Revista de libros, nº 163-164, julio-agosto 2010
Lo que canto es lumbre
Por Eduardo Moga
Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, 1957) es un poeta de la imaginación. Desde su primer poemario, Siete poemas escritos junto a la lluvia (1982), hasta este La casa roja, con el que ha ganado el Premio Nacional de Poesía en 2009, Mestre ha construido una obra de acentos órficos y pesquisas surreales, caracterizada por su intensidad metafórica y su potencia visual, anómala en el conjunto de la poesía española reciente, que circulaba mayoritariamente por los derroteros antagónicos del figurativismo y la asimbolia. En su último libro, como en toda su poesía, lo maravilloso irrumpe en la realidad: “La belleza es por derecho mitológico esposa del trípode y el camaleón”, leemos en la primera estrofa del primer poema. La sensibilidad genésica del poeta, catalizada por el ojo, envuelve cada acto, cada objeto, y los transforma en otra cosa. La transmutación operada por Mestre no actúa en el vacío, sino en la más sólida e inmediata realidad: la imaginación se deposita en ella como una lluvia incandescente, y luego la resquebraja, como si se hubiera helado en su interior y dilatase sus junturas hasta romperla. Así, lo común se mezcla con lo inaudito; lo visible, con lo subterráneo; lo invisible, con lo palpable. Un buen ejemplo lo constituye el poema “Instructivo para llamar al teléfono móvil de la eternidad”, en el que las robóticas instrucciones de los sistemas de atención telefónica sirven para componer una incisiva letanía irracional: “Pulse asterisco. Espere a oír el evangelio de estas rosas en la nada. Marque el cero seguido de eclipse con oxígeno. Aguarde a oír su confidencia en la catedral de las ballenas. Marque luego el siete…”. Las cosas se entrelazan y superponen voluptuosamente: lo pequeño y lo enorme, lo material y lo abstracto, lo íntimo y lo cósmico, se abrazan e interpenetran, en una trepidante urdimbre de tactos. En esta orgía de ensoñaciones, en este encendido tumulto ontológico, brota sin pausa la asociación insólita, el maridaje de lo disímil o antitético, haciendo bueno el axioma, observado con rigor por las vanguardias históricas, según el cual una metáfora es tanto más fuerte cuanto más difieran los elementos que la componen: “Yo tenía una libélula en el corazón como otros tienen una patria”, dice el primer versículo de “El anzuelo de la libélula”. En La casa roja, la realidad está siempre naciendo: sus páginas testimonian un incesante alumbramiento de seres bellamente monstruosos, o de hechos imposibles, pero de cuya existencia no nos cabe ninguna duda. Complementariamente, algunos poemas constituyen catas oblicuas en el figurativismo, como “Carpe diem”, en el que se relacionan las consecuencias de una ruptura amorosa, o “Cibercafé”, donde el poeta observa una escena fugaz, de ribetes eróticos, entre dos adolescentes en un cíber urbano. Antonio Gamoneda, uno de los más visibles antecedentes de Juan Carlos Mestre, ha podido escribir en El cuerpo de los símbolos que “la realidad es simbólica y yo soy un poeta realista, porque los símbolos están verdadera y físicamente en mi vida. (…) Cuando digo: “Esta casa estuvo dedicada a la labranza y la muerte”, hay aparición de símbolos, sí, pero sucede, además, que esta casa estuvo realmente dedicada a la labranza y la muerte”. Del mismo modo, Mestre se revela como un poeta realista, pero no como se ha entendido, desdichadamente, en las últimas décadas, es decir, como un fatigado comentarista de las trivialidades de lo real, sino como un metódico cultivador de su esencia: como alguien que lo vivifica, que lo rescata del desgaste y la anodinia, mediante una nueva enunciación.
En la poesía de Juan Carlos Mestre no hay retorcimiento sintáctico: las frases fluyen con la naturalidad de un recitativo, como una cantinela bíblica, sostenida por la coordinación y el polisíndeton. Los resabios litúrgicos y ceremoniales, en los que se trasluce la tradición mosaica, tiñen las exuberantes monodias de La casa roja. Sus versos, además, contienen pocos adjetivos: las imágenes aparecen desnudas, poseídas por su voluntad afirmativa, por su propia insurgencia ontológica. Cuando García Lorca escribe “el salto jabonoso del delfín”, está construyendo una imagen estrictamente verbal; cuando Mestre dice que el tiempo “es conducido a punta de revólver hacia el cementerio de las ambigüedades”, dibuja algo que excede al verbo y que atañe a los actos, a los conceptos. Mestre medita con la pupila, y su pensamiento se articula en imágenes. De hecho, reflexiona con todos los sentidos, como el Alberto Caeiro pessoano y con un razonable desorden, obedeciendo al mandato rimbaudiano de descoyuntar la percepción para incrementar el conocimiento; de ahí sus lúcidas sinestesias: “oigo lo rojo”, “olía musicalmente”, pero lo visual conserva una irreductible preeminencia. Y, como la visión es continua –aunque durmamos, seguimos viendo–, también su lenguaje lo es. La casa roja dispone un flujo versicular e hímnico, que celebra el hecho inverosímil de existir, y que se coagula a menudo en anáforas y enumeraciones, en las que se advierten ecos testamentarios –un poema se titula “Salmo de los bienaventurados”– y la influencia de dilatados autores contemporáneos, como Neruda o Saint-John Perse. Hay quienes opinan que la poesía de Juan Carlos Mestre acumula demasiadas imágenes. A esto cabe replicar lo que contestó Octavio Paz a quienes objetaban lo mismo a la poesía de Marco Antonio Montes de Oca: criticar su exceso de imágenes es como criticar a la nieve por ser blanca, o al desierto por tener arena. Ese supuesto exceso es el núcleo de su creación, y, además, no es un exceso, sino la manifestación natural de su sensibilidad. La palabra de Mestre, barroca y proliferante, pero nunca innecesaria, contiene la “abundancia justa”, como quería Lezama, otro de sus poetas tutelares.
El carácter multiforme y fluvial de la poesía de Juan Carlos Mestre alcanza también a los sujetos hablantes. La casa roja está diseñado como una vasta amalgama de voces líricas, provenientes de una heterogénea galería de personajes. Tiene, pues, una naturaleza coral, y aun épica, si por literatura épica entendemos aquella en “que el autor no participa en el poema como individuo privado, sino que asume todas las voces de la colectividad y se transforma en ‘operador de la lengua’”, como ha señalado José Antonio Gabriel y Galán en referencia al Anábasis de Perse. “Apócrifo del nuevo mundo”, por ejemplo, se sitúa en 1543. En “El mensajero de los astros”, habla Galileo: “Yo, Galileo Galilei, músico por vocación, he oído las moscas de la eternidad”. En otras composiciones, lo hacen las criadas o los inquilinos. Todo el libro es un torbellino elocutivo, en el que hablantes austeros suceden a fabuladores libérrimos, o sombríos incisos administrativos, a exaltados susurros. Más aún: los poemas brotan de noticias de prensa, o se articulan en forma de diálogo, como “C.3.3” –una suerte de sketch patafísico y desquiciado– o, incorporan bibliografía, como “¡Ojo con Polifemo!”. La casa roja está plagada de alusiones históricas y sociales, que se vierten en el caudal de la alucinación, en la turbamulta de lo imaginario. Los tiempos, los lenguajes, los referentes y las formas –desde el poema en prosa hasta los versos de cabo roto– se precipitan unos sobre otros, se amontonan y fecundan, hasta configurar una poesía total, porque alude a todas las facetas de lo existente, y también porque la poesía misma lo impregna todo, desde las historias de amor hasta lo que lleva un poeta en la mochila. Con esta totalidad, sin embargo, Mestre no pretende afirmar ninguna certidumbre, sino dar cuenta del alucinado desmigajamiento del yo, de la disolución de la identidad contemporánea en un cosmos de infinitos estímulos e infinitas vaciedades, en el que toda experiencia conduce a una nueva decepción o a un nuevo asombro.
Por eso, quizá, La casa roja presenta también una perceptible dimensión satírico-burlesca, que es fruto de una aproximación crítica a una realidad insatisfactoria, pero también herramienta de subversión de esa misma realidad, a la que se obliga a convivir con su caricatura o su antípoda. Destacan varios poemas que tienen por objeto satirizar a la academia (“Las espinas de la mandrágora”), o la jerga lírica convencional (“Sobras completas”), y que forman parte de un propósito más amplio de “La casa roja: despojar a lo poético de cuanto perturbe su deslumbrada aprehensión por parte del lector o emborrone su capacidad para suscitar otros paisajes, otros delirios; de situarlo a ras de suelo, o a ras de sueño; de ceñirlo a la estremecida presencia de las cosas, y de lo que las cosas ocultan. “La lírica no existe”, escribe el poeta en “Asamblea”: “ha decidido dar por terminadas sus funciones”; premonitoriamente, uno de sus libros más celebrados se titula La poesía ha caído en desgracia (1992). Así es: la poesía entendida como una acumulación inane de engranajes y fórmulas, como una tramoya verbal que impida acceder a la pulpa de la vida, a su meollo sangrante, ha de desaparecer, para que la sustituya algo más alto y más puro. Porque Mestre es también un poeta puro, como lo fueron Juan Ramón Jiménez o Jorge Guillén, aunque su pureza no consista en roer los poemas hasta dejarlos en sus más transparentes huesos, sino en hacer que esos huesos se multipliquen, y se revistan otra vez de carne, y construyan una apretada jungla de latidos. En su busca de esa pureza abrasiva, el lenguaje del libro adopta registros distintos, casi nunca exentos de un deje irónico, que se transforma, a veces, en brochazos grotescos. Mestre gusta también de salpicar los poemas con frases hechas o locuciones vacías, para subrayar su extrañeza, cegada por el uso cotidiano, establecer contrastes o fundamentar ironías: “En resumen –concluye “Sistema planetario”–, los astros no son simples cuerpos celestes / que deambulen por el espacio para darnos conversación. / Un as tendrán bajo la manga para brillar tan seguros”. También las frases anómalas, asintácticas, remarcan esa extrañeza que Mestre aspira a despertar en el lenguaje y, por ende, en las cosas: “He, no sé lo que he, qué prohibición de las rosas menores, qué de Ti mismo”, leemos en “Pan de los ángeles”.
La casa roja es, por último, un sostenido homenaje al parnaso personal del poeta, compuesto, entre muchos otros, por el brasileño Lêdo Ivo –de quien Mestre, con Guadalupe Grande, acaba de poublicar La aldea de sal, una antología imprescindible– y Walt Whitman; por César Moro y Joseph Brodsky; por Louis Aragon y Diego Jesús Jiménez; por T. S. Eliot y Arthur Rimbaud, acaso el más citado de todos; y, desde luego, por lo más granado de la imponente poesía chilena, con la que Mestre observa una singular afinidad: Vicente Huidobro, Rozable del Valle, Humberto Díaz-Casanueva, Pablo Neruda, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas y Javier Bello. En síntesis, por todos aquellos que han configurado la mejor tradición visionaria de la literatura moderna.
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