Roja intemperie (una aproximación a su poética),
por Antonio Méndez Rubio
¿Por qué, ante la poesía de Juan Carlos Mestre, la primera respuesta de uno es una respuesta de gratitud? ¿Qué nos mantiene atentos, como pendientes de un recorrido en vilo, que, además de su trabajo como artista visual, se reúne en los poemarios: Siete poemas escritos junto a la lluvia (1982), La visita de Safo (1983), Antífona del otoño en el Valle del Bierzo (Premio Adonáis 1985; 2003), Las páginas del fuego (1987), La poesía ha caído en desgracia (Premio Jaime Gil de Biedma 1992), La tumba de Keats (Premio Jaén de Poesía 1999), El Universo está en la noche (2006) y La casa roja (2008)? ¿Qué clase de deuda mantenemos en pie con esta poética tan a la intemperie como intempestiva?
¿Qué, en una palabra, le debemos a la escritura de Mestre? No voy a enumerar esas razones, no puedo ni podría hacerlo en el caso de que quisiera. No es el momento para una justificación que sería tan extensa como innecesaria en última instancia. Pero esta mínima ocasión, este breve momento, no deja de ser una oportunidad sin tregua para al menos indicar cómo se articulan algunas de esas causas en una constelación abierta, hemorrágica, de lecturas y sentidos cálidos como sangre, rojos como una herida que está siempre demasiado reciente.
Para empezar, si hablo en primera persona del plural, si recurro al nosotros cuando pregunto “¿Qué le debemos?” es porque es el reto de un nosotros, quizá un nosotros desaparecido de tan vulnerable, o invisible de tan inminente, lo primero que la poesía de Mestre convoca en medio de la noche y del día, a plena luz, a plena sombra. Desde el principio, esta poesía explora y a la vez necesita un espacio compartido “entre todos, al aire”. Es, cuando ya nadie lo esperaba, el espacio de lo común, de lo que hay de común en la desolación y en la pronunciación de la belleza, lo que hay de hermoso y de desolado en la apertura de un nuevo y hasta urgente hueco de vida. Si decía Heidegger que el lenguaje es la casa del ser, entonces el lenguaje lírico de Juan Carlos Mestre es la casa sin techo de lo que no puede ser, la casa por hacer, o al menos sin cerrojos, toda umbral, su inminencia, la necesidad de lo que está una y otra vez no siendo sino (abriéndose en lo) porvenir. El suelo y la tierra, la pérdida y el tiempo, lo propio y lo impropio… entran aquí en un ámbito de abolición, de inmolación en la imposibilidad de una espera que es, al fondo, la confianza en un imposible que sólo el poema conoce y sólo el poema encarna en su cuerpo de palabras al raso. Por eso para Mestre, en alguna madrugada, o justo ahora, “desnudarse es la única solución política”. Desnudarse es la precondición para que lo común exista como lugar de encuentro real, o al menos se reconstruya como desafío de un vivir compartido en precario, tras la huella probable de la desposesión y la pobreza.
Escarcha de pobreza y musgo en los tejados… El lenguaje poético de Mestre, como casa de lo que no puede ser, sólo respira en aquello que no se nos abre salvo volviendo a ser la imposibilidad de haber sido, la deuda con lo que va a llegar, a tientas, a (un) ser más necesario. Estamos menos cerca de otro ser que, en la fórmula de Lévinas, de otro modo que ser. O en verso próximo de Antonio Gamoneda: “La imposibilidad es nuestra iglesia”. De ahí tal vez en Mestre la invocación a los antepasados, a los “proscritos de sangre”, a los vencidos, no como una celebración nostálgica o idealizada, no como una estetización de la política, sino (como W. Benjamin diría) como una politización de lo poético que dé un nuevo sentido a la fragilidad de la vida en común: “Mis antepasados inventaron la Vía Láctea, / dieron a esa intemperie el nombre de la necesidad, / al hambre le llamaron muralla del hambre, / a la pobreza le pusieron el nombre de todo lo que no es extraño a la pobreza. / (…) Entonces pusieron nombre al hambre para que el amo del hambre / se llamara dueño de la casa del hambre / y vagaron por los caminos / como los erizos y los lagartos vagan por los senderos de las aldeas”.
Está claro que dar con un suelo así en la escritura de Mestre, en la casa imposible, no es lo firme ni lo claro que una inspección en regla desearía. Pienso por ejemplo en rótulos críticos al uso como hablar de “ruralismo” cuando lo que aquí está en juego no es tanto o no sólo el abandono y desaparición de la experiencia rural como la permanencia sin clausura de lo que Keats llamaba “la poesía de la tierra”. O pienso en la etiqueta de “nueva épica” cuando lo que se dirime, en este entramado tenso, no es el relato de nuevos héroes o antihéroes sino nada más, y nada menos, que la forma en que se produce la caída de las estrellas ante el asombro en las miradas de la “multitud azul de la tristeza”. Lo que sí se da aquí es una opción referencial, que se multiplica y prolifera como los males y los dones en la caja de Pandora, pero que tiene una raíz (una vez más) demasiado común para no ser cierta: los torturados, los extranjeros, los vagabundos, los solitarios, “los ojos de todos los que sufren”, “las poblaciones engarzadas por el balido azul de la pobreza”, los sucumbidos… Caen las estrellas, de acuerdo, pero Mestre es aquí quien acompaña y da testimonio de esa caída, quien cae con ellas, como El Levitador con que lo representó en un poema Rafael Pérez Estrada: “Oh, tú, que has dormido frente a la luna y las estrellas hasta palidecer tu palidez…”.
El habla de Mestre despega de lo cotidiano, lo despliega en recurrencias, ritornelos y versículos libres –libres no tanto (aunque también) de cánones métricos, de lo que Ildefonso Rodríguez llamara la “superstición silábica”, sino libres de toda carga impuesta por una supuesta realidad exterior, o incontestable, o fija: dice Mestre: “de acuerdo con lo irreal, soy la sombra única de la realidad”. En este sentido, en fin, entronca esta poesía con el romanticismo menos conformista o con las vanguardias menos ingenuas, que van de Ernst a Holan pasando por Rimbaud, Maiakovski o Michaux. Se podría incluso hablar de herencia surrealista en este punto pero no ya como repetición de recursos, resortes o tics cristalizados por una tradición de la que se ha abusado y se sigue abusando, sino más bien como una indagación intensa en las trampas de la razón, un atravesar los pantanos inseguros del inconsciente –un poco a la manera de Emily Dickinson cuando comparaba la conciencia con una niñera que cualquier chiquillo querría poder evitar en un momento dado. Y en cierto sentido, desde luego, esta indagación en las zonas oscuras de la conciencia y la palabra hace que estos versos no arrojen tanto un aura de luz mítica o sobrehumana como una suerte de destello de oscuridad, de sombra viva, que convierte la lectura, por no decir la escucha, en un trance literalmente alucinante. En los términos de Mar Traful, podría hablarse aquí de una especie de política nocturna, por cuanto “en nuestro mundo hace tiempo que el consenso no es algo a lo que se llega, sino que viene dado de entrada. Y si viene dado de entrada es muy difícil de romper. ¿Dónde encontrar hoy palabras que hieran, que puedan ser lanzadas como flechas al cielo de la obviedad? (Mar Traful, Por una politica nocturna, p.5). Pero esta vez lo obvio es la contestación: esas palabras se pueden encontrar y de hecho se encuentran con nosotros, en todo su potencial indócil, en los poemas de Juan Carlos Mestre.
“Los regalos darán sus frutos”. ¿Y quién negará que los dará y los da sin descanso, sin plazos, esta poética imprevista e irrepetible? “Ahora resistir es ser mortales”… ¿Y cómo hacer de la mortalidad una forma de resistencia? No es fácil la respuesta. Quizá no la haya, o no estemos dispuestos a encontrarla. Pero eso no le quita valor a la pregunta, no le resta exigencia al filo de lo dicho y lo no dicho. Nos queda al menos, y no es poco si es así, la extrañeza de un espacio libre, del resonar de una voz desenterrada, disponible más allá o más acá de la comunicación o el reconocimiento: “Antes de que me tomaran por un extraño, ya que yo no era el dueño de esa invención, / me alejé del optimismo de ser entendido por más de dos / y comencé a oír mis propias palabras como martillazos retumbando en un espacio vacío”.
¿Quién las oirá sonar entonces? ¿Podrá de alguna forma ser? En cierto modo, al final, lo que no puede ser es que haya protección. Esta poesía lo sabe: que nada nos defiende de nadie, que nada se puede hacer ante una poesía así salvo oírla, sentirla y seguirla por el hilo de un secreto decible. Es de hecho un aviso para todos nosotros: para que luego nadie pueda decir que no lo esperaba o que no lo sabía.
Tomado del blog de Viktor Gómez “Valentinos”, Poesía y realidad. Comunicación y pensamiento crítico
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