Bajo la piel, los días (nuevo poemario de Moga)
En septiembre de 2003 llegaba a las librerías el poemario Las horas y los labios (edit DVD), conjunto de poemas en prosa, firmado por Eduardo Moga. Cuando a finales del año pasado todas la publicaciones digitales y en papel hacían sus listas de las mejores novelas, películas, poemarios, discos, etc de la década, yo siempre pensaba que entre los poemarios debería estar Las horas y los labios.
Ahora, hace apenas un mes, se ha editado Bajo la piel, los días (edit Calambur), un poemario raro [digámoslo claramente] y extraordinariamente totalizante, en el que el poema en prosa se funde con el diario de viajes, con lo que comúnmente llamamos “poesía”, con la ciencia, con la meditación y con el ensayo, cada poema es un tránsito por todos esos géneros e investiga lo que sería un género propio de Moga, 100% personal, y que acaso, no lo sé, es la culminación de una investigación que comenzó en verso con su impresionante La luz oída (Premio Adonais 1995). Moga es un autor que ha marcado su camino al margen de corrientes y modas, no se puede decir que sea un autor fácil, pero su dificultad está llena de independencia y sentido radical de lo que es el poema. Está en este libro la “pasión fría” y la poesía más esencialista, pegada a la más experiencial, el rescate de lo banal dentro de un gran estilo, el cruce de digresiones con la línea recta que, subterfugiamente, se articula el poema; los viajes físicos con la elucubración surreal. Comunica un chorro de vida elucubrada y de cotidianidad, todo certeramente revuelto, como si metieras la vida en una picadora de carne, le dieras a la manivela, y la masa saliente la embucharas en una tripa no de cerdo, sino en las tripas de las páginas. Este libro es un intestino.
El libro también tiene mucho de testimonial. En poesía, cuando esto ocurre, suele venir acompañado de una envoltura estilística que tiende a dulcificación y en ocasiones a cierta impostura, pero Bajo la piel, los días, está plagado de momentos de una intensidad sin carne que deslumbra, es un caso raro de poemas a los que a esas partes testimoniales se les ven las costuras, el andamiaje, y sin embargo Moga a sabido hacer poema de ese andamiaje; no está blindado a la accesibilidad de lo más vulnerable del poeta. Y todo eso, yuxtapuesto a otros momentos preciosismo perfecto, no retórico, a la investigación de los objetos más que lúcida, a una comunicación de precisa angustia crónica, sin titubeos. Y el humor: un bisturí que recorre el libro.
Tiene, además, el componente de la digresión, muy radical.
Ahí está el flujo de conciencia de Ulises de Joyce, al angustia de Ciorán, la frialdad de Wittgenstein, la suciedad de Bukowski, la experimentación de Pound. La capacidad de Moga para convertir en abstracto un acontecimiento carnal, y viceversa, hacer orgánico lo abstracto.
“Los límites de este despacho son los límites de mi cuerpo”, [giro cómico y a la vez terrible de la máxima de Wittgenstein].
“Pasa un tren, carnosamente mecánico…” [certera afinación de la plasticidad de una máquina].
El poeta está meando: “Este chorro dorado certifica mi soledad” [100% Valente y al mismo tiempo 100% Bukowski —si es que tal repartición de porcentajes es posible].
“Veo una grieta que crece: su oquedad es sólida. Introduzco los dedos en ella y toco algo ácido: la materia de que está hecho lo que carece de materia” [formulación de una extraña y tremenda paradoja].
“La tecla Supr es otra área del córtex” [sin comentarios]
Naturalmente, este breve entresacado de frases no hace justicia al libro, cuya complejidad y desarrollo es muy muy ambicioso. Nadie se lleve a engaño, es este un libro que, como todos los grandes libros, no reusa la dificultad, la complejidad y la concatenación de acontecimientos en sorprendentes redes, lo que no impide su cristalinidad [si es que tal palabra existe].
Pongo un fragmento del último poema (XXXI):
Estoy aquí, encajado en mi tórax. Siento el peso tímido de los testículos. Esparzo en el polen el polen de mi muerte. A mi alrededor se reúne lo oscuro, abrazado por lo que resplandece. Quiero coger el reloj, pero se aleja. Me gustaría atravesar el aire, y desvelar lo que oculta, y eyacular en su herida, pero me intimida su impenetrabilidad: su cuchilla ubicua, unida a otras armas incorpóreas. La pantalla del ordenador no deja de interrogarme: cuanto más escribo, más ignoro. La goma con la que borraré casi todas las palabras de este poema descansa en un reposavasos oxidado, que ya he mencionado en otro poema. [La tecla Supr es otra área del córtex cerebral: su circunvolución más creativa. En alguna ocasión he acariciado la idea de componer un vasto poema, integrado por sus sucesivas correcciones, desde el manuscrito original hasta su versión publicada: un palimpsesto interminable]. Todo se escuda en su ser, para no ser; todo es su yo inacabable, que muda jubilosamente en tiniebla; todo se vuelve enemigo, pero sonríe. Y yo observo su migración como quien contempla el desbordamiento de un río.
Acuden realidades a las que no he dado representación. [También he pensado en componer un poema enteramente fragmentario (¿enteramente fragmentario?) con retales no utilizados de otros. Pero ¿no es todo poema un remiendo, una sucesión de costurones?]. Los champiñones de hormigón que jalonan los campos de Albania. El barbero que, para mantener la muñeca caliente, le recorta el pelo a un maniquí de plástico, sentado en una butaca de la barbería. El perdigón de vidrio de un vaso roto a muchos metros de distancia, que me impacta en el ojo mientras como en un restaurante [y que me lleva a pensar en lo milagrosa que resulta nuestra indemnidad, entre tantas asechanzas del azar]. El móvil que le suena al que está meando a mi lado, en el lavabo de un antro, y al que responde sin dejar de orinar. Un verso de Ashbery: As Parmigianino did it, the right hand/ Bigger than the head, thrust at the viewer/ And swerving easily away, as though to protect/ What it advertises, que fluye con sincopada nasalidad en la penumbra de una sala, en cuyo vestíbulo se desarrolla un desfile de Mango [cuando salgamos del museo veremos a dos modelos, esquemáticas, meterse en un coche de la organización]. Violet, de la que podría enamorarme. La conjetura de que merece la pena vivir —de que el sol es sangre, y la sangre, ahora, y el ahora, eternidad—, aunque todo se hunda, con la impaciencia de una ola, en el cráter de la muerte.
Todo se dirige a la afirmación, pero se embebe en la indiferencia. Todo tropieza en mí, y yo tropiezo en todo. Camino por lugares que se me ofrecen como alambradas, y que me desgarran como amapolas. Salgo de casa, piso los minutos, recorro la piel: es una hoguera helada, cuyos espejismos incorporan matices de antracita o sugieren hipótesis de suicidio. Hago otros hallazgos en este camino desolado: un puñado de relatos, que describen mi desvalimiento, a los que me empeño en llamar poemas; el flagelo de la serotonina; la pesadumbre de ser alguien. Y me sujeto las manos como si fueran a echar a volar [de hecho, vuelan: se alejan de mí, surcan espacios que aún no he bautizado, se extravían en la vastedad de lo cercano. Las manos recuerdan. Por fin, se funden con el lápiz que sostienen]. Todo puja, aun lo carente de fuerza para ascender: lo que no puede brotar. Discrepo del desorden: hablo. Escupo sueños: me desangro. Abrazo al viento, a lo ininteligible, a la tristeza: me abrazo a mí. Y persevero en la senda que he elegido [Two roads diverged in a wood, and I—/ I took the one less traveled by: recuerdo a Danny recitándome estos versos de Frost, mucho antes de que quisiera ser poeta], que serpentea por países nocturnos, y que iluminan lunas desprendidas de sus cielos. Me rodea lo que no ha existido: lo nunca oído. Pero narro. Pero grito. Deshojo sustantivos, y me desequilibro, pero ese desequilibrio me sostiene. Atiendo a las ecuaciones de los sentimientos y a los borborigmos de la razón: soy mortal. Todo se yergue, aunque perezca. Y sobrevivo, fugazmente, en la duda y la alegría.
EDUARDO MOGA
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