Amar sin cuerpos revueltos
Por Antonio Puente
Dice Fernando Vallejo en su último libro, «El don de la vida», que el amor es necesariamente unilateral, una flecha que se lanza de una sola punta sin retorno alguno. Unas veces desde la diana («Ciego sin sombra soy de ti») y otras es ese espacio sin correspondencia, el de un corazón varado hasta el solipsismo, el tema de la poesía de Javier Lostalé (Madrid, 1942). Como desde la posición del arquero inmóvil («Parálisis» se llama un poema, que deja al amante así de anónimo y clandestino: «Tan dentro de una sombra existes / que nunca por nadie serás reconocido»). Lo era ya en su primer libro, «Jimmy, Jimmy» (1976) y, desde entonces, recorre el conjunto de su obra –reunida en 2002 en el volumen «La rosa inclinada (1976-2001)»–, en un itinerario circular, como una insistente tentativa de purga y despojo para la ardua conjura del desamor.
Si en aquel poemario inicial se aseveraba, con juvenil dramatismo, que «muertos yacen los amantes antes de haber nacido», la perspectiva de la edad madura que asiste a esta «Tormenta transparente» permite una cierta celebración contemplativa: «Inmolados así a su deseo / brillarán eternos sin historia». Ningún poema se priva de la quemazón por el abandono o el incumplimiento amoroso, pero la edad le otorga cierta aproximación a un misticismo capaz de celebrar «la epifanía de lo ausente», y atisbar en el espejo a «quien puro se reconoce / en el fervor único de lo que perdió». Digo sólo una cierta aproximación, pues —al igual que sus admirados García Baena o Francisco Brines, a quienes dedica el libro—, Lostalé fija su poesía en la inmanencia —y la inminencia— de la carne, pese al purismo formal; esto es, se sitúa en el vórtice de la «tormenta», por más que ésta caiga «trasparente» a la mirada y el palpo del poeta.
Desde el refugio de la memoria, una cierta causticidad, más que sosiego, permite reinterpretar el desagarrado adiós de antaño como «una despedida con claridad de quirófano». Aun desde la máxima soledad, sin apenas esclusas ni ventanas (pues «sólo me queda ya la brisa de una imagen / despertada en el cruce solitario / de nadie conmigo mismo»), la voz poética se obliga a que no decaiga, pese a todo, la ceremonia del amor.
Si en aquel poemario inicial se aseveraba, con juvenil dramatismo, que «muertos yacen los amantes antes de haber nacido», la perspectiva de la edad madura que asiste a esta «Tormenta transparente» permite una cierta celebración contemplativa: «Inmolados así a su deseo / brillarán eternos sin historia». Ningún poema se priva de la quemazón por el abandono o el incumplimiento amoroso, pero la edad le otorga cierta aproximación a un misticismo capaz de celebrar «la epifanía de lo ausente», y atisbar en el espejo a «quien puro se reconoce / en el fervor único de lo que perdió». Digo sólo una cierta aproximación, pues —al igual que sus admirados García Baena o Francisco Brines, a quienes dedica el libro—, Lostalé fija su poesía en la inmanencia —y la inminencia— de la carne, pese al purismo formal; esto es, se sitúa en el vórtice de la «tormenta», por más que ésta caiga «trasparente» a la mirada y el palpo del poeta.
Desde el refugio de la memoria, una cierta causticidad, más que sosiego, permite reinterpretar el desagarrado adiós de antaño como «una despedida con claridad de quirófano». Aun desde la máxima soledad, sin apenas esclusas ni ventanas (pues «sólo me queda ya la brisa de una imagen / despertada en el cruce solitario / de nadie conmigo mismo»), la voz poética se obliga a que no decaiga, pese a todo, la ceremonia del amor.
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