lunes, 4 de mayo de 2015

Reseñas: El piano del pirómano, de Ángel Antonio Herrera, por Jorge de Arco en "Granada Cultural"


“Poesía, en suma, escrita desde los adentros, que se llueve en su costumbre y en su porvenir y que anhela desvelar la frágil ebriedad de la existencia, la médula de la dichal”.Reseña de El piano del pirómano de Ángel Antonio Herrera (Calambur, 2014), por Jorge de Arco en “Granada Cultural” (marzo 2015).

Tres años después de la publicación de “Los motivos del salvaje”, Ángel Antonio Herrera (1965) da a la luz su sexto poemario, “El piano del pirómano” (Calambur. Madrid, 2014), galardonado con el premio “Barcarola”, en su XXIX edición.

En su anterior entrega -ya citada-, el poeta albaceteño incluía en su pórtico una cita de Pablo Neruda: “Escucho a mi tigre y lloro a mi ausente”. Ahora, en uno de sus textos iniciales, anota: “He venido a fundar una métrica del tigre, un cuaderno de añadidura cuya lira arañe en lo ahondado, un parlamento de mágicas lámparas donde pueda verse que hay en el tambor del alba un daño dormido”.

Con esta intención profunda y totalizadora, se vertebra un volumen que sirve como desahogo confesional y que ahonda en los mimbres que sostienen el decir de su ayer y su mañana: un flujo torrencial, pero riguroso, cuyo cántico se crece de daño y de dicha, y que deviene en un discurso enajenado y ferviente: “No estoy con la suerte que evita la selva, ni entiendo que sea la vida sin un desván salvaje. Amo la noche de escultura parecida al relámpago (…) Sigo ensayando una santidad de incendio para volver a las andadas, un desperfecto de ternura para mejorar el recuerdo siguiente”.

Para esta ocasión, Ángel Antonio Herrera ha elegido la prosa poética -aunque también podría tratarse de un versículo dilatado y sonoro-, y lo ha hecho, según el mismo declaraba días atrás, porque  “quería para este libro de excesos un molde de desmesura, o sea, ningún molde. Para que el lenguaje trabajara libérrimo, barroco hacia dentro y viajara lejos. Se trataba de escribir a lo ancho, con todo el desacato al galope musical”. Ese galope, en ocasiones, desbocado, esa desmesura, en otras, arrolladora, tiene tras de sí el oficio de un escritor que se afana en descifrar su íntima conciencia y ofrecerla -febril o desconsolada- a corazón abierto.

La tensión lingüística que destilan estas páginas, la compleja comunión que asoma por entre la orfandad de su verso y la audacia de su verbo, la intensa y extensa concentración, al cabo, a la que somete al lector, suman atractivos para que las notas de este piano se incendien frente al cristal de un yo lírico nostálgico y deudor: “Me sucede la intuición del desconsuelo y la molienda de la melancolía. Con mi largo revólver avalo al que prefiere la incógnita. Me inspiran epístolas de vampiro, las plácidas muchachas que al atardecer se perfuman para nadie”.

Detrás de la piel candente de las palabras, hay una temática que roza la tristura, la muerte (“qué último carbón se emociona si pulso la pureza de la mácula de aquel septiembre cuando se acabó una madre que fue la mía”), la soledad, el miedo…, pero también el amor, que con fiereza y sin tardanza, se ovilla entre la necesaria y almada certeza que reclama todo ser humano: “El ver
ano me ama. Mato la negrura con metáforas. Entreno la veteranía de sorprender a la belleza entre dos riesgos. Un día mejor, amé en el sur, tuve padre, dije paraíso”.

Poesía, en suma, escrita desde los adentros, que se llueve en su costumbre y en su porvenir y que anhela desvelar la frágil ebriedad de la existencia, “la médula de la dicha”.

Jorge de Arco

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