jueves, 13 de octubre de 2011

Reseña: Un único día, de J. H. Tundidor, en Cuadernos del Sur


Jesús Hilario Tundidor. Un único día.
Colección Calambur Poesía, 108. 2 Vols. 920 pp.
ISBN: 978-84-8359-148-2. PVP: 50,00 €


Cuadernos del Sur, sábado 1 de octubre de 2011
Francisco Morales Lomas

Hace unos meses la editorial Calambur publicó Un único día del escritor zamorano Jesús Hilario Tundidor, obra en dos volúmenes y cerca de mil páginas que se considera hasta ahora su obra completa. La poesía de Hilario Tundidor es personal y original.
Tiene un estilo propio, una marca indeleble que concita la nutrición del mundo, del hecho de vivir y del camino y la jornada con un lenguaje creador, aunque inserto en una tradición literaria que llega desde Jorge Manrique y el Renacimiento.
Posee una voz propia, rotunda, castellana, aunque también en ella existen efluvios del Sur, vía JRJ básicamente. Para Hilario Tundidor la poesía es “inteligencia, emoción, intuición y lenguaje”.
¡Cuántas resonancias de Juan Ramón Jiménez! Y esto le permitirá, como en su momento al poeta de Moguer, relacionar inteligencia y poesía, pero en el caso de Hilario Tundidor con una variante manifiesta de la libertad y sus correlatos jugando a la síntesis: “Solo tú inteligencia, puedes darnos el nombre: Poesía, oh, libertad, oh libertad inmensa”.
Y, en esa dinámica creadora, es el signo lingüístico, la palabra (“ácido código”, “inhóspita soledad, cauce imposible de la forma seca”) quien funde y dilata el poema, desvelando y ordenando la realidad: “la realidad real que cerca al hombre y que nunca podremos establecer definitiva en el conocimiento”.
Aunque dividido en dos volúmenes, Un único día ha sido concebido con una voluntad esencial y unitaria, de circularidad, por cuanto Hilario Tundidor ha optado por darle sentido al conjunto desde la ordenación sistémica del mismo en dos grandes apartados que llevan al final un colofón (el poema último) a modo de cierre; pero también por las palabras de la Addenda en la que el poeta explica la razón de ser de Un único día como una síntesis entre un intento por comprender el mundo y su luminosidad junto al  encuentro del ser en una dialéctica profundamente conmovedora.
La ensayista Giuliana Baita hablaba también de dos épocas en su obra: “El vivir y su entorno” para los libros de la primera época y “La poesía ontológica”, para la segunda. En la primera habría una visión existencial máxima, una inmediatez geográfica emocional de implicaciones personales y reflexiones críticas de carácter testimonial que
trascienden la objetivación específica como ha dicho Artuñano: “En esos reflejos
mi tono poético nunca ha sido, plenamente, ni testimonial ni crítico hasta ahora, sino reflexivo”.
La unidad del libro, salvo Pasiono, no se presenta en aspectos argumentales temáticos sino emocionales. En la segunda, cada libro, “refiriéndome exclusivamente a la construcción formal ofrece una estructura orgánica de argumento unitario, bien en su totalidad (Libro de amor para Salónica, Mausoleo, Construcción de la rosa) bien en cada una de sus partes (Repaso de un tiempo inútil, Tejedora de azar y el mismo Tetraedro)”. Pero esta elaboración en dos apartados, desde el punto de vista crítico, no debe verse como compartimentos estancos.
En el primer volumen, que lleva por título Borracho en los propileos (1960–1978), reúne los siguientes libros: Río oscuro (1960), Junto a mi silencio (1963), Las hoces y los días (1966), Voz baja (1969), Pasiono (1972) y Tetraedro (1978).
Expone Hilario Tundidor las razones de este título de Borracho en los propileos: El argumento general de este poema globaliza las connotaciones de la búsqueda
de conocimiento y la luz en la emoción de la escritura poética. La materia fundamental unitiva, organizante del libro, es la emoción existencial y sentimental del individuo ante la existencia y lo consuetudinario.




Junto a mi silencio (1963) está dedicado a su padre y a su madre. Es una lírica desconsolada, confesional y triste donde el poeta profundiza en la imagen del ser humano, en su humanidad predeterminada y frágil. Hilario Tundidor se proyecta hacia adentro en este buen poemario que descubre lo que el ser es capaz de crear y llevar hacia los demás. Con Las hoces y los días (1966) se adentra en una lírica vital que surge desde la voz, el ruido del corazón que canta y el ritmo de la existencia, así como la proyección de una necesidad proclive al optimismo y la conmoción que produce el vivir. Pero esta apariencia de luz es tenue y para el poeta es fácil caer en la nostalgia de la tristeza, sentir que el viaje de la vida sucumbe en un barco de niebla y acaso se pierda en el ruido de las palabras y no sepa si todo fue un sueño de hombre.
En Voz baja (1969) se resuelve en un humanismo de raigambre donde un creciente pesimismo se deslíe con la fortaleza de la vida, con su realidad y fulgor. Mucha ruina que crece en la destrucción mientras la esperanza de ese Dios “a lo Unamuno”, que no se materializa, aspira a su descubrimiento. Es una lírica donde se declara el júbilo a la vida y a los hombres, a pesar del olor a incienso y del ruido del mundo y la muerte que se adueña de su juventud. Una poesía reflexiva en la que se pregunta permanentemente por sí y esa existencia en la palabra.
En Pasiono (1972) el poeta se define a sí mismo y lo que hasta ahora han sido sus temas: la tierra, el miedo, la sencillez de lo humilde, la vida. Una lírica que se adentra en los paisajes de la existencia, la esperanza y la muerte desde esa construcción del trabajo del alfarero.
Tetaedro (1978) es el poemario más extenso. Lo conforman varios apartados con el nombre de libro (primero... cuarto) y un poema final y, a su vez, aquellos en otros tantos apartados donde el tema del tiempo es trascendente. El poeta, cercado y doliente, expresa desde la cercanía cálida de la tierra, la rotura vital y se pregunta si mereció la pena vivir. Antonio Machado preside el espíritu que se adentra en ese mundo que sufre y calla, se derrumba o se edifica. Pero también existe una imagen de ese JRJ de la primera etapa en la que el paisaje configura un estado de ánimo generalmente adverso.
También hay poemas críticos en los que su compromiso se agarra a la esencia de la España que sufre, conquistada por el silencio y los morteros. Y así en el poema homenaje a Luis Felipe Vivanco (“pesadumbre de este hombre bueno hasta la lentitud”) comprende el dolor de la desolación y ese tiempo de dolor que irrumpe en la historia del país, como en Asesinato de un ministro y su compromiso con la libertad.
En Tetaedro siempre existe una voluntad de construcción, de creación de una Imago mundi, con la que la mirada se encuentre definitivamente satisfecha:
“Extender la mirada, abrir/ el resplandor, heñir sombras/ fugaces, astros fugaces, inseguras/ señales, premonitorias/ situaciones”.
El segundo volumen de su poesía, titulado Repaso de un tiempo inmóvil (1980–2008), se compone de los siguientes títulos: Libro del amor para Salónica (1980), Repaso de un tiempo inmóvil (1982), Construcción de la rosa (1990), Tejedora del azar (1995) y Las llaves del reino (2000). Libro del amor para Salónica (1980) es una obra donde el amor se resiste frente al mundo. En el que solo ella importa. Pero antes hay toda una declaración de principios en un poema donde el corazón escribe su nombre, un corazón
como en el teatro del mundo en un lenguaje que busca la imagen poderosa, la sonoridad expresiva y la energía del poeta que se siente vivo, a pesar de tanta muerte.
Una lírica para sentir el vértigo del amor y la confesionalidad súbita, pero que también se alterna con las preguntas retóricas de si todo mereció la pena y si ya todo es harapiento y perdido. Las imágenes de la juventud perdida, de los iconos del amor, en el silencio o en la orilla, los cantos del corazón y la amada en plena naturaleza contemplando el silencio de la alameda. El poeta se hace dueño de un discurso experimental, acaso efímero, y juega con los verbos, como en Epifonema para una oda sin astros: “Amarte / estrujarte / aplastarte...”. Y realiza declaraciones amorosas directas, claras, ensimismadas: “Nada / sino tu amor necesito, nada”.
Repaso de un tiempo inmóvil (1982) lo inicia con ironía hablando de los poetas a los que define en sus usos, costumbres y acciones (concurren a certámenes donde su voz puede ser destruida, “mueren de tanta vida”, “son pequeños animales en disturbio”...) y después se adentra en una lírica emotiva e interiorizada que descubre su oscuridad y su
tristeza. Pero también hay una cierta búsqueda de identidades como en el poema Dentro (“Y yo soy y no soy”) y una forma de imbuirse del discurso del corazón que ruge y se adensa, y a partir de ese momento el pasado se restituye como en Oda a un tren de juguete, en el que se rememora el dolor como sentimiento que se adueña de nosotros y de nuestros fingimientos.
Construcción de la rosa (1989) se inicia con el titulado La poesía, que es una especie de vuelo de celebración sobre la mañana y la lucidez del mundo. Sigue una estructura precisa con ese poema inaugural, tres partes que titula libros (Construcción de la rosa, Hálito, Elegía) y un poema final: Niebla en Madrid. Hay una necesidad de buscar impulso en la luz y en ese juego de antítesis ocultar la sombra, enajenarla.
Pero también surge Juan de Valdés, rememorado; y la música que nace en plena naturaleza como un fruto del corazón que asciende a través de la sinfonía de las palabras en una búsqueda del ser de las cosas. En algunos poemas se presenta la nota de denuncia y en otros, como en Elegía castellana en el museo del Prado, critica esa vanidad de nada, su decrépito orgullo, a la vez que la derrota y la decadencia si se llegaba de un pasado victorioso que tanto nos recuerda a Antonio Machado y sus Campos de Castilla y a León Felipe.
Tejedora del azar (1995) está dedicado a la estulticia humana. En la explicación inicial advierte que este conjunto es una colección de poemas libres e independientes, agrupados no obstante por algunas afinidades, y declara su homenaje con ellos a Fray Luis, a quien dedica los primeros versos. Desde el inicio establece las claves de su lírica que nace de la inteligencia, pero también de su conocimiento del mundo, de la pulsión de su ser en el vuelo, en el paisaje y en la potestad de la perplejidad y el azar.
Los poemas mitológicos surgen entonces de la mano de las diosas Deméter, Atenea o de Artemisa (desde la oscuridad, desde la inteligencia o desde la inocencia primera), pero también desde la libertad conquistada o la belleza, sin olvidar la eficacia y configuración de la palabra, su sentido último, y la trascendencia de la materia.
De un clasicismo reconocible y homenajeado se deben tildar la serie de sonetos dedicados a Cuenca, Zamora... pero también a exaltar el dolor y las razones para amar la vida. Una lírica directa que se detiene en el paisaje y los grandes temas que siempre le afectaron como el tiempo, la pasión de vivir o el recuerdo de un amor; a veces con expresiones que suenan poderosas y prosaicas.
En 2000 publicó Las llaves del reino, en tres libros y Un poema para concluir ‘Un único día’. En realidad este último sería el poema–círculo que cierra su obra y pretende darle sentido al conjunto final desde su tendencia a la síntesis última.
En realidad es un encuentro con la pintura, el canto interior y la música (de la mano de W. A. Mozart). De nuevo el concepto sobre la vida nos advierte desde la cita de García Lorca en su Oda a Walt Whitman: “... y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada”. La vida desde esa imagen inicial del agua de lluvia que penetra en el espíritu, lo deslumbra,
y advierte de la felicidad de esa movilidad vital a pesar de su invierno.
Los poemas se dirimen entre la soledad del paisaje interior y el paso del tiempo (tema permanente de su lírica) con sus espacios abiertos a la nostalgia, el sufrimiento
o la solidaridad.
Las estrellas, los árboles, la naturaleza en general comienzan siempre con una alegría, una alegría que se precipita en el vino l’âme du vin y acaso en sus grandes referentes como el francés Charles Baudelaire, T. S. Eliot o Claudio Rodríguez.
El canto a lo perdido, a lo renunciado, a ese tesoro que se va acumulando en ese río que va tomando de acá y de allá todo tipo de aportes invita a nombrar las cosas, porque en su nombramiento, en su conformación como palabras ansían su propia razón de ser, su existencia. El país de la vida es su paisaje, su alcohol, su muerte, su hazaña personal y solitaria. Hay una veta surrealista que pretende llenar un fondo vital y elegíaco sobre lo definitivo, sobre el sonido de la existencia (“Escucha todo / lo que es vivir y sus alrededores”), sobre el vacío del mundo, sobre la tierra y sus túneles. El poeta encuentra la soledad por doquier, se estremece en el bosque, oye el canto de la noche, siente frío y un caos de locura puede ocupar el naufragio vital, con sus borracheras y sus albaceas de otro reino. La alegoría del rey muerto puede ser entonces esa execrable huida hacia la tristeza, hacia los alcázares derruidos... y, en última instancia, hacia la búsqueda de la lucidez, hacia el encuentro con el conocimiento (su otra gran pasión).
El alma, en su región luciente (como diría Antonio Carvajal) siente la emoción de la existencia como un suceso común, acaso como “repetida lenta sangre / de   incertidumbre”. Pasea, se busca, se queda prendida en cualquier rama de la vida, en sus triunfos y sus derrotas, en los sucesos como espacios, en el arbolado del día a día. Y sabe que es tiempo (sobre todo tiempo), tiempo con mesura, tiempo que se puede alargar en la tristeza y diluirse en las aguas de los mármoles.
En ese espacio para el vivir la música (de la mano de Mozart) puede representar la ascensión anhelada, ese bosque donde el aire escala a sus cúpulas, ese sermón que tiembla y aspira el cielo, nace de la luz, de los sonidos y engendra la música: “Apasionar la inteligencia, clarificar el orden infinito / del fuego”.
En su Poema para concluir ‘Un único día’ elabora sus conclusiones finales a través de la prosa poética y en ellas la conmemoración de las cosas sencillas lo conecta directamente con esa dialéctica renacentista, también en su precipitación hacia el hombre y sus correlatos espirituales y en sus aspiraciones últimas. Como un viaje tensado por la melancolía, como un ejercicio de contrarios, como un pensamiento que trata de hacerse hueco y resolverse finalmente.
La vida, la luz, puede ser carnívora. La luz también mata y en ese transcurso... la derrota, “como una larga caída en la desesperación”. Acaso con sentido, pero siempre con el dolor que tiene el mundo, con su estupidez, con sus teólogos, con sus profetas, con su soledad, su aurora y su conocimiento. Una poesía para la emoción, para el
encuentro con el sentido último de la existencia y la organización de las claves alegóricas o surreales que nos permiten adentrarnos en ella y darle un sentido. Una poesía con fortaleza de aire, con fortaleza de lluvia, con fortaleza de fuego, con fortaleza de tierra, de paisaje... de vida que surge en última instancia.
Tenemos la percepción de un poeta que se adentra en el lenguaje como factor creador de una lírica envolvente, apasionada, que ha cautivado por esa síntesis entre la tradición que llega desde el Renacimiento y la mejor visión de la España de la segunda mitad del siglo XX. Una lírica para profundizar en las grandes claves del ser humano y proyectar su cosmovisión en direcciones múltiples, dolientes, reflexivas, profundamente humanas, y que incita a la contemplación y a la reflexión última sobre el ser.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Calambur, una excelente editorial, hermsos libros y poeta excelentes. Se echa de menos una colección de poetas del otro lado del charco, a ver qué día nos sorprendeis, estáis muy encerrados en "lo nuestro". éxitos y larga vida a vuestro noble proyecto.