzadas, / como dimensionando su estupor, / a una homofobia
crucificadora / en capuletos y montescos / y que al desheredado por amor / de
blasón y de hacienda, / fue él, Luis Rosales, / quien lo llevó de crítico / de
arte a un diario de Madrid / porque no le faltara / el pan, la dignidad, / y a
Federico / un corazón latiendo todavía / cuando ya estaba muerto”.
Queda Rosales ensalzado en la voz de Hernández, en sus
versos, memorialísticos casi, como en el fragmento que se inicia “Me acusaron
de todo, / (…) Me han insultado en todos los idiomas”. Y sin embargo, en la
resonancia de la ciudad totémica, Nueva York, se funden todas las voces, y la
propia absolución del sufrimiento del poeta Rosales cuando pregunta Hernández
con su propia voz: “¿Y no has visto, maestro, a Federico, / no estará entre las
nubes su tumba?”. Un libro ya esencial, rompedor y heridor, como suele ser la
belleza, que decía Platón era “el esplendor de la verdad”. Una poesía insólita
y brillante, totalizadora de géneros y emociones en la que se demuestra que no
todo está dicho ni escrito. Aquí la poesía de Antonio Hernández se faja y se
confirma como digno hijo de sus mayores, pero dueño de su propia e
inconfundible voz. Como cierra la segunda parte del libro: “Pero hasta ahora es
él, Antonio a quemarropa”.
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