La mitad de la vida
Ignacio Elguero
Revista Mercurio, nº 143, septiembre 2012
La desdicha que me apague ya escogió su noche. / Heme aquí,
sin embargo, contrario al duelo”. Con estos versos, a modo de declaración de
intenciones, comienza Ángel Antonio Herrera Los motivos del salvaje. Desde este
poema inicial, “Puerto”, conocedor el poeta de que todo es finito, se adentra
desde los mismos muelles de la vida al centro más salvaje, más bullicioso, más
puro también, donde todo parece que fuese noche.
El libro reflexiona sobre la llegada de la madurez. La mitad
de la vida de un hombre. El individuo en mitad del camino. Cuando todo parece
dejado atrás y todo queda aún pendiente de hacer. Dos mundos encontrados, dos
estados temporales, pasado y futuro, cerrando un mismo círculo: “Quizá tiene ya
mi brújula más poniente que pelea”. Y en este espacio de la temporalidad donde,
frente a la memoria que es antídoto contra la ausencia, la muerte se reserva su
propio espacio en vida: “Cuesta creer que ya aparejó la muerte / el negro
galeón en el que habré de hundirme. Cuesta creer que va conmigo su calendario”.
Hay una resistencia vital, un tono celebratorio, salvaje, que se revela a pesar
de que la realidad de tánatos deslumbre como en un juego de espejos: “Así
estoy, como la cicuta con su apetencia / entre las varias veces que me muero al
día, / y los muchos días en que ansío morir y no me muero”.
Con un lenguaje deliberadamente forzado en ocasiones, y una
presencia de adjetivos que en algún momento nos conduce a Borges, trata el
autor de distorsionar la realidad, incómoda a veces, como es su negritud más
dura: la muerte, el paso del tiempo, la ausencia y el olvido. Obsesiones
humanas presentes en los poemas “Barandal”, “Bendición”, “Clepsidra” o
“Brujería”. Y es en la capacidad de emocionar, desde la reflexión sobre nuestra
propia existencia, donde el poeta alcanza gran altura literaria. He aquí el
lenguaje para un fin.
El autor entonces opera desde la misma nocturnidad, su
espacio creativo. Una nocturnidad que todo lo empapa. Y lo ejecuta también para
volcarse en el mismo hecho de vivir. Un vivir que no es la propia vida, que es
ir más allá del hecho de la mera existencia. Ese es el motivo del salvaje: una
rebeldía que toma forma en el lenguaje para volcarse en ese afán por explorar
la vida.
El verano, la infancia, la patria luminosa del pasado nos
lleva a la plenitud, como en el poema “Antídoto”: “si digo dicha digo también
infancia / […] si escribo abril también escribo beso”. Y tras los luminosos
días de la infancia, del verano, aparece el mundo nocturno bajo esa luna del
caníbal: “Hablo de esos días en que es mi viuda la noche / cuando a solas ceno
de mí / el recuerdo del jubiloso manjar de enamorarse”. Aparece también la
pérdida del padre, una ausencia que regresa como pura presencia, desde la
lejanía de la pérdida. El regreso de un tiempo que, en la madurez, nunca nos
abandona. Si el poemario muestra la devoción por la palabra, por el propio
hecho literario, en poemas como “Eco”, “Tormenta” o “Tintero”, escasamente se
acerca al amor carnal, al apetito sexual, como hiciera en su anterior poemario
Donde las diablas bailan boleros. Pero a pesar de que el amor apenas es
testimonial, como un fogonazo, un esplendor, un relámpago, tiene la fuerza del
estigma: “que quien tiene el amor tiene también su quemadura”, apunta Ángel
Antonio Herrera en el poema “Deshielo”.
En Los motivos del salvaje Herrera alcanza su madurez
literaria, abordando con gran originalidad la reflexión del individuo frente a
la vida, cuando todo empieza a ser desconcertante: “más patria agolpo en el
luto que en el lirio”, atesorando una colección de sorprendentes metáforas y
escogiendo un camino estético arriesgado del que sale airoso con maestría.
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