miércoles, 3 de julio de 2013

Reseña: Nueva York después de muerto, de Antonio Hernández, en Cuadernos del Sur

La lira no enmudeció
Antonio Moreno Ayora
Cuadernos del Sur. Diario de Córdoba, 22/06/2013


Antonio Hernández publica Nueva York después de muerto

Insurgencias fue el título con el que Antonio Hernández dio a conocer (Calambur, 2010) lo que puede considerarse su obra poética completa, dividida en dos tomos y ampliada con versos que en algunos casos ni siquiera fueron publicados en su día. Y es "completa" porque bajo ese rótulo incluye desde su primer poemario, El mar es una tarde con campanas (1965), hasta el más reciente editado en 2007: A palo seco . De aquel primer punto de partida arrancan también frecuentes reflexiones líricas sobre el amor, el paisaje y la infancia, aspectos que reaparecen en el título siguiente, Oveja negra . Tal fidelidad a su infancia y a sus orígenes ("Allá en el Sur, bajando por los montes / ... / había una joven que creció en su pena / como la oveja negra entre las blancas") no solo se mantiene en estas páginas sino también en las del nuevo libro de 1978 Donde da la luz , que incorpora con rotundidad el sentimiento de su ser andaluz para justificar que "De Andalucía entera ilimitada / por los andaluces, escribo".

Paralelo a la aparición de sus nuevos poemarios es el desarrollo de ciertos recursos poéticos, sobre todo el del encabalgamiento y el de la variedad métrica y estrófica. Con ellos y con la atención de narrar su biografía avanzan cronológicamente los sentimientos que originan los títulos Metaory, Homo loquens y Diezmo de madrugada , libro vibrante en recuerdos, agarrado a sentires doloridos y a constantes imágenes de la infancia: "Nunca hemos sido más / que cuando fuimos niños". Puede afirmarse que nuestro poeta rumia siempre el sabor de la nostalgia, de manera que en la emoción que corresponde a Con tres heridas yo (1983), tan simbólico ya en su título, llega a decir que escribe sobre "El destino del hombre que no busca / su plenitud sino en lo que se escapa". De nuevo en 1985, en Compás errante , manifiesta un sesgo reiterado al formular un acercamiento lírico al mundo andaluz del gitano y del flamenco. 

UN POETA CONSOLIDADO

Ocho, como puede constatarse, son los poemarios que conforman el primer tomo de Insurgencias (el periodo que va de 1965 a 1985); en el segundo se añaden otros siete centrados en el recuerdo de lo que ha quedado atrás pero ahora retorna a lomo de los versos (véase Indumentaria , 1986), o tienen como objetivo lírico encumbrar la belleza inherente a ciudades como Córdoba, Cádiz o Sevilla (Campo lunario , 1988), o bien quieren manifestar un intenso amor a España entendiéndola como un país de grandezas y miserias de las que el poeta aspira a convertirse en cantor en Lente de agua . De lances históricos, de recuerdos locales, de nombres afamados, de escenas literarias, se nutre todo este libro, que aúna grandeza y desolación, espacio y belleza hasta poder decir: "comprendo que también / es más grande mi patria que mi tierra".

En el proceso lírico-creativo de Hernández resulta fundamental Sagrada forma (Premio Jaime Gil de Biedma y Premio Nacional de Poesía de la Crítica Española), en el que se ha pretendido reflejar un viaje en tren que significa un encuentro con la memoria y el pasado, o sea, con los recuerdos, que evidentemente lo encauzan hacia Andalucía: "Me quedé en ella porque era hermosa y necesitaba su alegría". De Habitación en Arcos hay que decir que es un colmado poemario compuesto de un poema inicial y de otras seis extensísimas composiciones que decantan la emoción de haber vivido ese paisaje natal que han habitado unos rostros y unas vidas que forman parte de la suya.

Los dos últimos libros de poesía que aparecen reimpresos igualmente en Insurgencias son El mundo entero (Premio Rafael Alberti del 2000, se reeditó en 2007 por el Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes) y A palo seco (con primera edición en RD Editores de Madrid, también en 2007). Ahora, versos largos, preeminente afán metafórico, uso de lenguajes específicos y estilo ágil son las bases en que se apoya El mundo entero para instaurar un sentimiento de continua compenetración con la naturaleza o de íntimo apego al entorno. El paisaje favorecerá un innegable realismo detallista en las descripciones, algunas de las cuales testimonian el sentir vitalista y libidinoso del hombre: "Nunca se va más lejos que cuando se desea. / No hay más gloria que el vello si se eriza". Un verso como "todo transcurre rápido, mas nada / acaba de pasar" apunta a la idea de que todo retorna y todo se transforma, que es la que en el libro activa las referencias que contiene sobre el tiempo y el recuerdo: "La memoria nos constituye / como la nube al río, la madera a la llama". Finalmente, por la reflexión sobre el tiempo y el recuerdo parece que el poeta accede a la comprensión de las contradicciones aparentes como símbolos de la existencia misma, expresadas en "nos da a probar / el amor, por ejemplo, y lo convierte en odio; / el vino, por ejemplo, y lo torna en vinagre; / la vida, por ejemplo, y la traduce en muerte". En fin, los dieciocho poemas de El mundo entero inciden en un conjunto plural de emociones, tales como la alegría, la soledad, los sueños, el desamparo o los pensamientos sobre la naturaleza y el cosmos.
LA ESENCIALIDAD COMO OBJETIVO
 
De A palo seco, el día que se le presentó en la Real Academia de Córdoba, dijo su autor que significaba un intento por “despojar al poema de toda retórica, ir a la esencia, para llegar al conocimiento de uno mismo”. Y es con esa primordial intención con la que ha agrupado en sus páginas 71 composiciones de versos heterogéneos en cuanto al cómputo y la rima, aunque predominen los heptasílabos y endecasílabos combinados y ungidos con una musicalidad efectiva a partir de variadas conexiones fónicas internas. Con sencillez y con espontaneidad los versos van surgiendo matizados de actualidad y dibujando las preocupaciones del autor: el inmisericorde paso del tiempo, el sufrimiento humano, la ingrata soledad y el pesimismo de vivir sin esperanza y con el desagrado de la vejez. Se afirma que lo único que salva al poeta, al hombre, es la emoción de la poesía, por eso busca “un libro hermoso de poemas para / espantar un poco la muerte”. Y no hay duda de que A palo seco reúne una poesía directa, de mensaje liberador y comprensible dicción, de humana apoyatura y de realidad vibrante. Aun cuando presente, por su condición estética, recursos como la antítesis, la paradoja, la metáfora o el paralelismo sumados a algunos otros, lo que importa es que esta poesía está narrada sin artificio ni engaño, sin hipocresía, “a palo seco”, para que haga más estragos la emoción y la denuncia. Dice Antonio Hernández que su libro “es una metáfora de la soledad”, y la expresión vínica que la asume es precisamente la que él enarbola en su título, la de beber “sin tapas, a palo seco”, como también ha precisado.

Con este título, que entonces era el de su último poemario y que por ello cerraba el volumen de su poesía completa, el lector ya podía alegrarse por tenerla reunida bajo ese unitario rótulo de Insurgencias, con el añadido –que debemos a Jesús Bregante– de que “En sus versos, afronta el reto de romper con los moldes realistas desde una concepción simbólica del lenguaje poético”. Pero Hernández, quizá pensando en ese andaluz universal que es Bécquer (“No digáis que, agotado su tesoro, / de asuntos falta, enmudeció la lira”), tenía que seguir escribiendo, aunque solo fuera para cumplir esa su palabra que asegura “que yo estaré atareado en lo de siempre: / un poema y sus comas, el estallido / de cal demi pueblo, los corazones / que invadieron mi pecho al conocerte”.

CON NUEVA YORK COMO FONDO

Ahora, a principios de 2013, la Asociación Colegial de Escritores de Andalucía ha revalorado a Antonio Hernández reconociéndolo merecedor del Premio de las Letras Andaluzas por su obra lírica Nueva York después de muerto. En ella el poeta gaditano ha vuelto su mirada al mítico Nueva York, que da título a esta obra en la que se continúan las facultades líricas de un poeta al que Santos Domínguez Ramos acaba de calificar como “una de las voces más sólidas y templadas, más matizadas y versátiles de la poesía española del último medio siglo”. Pero en este caso no estamos ante un poemario cualquiera, ni por su extensión, que alcanza las 134 páginas repletas de versos repartidos en tres apartados o “libros”, ni por la estructura con que se desenvuelve, un largo decurso poético que va progresando mediante la suma de párrafos líricos sucesivamente entrelazados y sin titulares que los separen. Y es precisamente esta forma de construir el poemario la que enseguida se esboza en su primera sección, que adopta un tono entre narrativo (“Sucedió / en un país lleno de ratas y telarañas”) y reiteradamente reflexivo (“Ella genera el odio / en los más cicateros corazones, ella”), apoyado con frecuencia por una expresividad en la que son frecuentes la imprecación y la anáfora: “vistámosla de olvido, pongamos su flor incierta / a orillas de las tumbas para
siempre”.

El libro, desde este comienzo, se convierte en un tríptico lírico con referencias entrecruzadas al poeta Luis Rosales, a García Lorca y al propio Antonio Hernández –síganse sus pinceladas biográficas–, los tres a su vez hermanados, hechizados, iluminados y ensombrecidos por la cultura americana de Nueva York. Esta ciudad, por añadidura, representa el símbolo de lo mudable, de la vida frenética, y los tres poetas vienen a ser la conciencia humana que se acerca a la metrópoli para indagarla, para comprenderla, para recordarla atrapada en una palabra cuyo eco quiere permanecer “después de muerto”. En una caótica enumeración de símbolos y realidades neoyorquinas –excesivos a veces–, Hernández infiltra también el caos de la España de posguerra (“o puede ser que el azogue nos traiga / la apocada comida fría del Auxilio Social / y veamos aquella España en pie / de hambre y de hombres rebuscando”) en la que el recuerdo de la pobreza evoca “a tristes emigrantes sobre un andén, helados / aun antes de partir para Alemania...”.

Es posible que el lector, en determinados momentos, se pierda entre tanta eclosión de temas y reflexiones histórico culturales, haciendo de ellas con frecuencia una incursión en la literatura estadounidense: “hablemos de Pound, hablemos de Twain, / hablemos de Poe llevándolo / a una memoria imaginaria”.

El poemario avanza con su mezcla de versos largos aversiculados y otros más breves y ágiles, pero siempre con García Lorca como fondo –eso ocurre de nuevo en el segundo libro– e invariablemente con su amigo Rosales, que emerge siempre “cuando empieza a fluir la memoria / que es la palabra del alma”. Y es esta segunda sección, por tanto, un recalcitrante recordatorio de emociones líricas surgidas o compartidas en Nueva York, la ciudad aquí continuamente descrita y mimada, bajo cuya tutela de experiencias puede afirmarse: “Por eso ahora vamos a hablar / como siempre de poesía”, y añadirse: “Y puesto sigues esperando / ... / que te hable de Federico, he de decirte / que era dulce y amargo”. Igualmente, con un lenguaje conceptista que debe saberse leer entre líneas, anécdotas y alusiones, reaparecen textos originales lorquianos juntamente con frases o citas que han hecho historia de otros personajes, como aquella de “Dos tiros en el culo, por maricón, / repite el tiempo a latigazos / en nuestro corazón acongojado”. 

Las expresiones y términos cultos o con carácter de neologismos (insérsicas, polifemamente, poundiananmente, liposuctor...) se adoban en conjunto con un necesario lenguaje coloquial propio del tono dialogístico: “Y no quise cebarme, y le dije que sí, / que de puta madre, que qué poeta”; “Era un tipo cetrino, sigiloso ymindundi”. Buena parte de la tercera sección, del tercer libro, es un remedo lírico-poético del estilo, los temas, la métrica del romancero y de los más genuinos símbolos de García Lorca, como el Darro, los gitanos, la navaja, la luna... De este modo, los versos de Antonio Hernández reviven, reanudan y concitan la voz, el ritmo, la sugerencia y la sintaxis lorquianos: “El Mulhacén y el Veleta / tienen el pelo canoso. / Nada llora tanto como / en primavera sus ojos”; o “El Juez Mayor de Manhattan / por entre la niebla viene”. Así, el ciclo de homenaje a Lorca y a Luis Rosales, a los que se da continua voz en estos versos (que además el autor ha explicado con claridad en sus palabras iniciales tituladas Justificación), se cierra con este último apartado, donde se esconden otra vez subrepticiamente la denuncia y la crítica social, aludiendo a lo que es por un lado “hambre, frío, muerte, paro...”, por otro conciencia de la desigualdad aludida en “Nadie es negro si es de oro, / si es de oro su cartera”, y dejando en el aire, como una baladilla que Lorca musitara al poeta tan andaluz que es Hernández, el consejo más valioso y más humano: “No lloréis más por mi muerte. / Darro y Genil ya se encargan / de llorar eternamente”.


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