“Poesía, en suma, escrita desde los adentros, que se llueve
en su costumbre y en su porvenir y que anhela desvelar la frágil ebriedad de la
existencia, la médula de la dichal”.Reseña de El piano del pirómano de Ángel
Antonio Herrera (Calambur, 2014), por Jorge de Arco en “Granada Cultural” (marzo
2015).
Tres años después de la publicación de “Los motivos del
salvaje”, Ángel Antonio Herrera (1965) da a la luz su sexto poemario, “El piano
del pirómano” (Calambur. Madrid, 2014), galardonado con el premio “Barcarola”,
en su XXIX edición.
En su anterior entrega -ya citada-, el poeta albaceteño
incluía en su pórtico una cita de Pablo Neruda: “Escucho a mi tigre y lloro a
mi ausente”. Ahora, en uno de sus textos iniciales, anota: “He venido a fundar
una métrica del tigre, un cuaderno de añadidura cuya lira arañe en lo ahondado,
un parlamento de mágicas lámparas donde pueda verse que hay en el tambor del
alba un daño dormido”.
Con esta intención profunda y totalizadora, se vertebra un
volumen que sirve como desahogo confesional y que ahonda en los mimbres que
sostienen el decir de su ayer y su mañana: un flujo torrencial, pero riguroso,
cuyo cántico se crece de daño y de dicha, y que deviene en un discurso
enajenado y ferviente: “No estoy con la suerte que evita la selva, ni entiendo
que sea la vida sin un desván salvaje. Amo la noche de escultura parecida al
relámpago (…) Sigo ensayando una santidad de incendio para volver a las
andadas, un desperfecto de ternura para mejorar el recuerdo siguiente”.
Para esta ocasión, Ángel Antonio Herrera ha elegido la prosa
poética -aunque también podría tratarse de un versículo dilatado y sonoro-, y
lo ha hecho, según el mismo declaraba días atrás, porque “quería para este libro de excesos un molde
de desmesura, o sea, ningún molde. Para que el lenguaje trabajara libérrimo,
barroco hacia dentro y viajara lejos. Se trataba de escribir a lo ancho, con todo
el desacato al galope musical”. Ese galope, en ocasiones, desbocado, esa
desmesura, en otras, arrolladora, tiene tras de sí el oficio de un escritor que
se afana en descifrar su íntima conciencia y ofrecerla -febril o desconsolada-
a corazón abierto.
La tensión lingüística que destilan estas páginas, la
compleja comunión que asoma por entre la orfandad de su verso y la audacia de
su verbo, la intensa y extensa concentración, al cabo, a la que somete al
lector, suman atractivos para que las notas de este piano se incendien frente
al cristal de un yo lírico nostálgico y deudor: “Me sucede la intuición del
desconsuelo y la molienda de la melancolía. Con mi largo revólver avalo al que
prefiere la incógnita. Me inspiran epístolas de vampiro, las plácidas muchachas
que al atardecer se perfuman para nadie”.
Detrás de la piel candente de las palabras, hay una temática
que roza la tristura, la muerte (“qué último carbón se emociona si pulso la
pureza de la mácula de aquel septiembre cuando se acabó una madre que fue la
mía”), la soledad, el miedo…, pero también el amor, que con fiereza y sin
tardanza, se ovilla entre la necesaria y almada certeza que reclama todo ser
humano: “El ver
ano me ama. Mato la negrura con metáforas. Entreno la veteranía
de sorprender a la belleza entre dos riesgos. Un día mejor, amé en el sur, tuve
padre, dije paraíso”.
Poesía, en suma, escrita desde los adentros, que se llueve
en su costumbre y en su porvenir y que anhela desvelar la frágil ebriedad de la
existencia, “la médula de la dicha”.
Jorge de Arco
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