lunes, 15 de julio de 2013

Reseña: Autorretrato de otro, de Cees Nooteboom, en Nayagua

Los rostros incesantes de uno mismo
Andrés Catalán
Nayagua, nº 19, julio 2013


Parece natural que el tema de la identidad presida toda la obra de este holandés (La Haya, 1933) que vive alternadamente en la isla de Menorca, Alemania y la ciudad de Ámsterdam, viajero incansable, prolífico escritor de novela y poesía, desmarcado de su propia generación literaria y señalado desde joven por la marca del desarraigo consecuencia del caos que la Segunda Guerra Mundial desata en su país (su padre muere durante un bombardeo en 1945: los muertos serán otra de sus recurrencias). Tema ya presente en su primera novela, Philip y los otros (1957), la identidad será también la columna vertebral de la que es posiblemente su novela más exitosa, La historia siguiente (1991) y de buena parte de su poesía (una extensa muestra de la cual acaba de aparecer, también en estupenda traducción de García de la Banda, en la editorial Visor bajo el título Luz por todas partes). Si a esto sumamos su interés por la configuración de la equívoca realidad y por los mecanismos de la percepción visual (véase su poemario El rostro del ojo), nos daremos cuenta de por qué el autorretrato que nos ocupa no es precisamente uno al uso. Treinta y tres poemas en prosa en torno —siempre en torno, siempre circunvalando— a otras tantas ilustraciones del pintor alemán Max Neumann. Un “otro” pues, que es la imagen en el texto, pero que es también el otro artista: ¿es esto un autorretrato del propio Cees? ¿Un retrato-párergon de Max Neumann a partir de sus dibujos? ¿Un otro y el mismo simultáneamente? El juego de espejos sin embargo no es nada nítido. La premisa, acordada por ambos, de que el escritor nunca describiría los cuadros ni el pintor ilustraría los poemas provoca que la écfrasis esperable no se produzca. El juego es fantasmagórico desde el principio y tan solo se invoca una suerte de ausencia presente muy difusa: si ninguna imagen nunca está en realidad en ninguna de sus más transparentes descripciones, la relación entre los dibujos de Neumann y los textos de Nooteboom se dispone en forma de un eco aún más disipado, más extrañado: más perturbador. Los cuadros, que Nooteboom reparte por su casa de Menorca mientras escribe el libro, muestran una serie de seres deformes, mutilados y zoomorfos, abocetados en negro sobre un inquietante fondo naranja, y dan lugar a unos textos en los que se establecen ciertas conexiones pero en los que no se alude directamente a ninguno de los elementos pictóricos. En lugar de ello Nooteboom acude a sus recuerdos personales, a las fantasías y a los paisajes alucinados de su memoria, elaborando así el autorretrato del título alrededor de “la isla” y “la ciudad de antaño” del subtítulo. El componente onírico será la fuerza que gobierne el imaginario desplegado por el autor, repleto de muchedumbres hostiles, cuerpos fragmentarios, rostros cuyos únicos rasgos visibles son las bocas y los ojos, violentadas figuras semihumanas. La suma de estas imágenes inconexas provoca cierto desasosiego interpretativo en el lector, que no alcanza a entender ni la relación en la alternancia de textos e ilustraciones ni la relación ¿narrativa? entre los sucesivos poemas. Hay, sin embargo, núcleos de sentido que se reiteran y que en ocasiones coinciden con elementos de los cuadros. La cita que abre el libro, “la transmigración de las almas no sucede después, sino durante la vida”, deja claro cuál será uno de los espacios centrales: el je est un autre de Rimbaud, pero también la percepción de que ese yo lo forman unos muchos, sucesivos. Somos multitud. Sin embargo esa multitud es extraña, ajena, inidentificable, cambiante y volátil: los demás no son espejos en los que mirarnos sino presencias que distorsionan aún más nuestra percepción, igual que los dibujos de Neumann frente a las palabras (“cuando está solo la multitud se convierte en un enigma para él, entre los otros ya no sabe quién es”). Mezcla de realidad y sueño, las visiones de los demás parecen ser las de un afásico o las de un alucinado que ve, en las formas humanas, rasgos animales (sobre todo pájaros, pero también peces, ciervos, hormigas, escarabajos, perros...) y que se encuentra incapacitado para ordenar un mundo al que parecen faltarle los cimientos (“esta serie: un niño, un perro, un cura, tres ancianas. Era incapaz de hacer algo con aquello”) y en el que en ocasiones se siente solamente un fantasma entre otros fantasmas: su padre, las víctimas de la guerra, sus amigos muertos. Al final de la sucesión de ensoñaciones lo que se admitirá es el fracaso del lenguaje para ordenar nada, para dotar de peso al mundo. Así, la cita final de Schlegel resume la intención de este oscuro autorretrato: “He querido mostrar que las palabras se comprenden a menudo mejor a sí mismas que aquellos que las emplean”. Al final, el que es otro, indomeñable y extraño, es también el lenguaje.


Revista Nayagua, nº 19 (pp. 249-250)

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