lunes, 10 de febrero de 2014

Reseña: Nueva York después de muerto, de Antonio Hernández, en Wadi-as (II)

Nueva York después de muerto de Antonio Hernández (II)
Francisco Morales Lomas
Wadi-as, del 25 al 31 de enero del 2014

Finaliza hoy el estudio sobre la última obra de Antonio Hernández cuyo título es el del proyecto de una trilogía con la que el poeta Luís Rosales quería cerrar su obra. Poetas unidos en las palabras que pueblan sus silencios, sus tiempos y espacios 

En el segundo libro hay una cita inicial de Kierkegaard que revela los peligros de arriesgarse o no en la vida como una forma de pérdida de equilibrio o de merma de sí mismo respectivamente, y otra de Quevedo en torno a una manera de nacer y muchas de morir. El centro es Luis Rosales y la poética como médula de su discurso metaliterario. Una poesía definida como total en diálogos de Rosales y Hernández que enhebre todos los géneros en un magma comprensivo y sistémico o armónico. En esa creación las enumeraciones juegan el papel de relevante selección de nombres: Machado, Borges, Onetti pero también Félix Grande y Paca, tan amigos del poeta granadino. Antonio Hernández se redime a través de la memoria de aquel diálogo en torno a la poética de Rosales tomando como avío esta especie de diálogo diferido en el monólogo, metafórico, rutilante, tomado por el don de la ebriedad de la palabra dada. Hay frases que juegan al cripticismo del misterio y que solo él las conoce en el territorio que juega. Pero existe algo conmovedor que sirve de reclamo y acicate: el culto de la esperanza y su razón de ser como territorio que amplía nuestra mirada. 

El poeta necesita las palabras: palabras para pensar; 
palabras para agradecer palabras para sentir expresando


“Por eso ahora vamos a hablar/ como siempre de poesía/ -la poesía es la máscara/ que nos descubre-, vamos/ a hablar de nuestra catarata/ siempre cayendo, de esa tempestad del poeta”, dirá Antonio Hernández mientras trata de recordarse en aquellos momentos y a ese poeta joven con su corazón de campana. La metapoesía se convierte en el objeto de reflexión que reconozca la discursividad de las vivencias y el reclamo de la definición del poeta, de su acento, de su vivir dos veces. Y en este ámbito encuentra el camino para hablarnos de que la forma y la materia, el espíritu, deben estar al unísono en una armonía que produce la cadencia, pero también la emoción y cuanto el espíritu acomete: “Y, apréndetelo bien,/ que no se escribe, se ama/ con gozo y sufrimiento. Y ese es el corazón”. A veces se ha tenido la vocación de cerrarlo, de pensar que bastaban las palabras, pero realmente lo que basta es la vida y esa identidad esencial del discurso poético. Y en ese convencimiento, la figura de Federico surge relevante y reveladora en su alegría proclamada o en ese amor a la vida que era como la iconoclasia del ser en sí. Como un emblema que se define y se acaricia: “Federico era un tropel/ y era agua bendita, la que cae de los ojos/ porque está bendecido el sufrimiento”. 

A través de fulgores, los chispazos del alma, construye los poemas, nacen del protagonismo que tiene la palabra y el hombre, de la intuición y de la memoria del subconsciente y el ensueño, un misterio, una ilusión… que crean la dimensión de la inmediatez y la luminosidad. Porque eso es al fin y al cabo el poema: una lumbre en el bosque y la hojarasca de la vida. Los recursos al humor, entiende el poeta gaditano, pueden ser un instrumento, pero también una trinchera o una daga. 

Progresivamente se va apoderando de su poesía la voz de Luis Rosales en cuya palabra se desdobla el poeta de Arcos para desde su sentimiento ausente proyectar parte de su mundo, elevando la experiencia humana sensible, acomodándose a su sensibilidad, convirtiéndose en el personaje Luis Rosales. Un poeta que habla desde la vida, desde la vejez y desde la muerte, “la congelación del sufrimiento”. En ese ejercicio de desdoblamiento aparece un Rosales reflexivo que nos conduce por la experiencia vivida y su reflejo en la felicidad o su ausencia, en la fascinación del demonio o en las resultas de ese corazón que todo lo llena. Habla Rosales desde ese viaje de sombras y su visión de la muerte como si se mirara en un espejo. Hay en sus palabras un deje de tristeza, de recurrencia a la melancolía en esa búsqueda de sí y de lo que representan en su vida las grandes ideas, en esa hora poética de los símbolos y las evocaciones: “Mis amigos saben/ que siempre investigué/ en el color de los sueños”, dirá con la fortaleza que dan los años y la vida vivida, pero también de la decadencia del vivir, de eso que llaman vejez (“En la vejez llaman arrugas/ a las heridas”) y ese destierro sublime que nace de la desolación y el agotamiento de vida. Y en ese recorrido reconoce que un día Antonio Hernández le confesó que no aguantara el dolor, “que el dolor/ que se aguanta apretando los dientes/ se instala en el cerebro”. Luis Rosales habla de Antonio Hernández del que dice que le trae los libros de consulta, llama a un taxi o le cobra la propina en premios. Un Luis Rosales que se deja llevar por los consejos del joven poeta que lo acompaña por los centros educativos y las universidades y es leal sin excepción. Es una confesión en toda regla, sincera y sentida. Después habla de su mujer, María, María Fouz: “María era la juventud y tenía el nombre/ de la naturaleza que hace la vida/ íntima y luego rompe el molde”. Palabras generosas y definitorias que sirven de intermedio para esa continuidad de los actos de Antonio, que le lleva la silla de ruedas y lo acompaña y le cuenta historias de Granada, como aquel día con José López Rubio, que da pie para cerrar este libro con la memoria de Federico: “¿Y no has visto, maestro, a Federico,/ no estará entre las nubes su tumba?”. 


El poeta y ensayista Luis Rosales recibió el Premio Miguel de Cervantes 
como reconocimiento a toda su obra
En este segundo libro se nos conduce desde la metapoesía hacia la vivencia de Rosales y el recuerdo entrañable y siempre afable desde el dolor de Lorca. Hay un misterio que se evoca con la fortaleza de ese desdoblamiento pero con la melancolía de lo pasado, de esa memoria que deviene unas veces muerte, desolación o entrañable recordatorio. 

En el tercer libro toma una cita de Lorca: “Callar y quemarse es el peor castigo que nos podemos echar encima”. Mucho más constante la presencia de Lorca desde el inicio aunque a medida que avance la síntesis de ambos poetas será recurrente y operará como un conjuro, una valencia mítica de singularidades que se acercan y se van acomodando en una emoción que nos conduce en el poema final que nos presenta los últimos momentos vitales de Luis Rosales. La sonoridad de los primeros poemas nos reencuentran con aquella musicalidad asonantada del escritor de Fuente Vaqueros y los símbolos de su Darro, Genil y Guadalquivir, los llantos de la guitarra y también los pobres y los males que los acosan. Es un claro homenaje en el soneto “No sé si fue morir más espantoso” con el que auspicia las grandes ideas que sobrevolaron su vida. La guerra, el tormento, el sufrimiento, el amor. Imágenes que adquieren una inmensa notabilidad estética como cuando se define a sí mismo en esa especie de desdoblamiento poético en Lorca. Los símbolos lorquianos aparecen con su fortaleza antigua, como la herida negra o el rey Baltasar y esa ironía de la economía como fondo: “Nadie es negro si es de oro,/ si es de oro su cartera”. 

Alguna copla nos habla de ese lloro por la muerte del poeta y de su entierro, y otros, siguiendo el estilo del escritor granadino, recuerdan su lucidez y su simbología metafórica en torno a los niños gitanos o las navajas y la sangre: “No se saca una navaja/ si no se lava con sangre/ y con honor no se guarda”. Su estilo se hace más Lorca en sus ritmos y en su simbología de argumentos poéticos y metáforas que nos recuerdan al genial escritor. 

Pero poco a poco ambos poetas se van acercando, Rosales y Lorca. Y cuando esto sucede surge el enorme reconcomio de Rosales en torno a su muerte, y ese sufrimiento heredado del que muchos lo hicieron depositario: “Si me hubiera expresado con mis mejores armas,/ me hubiera defendido con éxito, sin gloria,/ en lo de Federico, y no hubiera tenido que sufrir/ tanta calumnia, tanta grosería/ seudointelectual”. Habla un poeta dolorido, acosado por la época y por ese mundo cainita. Pero también un poeta adulado en esa especie de sístole y diástole que es la existencia con sus desdichas y su materia sagrada. Aunque su dolor estará siempre presente como una ofensa que viene una y otra vez a través de sus palabras maltratadas: “Me han insultado en todos los idiomas”. O en la acusación de una señora en Buenos Aires de haber matado a Miguel Hernández y en Caracas de haber compuesto el Cara al Sol y Montañas Nevadas. Es un padecimiento que está ahí presente en la voz de Luis Rosales. Una confesión que a veces necesita para no sucumbir del sarcasmo y la ironía, como cuando dice que “yo siempre fui católico aunque degenerando”. Un poema en donde surgen con fortaleza las desmitificaciones de época con su proliferación de psicópatas y de desdichas, pero siempre con la idea de la ética como frontispicio: “Vale más una nota de honra en la fama/ que atasco en la cartera”. Achacable todo ese mundo a las envidias que todo lo adornan con sus iniquidades. Ironías que van cerrando en el poema donde surge de nuevo aquel Nueva York del principio con intención de aclimatarlo al cierre cíclico: “¡Nueva York, esa libertad/ donde se tambalea el Universo! 


Antonio Hernández con el poeta Mario Benedetti. 
Los premios se reciben con agrado, con emoción si acaso pero la mirada 
cómplice entre dos poetas solo requiere un silencio compartido 
El último poema, con la cita de Luis Rosales de que “Cuando todo termine quedará lo más nuestro”, retoma el discurso épico-lírico para contarnos los últimos momentos del poeta granadino y su llegada al hospital Puerta de Hierro, jadeando y con los ojos cerrados. Los familiares cercanos y “Juan Antonio Ceballos le cogía/ la mano con ternura de amigo/ que alentara a un padre”. Y esos versos finales ante la muerte del poeta amado: “Y al volver a cerrarlo presentimos,/ unificados por la voz del alma,/ que algo acababa de estrenarse/ arriba, en las estrellas”. 

La poesía de Nueva York después de muerto de Antonio Hernández es uno de los poemarios más heterodoxos e iconoclastas que se han escrito en los últimos tiempos de la poesía española. Crea un mundo totalizador desde la síntesis de tres perspectivas que confluyen en un emblema con carácter de axioma. Un universo mítico que nace en la ciudad de Nueva York con su conformación de espacio épico-lírico para progresivamente ir conformando un lirismo sentido y un impulso antropológico en el que el hombre triunfa sobre el emblema haciéndose más humano. Desde la ciudad se confluye en el hombre y en su memoria, construida de afectos. Un enorme poemario que acredita una vez más la altura intelectual y humana de este gran escritor español.


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